¡Alfaro vive carajo! y la lucha por el olvido

¡ALFARO VIVE CARAJO! Y LA LUCHA POR EL OLVIDO

Por: Juan Fernando Terán
8 de Junio de 2006

Cuando murió Arturo Jarrín, también desapareció el líder cuyo carisma lograba crear la apariencia de uniformidad en la heterogeneidad y de coherencia en el desacierto. Entonces, AVC adquirió tantas ideologías como autodeclarados comandantes existían.

Empecemos desde el presente

A principios del 2006, una periodista me solicitó una entrevista para discutir sobre “AVC, revelaciones y reflexiones sobre una guerrilla inconclusa”, un libro publicado por la Casa de la Cultura Ecuatoriana en 1994. Esta solicitud ocurrió cuando algunos ex guerrilleros y familiares de los difuntos combatientes habían anunciado su intención de entablar nuevos juicios contra León Febres Cordero, por los crímenes de Estado cometidos durante su gobierno entre 1984 y 1988.

Pensando en el futuro y no en el pasado, acepté la entrevista, aunque con una buena dosis de desconfianza. Permítaseme explicar la razón.

Comencé a escribir ese libro en la cárcel, en 1986, cuando murieron los comandantes históricos de Alfaro Vive Carajo (AVC). Por aquel entonces, el texto tenía como propósito incitar a los alfaristas a una discusión despiadadamente crítica de sus propias prácticas, creencias e ideas. Este anhelo resultó infructuoso. Años después, el documento adquirió su forma final imaginando como sus destinatarios a las nuevas generaciones de luchadores sociales. Para evitar que éstas reprodujesen nuestros desaciertos, “AVC, reflexiones sobre una guerrilla inconclusa” buscó proporcionar una interpretación del fracaso que no estuviese centrada en el testimonio, la anécdota, la casualidad, la represión, la infiltración u otros recursos exculpatorios similares. En lugar de ello, el libro abordó esta experiencia insurgente tomando como referencia a las estructuras y procesos políticos, económicos y culturales ecuatorianos. Como efecto de esta opción político-metodológica, el análisis desembocó en un resultado aparentemente contra-intuitivo, a saber, AVC fracasó porque representó la continuación de la izquierda ecuatoriana y no su superación.

Quizás debido a las incómodas y siempre vigentes implicaciones de esta conclusión, los editores del libro decidieron cambiarle el título para “revelar” muchas cosas, pero suprimiendo el prólogo y la introducción. En estas secciones, se dejaba perfectamente claro que aquella guerrilla no fue derrotada por un sofisticado aparato contrainsurgente, por los avatares de la fortuna o por la muerte de sus comandantes. Aunque suene menos espectacular, ese intento rebelde comenzó a desvanecerse cuando emergieron las condiciones adecuadas para la reproducción inercial de un conjunto de prácticas cuya presencia todavía coarta el futuro de nuestra “izquierda”, dígase, la sustitución de un proyecto político por simbolismos con contenidos huecos; la proliferación de dirigentes que se asumen como iluminados e imprescindibles; la perpetuación de una militancia afecta a repetir mitos fundacionales y frases trilladas; o la incapacidad para delimitar un programa coherente de acción política a corto y largo plazo.

A continuación, me referiré a algunos aspectos de un análisis efectuado en un libro de 250 páginas, destacando aquello más relevante para una publicación dedicada a diseccionar lo que fue, es y podría ser la izquierda ecuatoriana.

Elementos para entender a AVC

Entre 1983 y 1987, e independientemente de su eficiencia para lograr transformaciones políticas a largo plazo, Alfaro Vive desorganizó el “modus vivendi” de la izquierda. Debido a su carácter público, las prácticas alfaristas devinieron en un cuestionamiento fáctico a las fórmulas discursivas tradicionalmente utilizadas para justificar las acciones u omisiones de las dirigencias de los partidos y gremios “progresistas”. Acaso en respuesta a ésta circunstancia, los observadores del intento insurgente comenzaron a acuñar toda una mitología sobre AVC y los acontecimientos coyunturales. Así surgió, por ejemplo, la imagen de Alfaro Vive como una organización de “muchachos” bien intencionados pero “desubicados” e “inexpertos”. Aunque benevolente, esta representación era equivocada.

Alfaro Vive no fue una guerrilla compuesta por jóvenes sin experiencia política o militar previa. Tampoco estuvo integrada solo por aquellas personas cuyos nombres se volvieron públicos debido a su desaparición, encarcelamiento o muerte. Esta organización surgió como resultado de la confluencia de distintas generaciones de activistas sociales. Para fines analíticos y a grosso modo, tales generaciones podrían ser diferenciadas considerando la situación política nacional en la cual los individuos tradujeron por vez primera sus inquietudes ideológicas en una participación política pública o en un accionar clandestino.

En la primera generación o “histórica”, se encontraban algunos individuos que participaron en aquellas organizaciones clandestinas constituidas desde los partidos y los gremios, con o sin el conocimiento y consentimiento de sus dirigencias. Durante la década de los setenta, estas organizaciones abrazaron una “estrategia de acumulación de fuerzas” que implicaba, por un lado, la realización de “acciones de recuperación” encaminadas a la obtención de recursos económicos para financiar su funcionamiento y comprar armas; y, por el otro, el trabajo de organización de pobladores y trabajadores en ciertas regiones del país consideradas como potenciales frentes y retaguardias para un futuro foco guerrillero.

Dado que estas organizaciones surgieron mucho antes del triunfo de la revolución sandinista, sus militantes estaban familiarizados con alguna variante de las doctrinas marxistas y, por ende, colocaban a la construcción del socialismo como un objetivo histórico irrenunciable. No obstante, puesto que su condición de clandestinidad no significó un enajenamiento total de la dinámica pública de la lucha política y sindical desplegada durante los gobiernos militares, esta generación desarrolló paulatinamente una actitud crítica hacia su propia matriz, la izquierda ecuatoriana.

En esencia, los alfaristas históricos desconfiaban de estructuras partidistas cuyas prácticas concretas habían desembocado en la creación de reductos intrascendentes de “poder popular” al interior de las organizaciones gremiales y sindicales, en la promoción de huelgas nacionales para objetivos que no llegaban ni siquiera al efímero reformismo o en la incorporación de los militantes a una dinámica electoral centrada en el patrocinio de las carreras políticas de unos cuantos líderes destacados. A principios de los ochenta, en lugar de aceptar las pomposas justificaciones discursivas para el viejo corporativismo y el nuevo clientelismo, esta generación mantenía la convicción de que las grandes transformaciones sociales emergerían por fuera de, y con independencia de, los partidos de izquierda.

Una segunda generación de alfaristas comenzó a gestarse con el retorno de la democracia en Ecuador y con el triunfo de la revolución sandinista en Nicaragua. En este grupo, se encontraban aquellas personas que, antes de incorporarse a las filas alfaristas, dedicaron sus esfuerzos a transformar “desde adentro” a los partidos de izquierda y sus sindicatos, a la Izquierda Democrática e, incluso, a la Democracia Cristiana. ¿Qué pretendía esta generación? Básicamente, construir estructuras partidistas con capacidad para organizar a la población para fines no meramente electorales, buscando así también una “acumulación de fuerzas” que les permitiese a los sectores populares utilizar los espacios y momentos de la democracia electoral y no ser utilizados por ésta. Al margen de que este intento de transformación fue frustrado “desde adentro” por los dirigentes de los partidos, aquellas personas comenzaron a radicalizar sus propuestas conforme el gobierno de Osvaldo Hurtado evidenciaba la disolución de la esperanza reformista inaugurada por Jaime Roldós.

También, en la segunda generación de alfaristas, se encontraban algunos ecuatorianos cuyas inquietudes políticas los condujeron a vincularse con las guerrillas colombianas. Aparentemente, y hayan o no estado familiarizados con las doctrinas marxistas, estos compatriotas optaron por la insurgencia influidos por el carácter “renovador” del pensamiento y la práctica de la revolución nicaragüense y del Movimiento 19 de Abril (M19). Bajo esta influencia, al interior de Alfaro Vive, se conformó y consolidó posteriormente una tendencia para la cual “la democracia” era un objetivo legítimo de lucha armada, las acciones bélicas debían tener un significado político inmediato y altamente visible en la esfera pública, la formación del militante debía realizarse con referencia a los valores de la cultura nacional y el discurso de la organización insurgente debía desprenderse de categorías ideológicas para acercarse así al pueblo.

Una tercera generación de alfaristas optó por la lucha armada en respuesta a la inminencia del ascenso al poder de la derecha socialcristiana o al autoritarismo del gobierno de Febres Cordero. Al interior de Alfaro Vive, aunque estaba compuesto por individuos menores a los 20 años, este grupo no era tampoco “inexperto”. Si bien podría ser más corta, su historia de activismo no es tan sencilla. Antes de incorporarse a AVC, la mayoría de los miembros de la “generación antioligárquica” había experimentado también las limitaciones, contradicciones e incoherencias de la izquierda y de la democracia.

Hacia 1984, los futuros alfaristas antioligárquicos ya habían participado en huelgas u otros actos contestatarios, en la organización de grupos urbanos y campesinos o en la difusión de ideas progresistas o cristianas. En la mayoría de los casos, esta praxis emergió como resultado de las decisiones tomadas por el individuo y su grupo de amigos en el barrio, en la secundaria o en la universidad. Su interés por “hacer algo” no surgió de las interpelaciones ideológicas emanadas de los partidos de izquierda ni de una militancia “orgánica” en ésta. Ciertamente, algunos futuros alfaristas antioligárquicos buscaron vincularse formalmente a los partidos de izquierda y a las agrupaciones gremiales preexistentes. Sin embargo, su esperanza de transformar a éstas organizaciones “desde adentro” se diluyó prácticamente casi en los acercamientos y conversaciones preliminares. En momentos de un ejercicio autoritario del poder político, la retórica de la izquierda aparecía como más hipócrita que nunca. Entrar a la izquierda para leer “un paso adelante y dos atrás”, o para organizar un grupo de “nuevos artistas”, carecía de sentido.

A diferencia de las generaciones precedentes, los alfaristas antioligárquicos optaron por la insurgencia motivados por la fuerza de los hechos. Ante sus ojos, por vez primera en Ecuador, Alfaro Vive Carajo, una organización cuya propuesta política era conocida por aquello que dejaban traslucir los medios de comunicación, le respondía a la democracia de los oligarcas como se debía, a “balazo limpio”. Por vez primera, aparentemente, se abría la posibilidad de llevar la lucha social más allá del tradicional juego de la defensa de posiciones entre la policía y los manifestantes alrededor de una universidad. También, por vez primera, parecía existir una organización capaz de superar el ritual inocuo de una huelga o paro nacional que comienza con el bloqueo de vías y, luego, culmina con un pacto secreto entre las dirigencias gremiales y el gobierno de turno. Aquella no fue, sin embargo, la última camada de alfaristas, ni la más numerosa.

Desde su aparecimiento público en 1983, Alfaro Vive comenzó a crecer gracias a la incorporación de jóvenes y viejos para quienes las teorías, los discursos y las prácticas de la izquierda no representaban nada. Y en esto radicó la fuerza y la debilidad de una guerrilla inconclusa. A mediados del gobierno de Febres Cordero, en las nuevas generaciones de alfaristas posteriores a la antioligárquica, se observaban las huellas de un sistema político que no le decía ni le prometía nada a un mecánico, a un campesino, a un montubio, a un pescador, a un poeta, a una madre, a un vendedor ambulante, a un artesano, a un negro o a un indígena. Para ciudadanos como estos, la izquierda y sus líderes eran entelequias tan lejanas a su vida cotidiana como lo eran la derecha y sus gamonales. Una vez incorporados a Alfaro Vive, empero, los nuevos militantes reafirmaron su voluntad insurgente teniendo como referencia un conjunto de proposiciones ideológicas bastante incoherente. Y así se formaron muchos de aquellos nuevos comandantes que, cuando murieron los líderes históricos, cuando fueron encarcelados los alfaristas de las generaciones previas, quedaron al mando de estructuras políticas y militares importantes... demasiado importantes.

Las dos primeras generaciones de alfaristas fueron las gestoras de “la democracia en armas”, el pensamiento a ser difundido entre los aspirantes a combatientes, colaboradores o simpatizantes. Aquellas generaciones compartieron un rasgo fundamental para entender el origen y desenlace de su intento subversivo. Debido a sus ingratos recuerdos de “el trabajo de masas”, “la formación ideológica” o “la construcción del aparato”, efectuados en sus militancias pasadas en nombre de la revolución pero en beneficio de las oligarquías del partido o del sindicato, los líderes alfaristas intentaron evitar todo aquello que insinuase la reproducción de “la izquierda y su dogmatismo” al interior de una organización decididamente insurgente.

En su afán por conformar un pensamiento y un discurso versátiles para la acción, empero, los líderes históricos rechazaron tanto las formas como los contenidos izquierdistas, colocando así las semillas para el fracaso. Sin percatarse de las eventuales consecuencias de esta ruptura, ellos propiciaron la consolidación de estructuras y métodos organizativos por cuya intermediación los alfaristas confundieron el enfrentamiento audaz, a los aparatos represivos del Estado, con el potenciamiento de la lucha de clases.

La historiografía detrás de los imaginarios

Quienes confluyeron en Alfaro Vive, no lo hicieron para crear documentos. Por ello, cuando la militancia quedó huérfana de la orientación proporcionada por los comandantes históricos, la reconstrucción del “pensamiento alfarista” devino en una tarea difícil. Desde 1986 en adelante, para tal efecto, se contaba con apenas unos cuantos textos escritos en diversas coyunturas, para propósitos diferentes y por autores no fácilmente ubicables. También, se tenía a disposición los recuerdos y las opiniones de los propios militantes. No obstante, ni los documentos ni los testimonios eran fuentes informativas confiables pues podían ser utilizadas para justificar las más variadas posiciones tácticas y estratégicas. En cualquier caso, una cosa era cierta: la historia de las prácticas político-militares constituía ineluctablemente el punto de referencia obligatorio para delimitar lo que habría de hacerse a futuro. Y, en esta historia, las acciones u omisiones de Arturo Jarrín eran consideradas por los nuevos comandantes como el criterio de verdad para definir qué era y qué quería AVC.

En 1980, Alejandro Andino, Miriam Loaiza, Ketty Erazo, Arturo Jarrín y Hammet Vásconez conformaron un grupo para analizar la realidad ecuatoriana y organizar un proyecto revolucionario. Además de generar un documento intitulado “Mientras Haya que Hacer Nada Hemos Hecho”, los miembros del grupo hicieron un pacto “inquebrantable”: en los años venideros, aún cuando no tuviesen ninguna coordinación mutua, cada uno cumpliría una tarea necesaria para concretizar su intención transformadora. Así, mientras unos viajaron a El Salvador para adquirir destrezas en una situación real de combate, otros emprendieron hacia zonas rurales y urbanas de la costa y de la sierra para crear los fundamentos sociales requeridos por una eventual organización revolucionaria futura. Dado que Alejandro y Miriam fueron asesinados mientras hacían su “trabajo de masas”, Arturo quedó como el único miembro de aquel grupo que permaneció en el país. Su tarea consistía en buscar a las organizaciones clandestinas existentes en Ecuador e intentar convocarlas a la creación de un gran frente revolucionario. Y lo logró.

Arturo llegó a contactarse con militantes o ex militantes de organizaciones socialistas, comunistas, troskistas y cristianas. También mantuvo encuentros con: la organización comandada por Kléber Gía, que había secuestrado al industrial Antonio Briz; con los grupos de apoyo logístico al M19 que operaban en Ecuador; con algunas fracciones del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR); con “La O”, una organización que participó en el asalto al Consejo Provincial del Guayas en 1976; y con “los Chiribogas” que habían intentado crear un foco guerrillero a principios de los setenta. Estos acercamientos no habrían desembocado en nada nuevo si no hubiese sido por un factor que, con referencia a la coyuntura política ecuatoriana, devino en determinante. Aunque no contaba con nada parecido a una estructura organizativa consolidada, Arturo comenzó incrementar su capacidad de convocatoria y su legitimidad “porque hablaba con los hechos”. Ante innumerables pequeños grupos con intenciones beligerantes, su carta de presentación fue una acumulación de fuerza “en caliente”, es decir, la realización de acciones subversivas.

Así, para febrero de 1983, unos 60 ecuatorianos se reunieron en Esmeraldas para fundar el Frente Revolucionario del Pueblo Eloy Alfaro (FRPEA). Aunque Arturo Jarrín era apenas el responsable de la obtención de recursos económicos, ésta tarea afianzó su relación más directa con quienes estaban realmente dispuestos a conformar comandos de operación. Dado que reprodujo las versiones del accionar clandestino previo, el FRPEA no pasó de ser otro membrete más con existencia documental: una vez concluida esta “Primera Conferencia Nacional”, la mayoría de sus comandantes y militantes retornaron a hacer lo que habían hecho durante años, a saber, preparar las condiciones sociales para, algún día, develarse públicamente y operar militarmente. Por ello, durante los meses inmediatamente posteriores a la constitución del FRPEA, sus grupos permanecieron ubicados en zonas geográficas distintas, manteniéndose autónomos entre sí, sin lograr coordinación efectiva, recelando unos de otros e intentando sobrevivir cotidianamente. Pero este membrete bastó para canalizar un impulso contenido y disperso.

Atribuyéndose funciones que no le competían, Arturo Jarrín, acompañado por Fausto Basantes, comenzó a visibilizar la existencia del FRPEA mediante acciones que iban desde la incursión en una fábrica en huelga, pasando por la escritura de grafitos en las paredes de Quito y llegando a recuperaciones económicas todavía minúsculas. De esta forma, para agosto de 1983, se logró consolidar un grupo consistente de futuros mandos que ingresó al Museo Municipal de Guayaquil para recuperar las espadas de Eloy Alfaro. Desde ese entonces, y debido a la frase con la cual solían concluir sus pintas callejeras, la prensa comenzó a referirse a la existencia de un grupo denominado “Alfaro Vive Carajo”.

Un mes después, desde la clandestinidad, Arturo Jarrín, Mireya Cárdenas y Edgar Frías ofrecieron una rueda de prensa para anunciar la existencia de AVC. Los comandantes, las estructuras y los documentos iniciales del FRPEA comenzaron a quedar obsoletos y a desvanecerse. Sus militantes más interesados en la acción directa empezaron a aglutinarse en torno al liderazgo de quienes estaban conformándose como los dirigentes de una guerrilla cuyo nombre final lo definió la prensa.

En los años subsiguientes, asumiendo tácitamente que todos combatían en función de lograr el mismo objetivo político y militar, los alfaristas centraron sus esfuerzos en la planificación e implementación de acciones encaminadas a la consolidación de comandos urbanos y rurales operativos, opción ésta que habría de conducir posteriormente a la creación de una fuerza militar rural estratégica. Para no incurrir en las dilaciones del pasado, los alfaristas dejaron la definición de los detalles de su proyecto al curso de los acontecimientos. Dado que este principio fue interiorizado por la militancia como norma y no como excepción, Alfaro Vive devino en una organización que delimitaba su posición política conforme el comando central efectuaba pronunciamientos sobre los temas de la coyuntura ecuatoriana; que definía su proyecto revolucionario en los pocos momentos de coordinación y deliberación colectiva y que establecía su estrategia militar según los recursos existentes y los escenarios inmediatos previsibles. Este forma de proceder funcionó... porque contaba con un apoyo externo muy bueno.

Alfaro Vive Carajo no habría pasado de ser otra organización clandestina y efímera si no hubiese sido por las palabras y acciones de Febres Cordero. La fuerza de una guerrilla no está correlacionada con la cantidad de sus militantes ni, tampoco, con el poder de sus armas. Ni siquiera en el mejor de sus momentos, AVC pasó de ser una agrupación compuesta por más de dos o tres centenas de militantes con capacidad operativa permanente. Sin embargo, incluso en el peor de sus momentos, gracias a la prepotencia e imprudencia de León Febres Cordero, AVC parecía estar en todas partes y ser más grande de lo que era.

Como solía descubrirse cada vez que alguien caía preso o moría, sus filas estaban siendo alimentadas por personas provenientes de una gama muy amplia de sectores sociales. Tanto hacia adentro como hacia fuera de Alfaro Vive, los reveces experimentados comenzaron a generar un “efecto de demostración” que incitaba a otros ciudadanos a buscar los contactos pertinentes para introducirse en una organización aparentemente poderosa y sofisticada. Con sus declaraciones y sus acciones desmedidas, incluso desde antes de llegar a la Presidencia de la República, León Febres Cordero amplificó esa ilusión.

En la política o en la guerra, las ilusiones no son malas... salvo cuando los involucrados sucumben ante ellas. Por factores tan diversos como el carácter “compartimentado” de la información sobre el estado real de los aparatos, la precariedad de las instancias de coordinación estratégica o el precario adiestramiento en el análisis político, los militantes alfaristas perdieron de vista que sus acciones no estaban siendo respaldadas por un trabajo organizativo con capacidad de sustentar operaciones bélicas a largo plazo, por una propuesta política con posibilidades de sobrevivir a la muerte de sus comandantes o por una estructura organizativa inmune al caudillismo.

¿Cómo se organizaba internamente AVC?

La respuesta no es fácil. En teoría, según los documentos de la Primera Conferencia Nacional constitutiva del FRPEA, Alfaro Vive estuvo compuesto por estructuras diferenciables entre sí según sus facultades referentes a la toma de decisiones, su capacidad de dirección sobre otras estructuras y su función respecto a la implementación de líneas político-militares predefinidas. En este sentido, a la sazón de un tipo ideal con existencia sumamente precaria y esporádica, se podría decir que existían: una Dirección Nacional que involucraba a 11 miembros, entre los cuales se encontraban representantes de organizaciones sociales no clandestinas; un Comando Central que ejecutaba los lineamientos estratégicos de la Dirección Nacional que habían sido definidos en una Conferencia Nacional, evento éste que debía reunir a todos los militantes y colaboradores alfaristas; unos comandos político-militares que ejecutaban acciones militares y no militares en el ámbito urbano; y una fuerza militar rural cuyo máximo nivel de decisión táctica era el Estado Mayor.

Una vez que AVC devino en organización pública, empero, los acontecimientos convirtieron a la Conferencia Nacional y a la Dirección Nacional en espacios organizativos y deliberativos más virtuales que reales. También, el Comando Central atravesó por una situación similar: su consistencia interna no pudo ser reparada después de la muerte de Fausto, Hammet y Arturo.

También, en teoría, AVC basaba su funcionamiento en principios como la disciplina, la selectividad, la compartimentación, la clandestinidad, la unidad de mando y el mando único. Conforme aumentó la actividad pública de Alfaro Vive, todos estos principios fueron relajados y quebrantados. Entonces, por ejemplo, los vacíos en las instancias de dirección político-militar, creados por la muerte o el encarcelamiento de los comandantes más antiguos, fueron cubiertos por “cooptación”. Este método proporcionó capacidad decisoria a militantes bastante propensos a la acción bélica directa, pero poco aptos para percibir y admitir oportunamente cuán cercanos eran sus improvisados manifiestos coyunturales a los planteamientos socialdemócratas y neoliberales. Por otra parte, cuando los nuevos mandos carecían de la legitimidad proporcionada por el combate o por el carisma, se amplificaban las condiciones para el fraccionamiento interno de AVC. Así surgieron Montoneras Patria Libre, los alfaros de Cuenca y otros tantos “alfaros” regionales que hacían lo suyo con o sin aprobación del Comando Central de turno.

Lejos de ser meros accidentes, estas circunstancias expresaban las contradicciones inherentes a una organización subversiva que, cuando comenzó a crecer sin recurrir a la cantera de ex militantes de la izquierda, moldeó ideológicamente a sus nuevos combatientes utilizando las obras literarias clásicas del costumbrismo y del realismo social ecuatorianos; proporcionándoles libros sobre los testimonios de lucha en otros países latinoamericanos; relatándoles la historia de Eloy Alfaro, Carlos Concha y otros combatientes de nuestro pueblo; enviándolos a un viaje a Libia donde serían impactados por las verdades ocultas en el Libro Verde de Gadaffi o hablándoles de la “democracia en armas”, un proyecto que “Arturo sí entendía”.

¿Qué pretendía Alfaro Vive?

Cuando murió Arturo Jarrín, también desapareció el líder cuyo carisma lograba crear la apariencia de uniformidad en la heterogeneidad y de coherencia en el desacierto. Entonces, AVC adquirió tantas ideologías como autodeclarados comandantes existían. Entre los distintos grupos que reivindicaban sus prácticas como acciones alfaristas, uno logró apropiarse de la vocería pública desde 1986 hasta la dejación de las armas y en adelante. Se trataba de aquellos militantes que, a la mejor sazón de la política ecuatoriana, gustaban presentarse a sí mismos como los “auténticos” continuadores de la tarea iniciada por el “comando histórico”, como los “auténticos” entendidos en el significado de “la democracia en armas” o como los “auténticos” combatientes sin rezagos izquierdistas ni veleidades marxistas. Autenticidad era su palabra favorita. Para atribuirse esta cualidad, los “auténticos alfaristas” solían recurrir a argumentaciones imbuidas por una actitud mítica: en última instancia, la idoneidad de los nuevos mandos políticos o militares estaba sustentada en el pasado fundacional, en cualquiera de sus versiones imaginables.

Desde 1986 en adelante, después de ser cooptados o de cooptarse a sí mismos hacia posiciones directivas, los “auténticos” mandos justificaban “su línea” aduciendo que ellos sí participaron en la Primera Conferencia Nacional, que ellos sí estuvieron involucrados en las primeras recuperaciones bancarias o en la sustracción de las espadas, que ellos sí tuvieron oportunidades para discutir con el comando histórico sobre el proyecto alfarista o, por último, que ellos sí fueron designados como mandos por Arturo. Cuando eran interpelados por los militantes llanos sobre lo que quería hacer Alfaro Vive, los auténticos herederos del carisma y del mito solían recurrir a una respuesta estandarizada: “la democracia en armas”.

Para explicar el sentido de este supuesto proyecto político, los comandantes recurrían a frases bastante antojadizas que, en lugar de esclarecer las eventuales características de una propuesta de transformación social, constituían mecanismos de protección del discurso, de la identidad y del poder al interior de AVC. Haciendo una síntesis de las pautas organizadoras de estas maniobras de retórica, se podría decir que, para los auténticos alfaristas formados al calor del combate y al abrazo de la literatura, la ideología alfarista era un sistema asistemático e innovador de proposiciones (históricamente no novedosas) que pretendía (sin pretensión alguna) orientar la acción revolucionaria clarificando (sin especificar concretamente) los medios y los objetivos de la misma. A continuación, diseccionemos este trabalenguas en formas similares a las cuales era habitualmente enunciado.

El sistema asistemático: Alfaro Vive llegó a existir porque sus militantes estaban cansados de las ideologías que postergaban la acción revolucionaria en nombre de la revolución. Para el alfarista, las ideologías políticas eran “esquemas” abstractos e irremisiblemente condenados a estar desvinculados de la realidad. Por eso, para los militantes auténticos, AVC no tenía una ideología porque su pensamiento era virtuosamente inconcluso, flexible y realista.

Innovador pero no novedoso: los auténticos alfaristas solían decir que AVC compilaba los mejores anhelos y propuestas previamente plantadas durante la historia social ecuatoriana. En ese sentido, AVC no inventaba la rueda, solo la ponía en marcha. Sin embargo, simultáneamente, AVC era una organización político-militar significativamente diferente a sus homólogas previas. Esta organización había logrado hacer aquellas tareas históricas evidentes que otros no pudieron o no quisieron hacerlo.

Pretencioso sin pretensiones: Ante los múltiples “vacíos históricos” que acosaban al Ecuador, entre los cuales destacaba la ausencia de una conducción política coherente para el movimiento social, AVC se configuró como tal en función de señalar los grandes objetivos a lograrse y los procedimientos a utilizar. Empero, esto no significaba que AVC tuviese la pretensión de convertirse en regulador de las prácticas políticas colectivas. Es decir, la propuesta de conducción político-militar alfarista, al asumirse así misma como una más entre otras tantas posibles, no aspiró nunca a erigirse en única o exclusiva.

Clarificador sin clarificar: los “auténticos alfaristas” consideraban que el papel dirigente de AVC habría de limitarse al señalamiento oportuno de los “grandes derroteros” a seguir. Para aquellos, la ausencia de señalamientos para insinuar, aunque sea tentativamente, cómo habrían de concretizarse dichas tareas, constituía una virtud de Alfaro Vive, una expresión de un espíritu democrático. Se argumentaba que, para que el pensamiento y la práctica alfaristas no fuesen reducidos a los caminos preconcebidos, se debía dejar la efectivización de las tareas históricas a la creatividad propia de las fuerzas sociales. De ahí que, por ejemplo, AVC intentó transferir a los combatientes ecuatorianos del Batallón América hacia un Ejército Popular que habría de asentarse en nuestro territorio... todo esto sin especificar, sugerir o insinuar si esta nueva estructura operaría en un frente o en varios, moviéndose en columnas o en guerrillas, desplazándose en los campos o asediando las ciudades. Esto “lo definiría el pueblo”, era la respuesta auténtica.

Los epitafios para una utopía abandonada

Para 1988, AVC ya había sido derrotado como organización insurgente. Su fracaso no tenía que ver con los pocos militantes o armas. En estricto sentido, una derrota no se define por la aniquilación de las fuerzas combatientes sino por la incapacidad de éstas para continuar con una acción bélica autónoma. Como suele mencionarse en las paráfrasis a las obras de Clausewitz, Sun Tzu o Mao, esta incapacidad emana cuando la guerra no es la continuación de la política por otros medios... ¡¡de cualquier política!! Y esto le pasó a AVC. Una vez en manos de sus “auténticos” comandantes y militantes, AVC llevó sus contradicciones al extremo, imaginándose que el simbolismo político era expresión de la existencia de un proyecto político. Por eso, durante el gobierno de Rodrigo Borja, los voceros públicos de AVC incurrieron en las ocurrencias más estrambóticas en sus intentos por justificar sus acciones en tiempos de “la democracia desarmada”. Recordemos algunos ejemplos... incluyendo, ahora sí, algunas “revelaciones”.

La dejación de las armas no emergió como una decisión de toda la militancia alfarista. Aquella comenzó a fraguarse mediante contactos informales entre los futuros miembros del gabinete socialdemócrata y los auténticos alfaristas encarcelados en Quito y Guayaquil. Por ello, éstos debieron recurrir a múltiples sofismas para desenvolverse en la incómoda situación. Utilizando la amenaza de reiniciar acciones beligerantes, los auténticos comandantes intentaron mantener algún nivel de control sobre los militantes clandestinos que todavía perseveraban en sus pretensiones revolucionarias y, también, intentaron negociar soluciones individuales relativamente satisfactorias y rentables con el gobierno de Borja.

En ese contexto, a mediados de 1989, se inscribe aquella frase según la cual “cuando Febres Cordero entregue sus armas, nosotros entregaremos las nuestras”, una declaración francamente falaz si se considera que, según los documentos de la última conferencia nacional clandestina, AVC no disponía de una sola arma en 1987. Empero, haya o no tenido AVC las armas entregadas en una ceremonia pública en la Plaza de San Francisco, lo importante fue “el gesto”, como declaró otro auténtico comandante. Ciertamente, las implicaciones de este simbolismo pueden ser apreciadas en dos dimensiones.

La dejación de las armas refrendó la estabilidad del orden vigente al ratificar el monopolio de la violencia legítima en manos del Estado. Por primera vez en la historia moderna de las organizaciones clandestinas ecuatorianas, la clase política pudo presentar a la desarticulación de un intento subversivo como consecuencia de las supuestas virtudes del convivir republicano en nuestro país, una “isla de paz”. Este tamaño favor le hicieron los auténticos ex guerrilleros a una democracia oligárquica.

A su vez, y al menos por unos cuantos meses, la dejación de las armas les permitió a los caudillos de AVC mantenerse en la escena política nacional protagonizando el momento, por efímero que éste fuese. Por aquel entonces, con la audacia característica de quienes aspiran a convertirse en diputados aprovechando el capital mediático acumulado en el pasado, los auténticos alfaristas prometieron seguir siendo los mismos de siempre porque “la ausencia de armas no le quita al movimiento su carácter subversivo”. A tal efecto, en un infructuoso intento por iniciar carreras políticas creando su propio partido, el 1ro. de mayo de 1989 aquellos desfilaron por las calles de Quito cubriéndose los rostros con pañuelos al estilo “subversivo”. También establecieron la “Casa del Militante”, una instalación abierta al público en la cual los viejos y nuevos alfaristas usaban terminología militar, cocinaban el rancho y utilizaban nombres en clave. Y, a todos estos simbolismos, se los denominaba “proyecto político”.

Con el transcurso de los meses, los auténticos alfaristas desaparecieron de la escena pública. Su innovador movimiento o partido nunca llegó a concretizarse. Ninguno de los históricos personajes logró convertirse en un organizador social destacado, en un líder de opinión o en un político exitoso. Y esto era previsible. Con o sin las armas, los caudillos de AVC no tuvieron una propuesta política contestataria y coherente. Una transformación social significativa, ¿podría haber sido engendrada por quienes, durante la huelga nacional de noviembre de 1988, sostuvieron que “la huelga se origina de la frustración... Tiene más un sentido negativo que positivo... hay que superar la huelga por medio de una concertación social encaminada a la búsqueda de transformaciones... no decimos que los obreros ganen cien mil, sabemos que estamos en un país donde hay que administrar la pobreza”?

De frases como éstas se podría decir mucho. Por ejemplo, aquellas reflejan un magistral desatino político pues, aun cuando se considere que la huelga debe ser superada como forma de protesta social, formular apreciaciones de esa índole es simplemente torpe, especialmente cuando los trabajadores efectúan su acción por considerar cerrada toda posibilidad de concertación. Por paradójico que parezca, aquella frase según la cual “estamos en un país donde hay que administrar la pobreza” reproduce exactamente el sentido de las políticas de ajuste estructural propiciadas por las instituciones multilaterales en beneficio de los tenedores de deuda criollos y extranjeros. La administración de la pobreza es una proposición de la ideología neoliberal formulada para desanimar cualquier modificación en la distribución del ingreso favorable a los sectores populares. En nuestros países, con o sin las armas, el objetivo de la acción colectiva debería ser “la administración de la riqueza”. Pero estas sutilezas conceptuales y políticas, jamás las entendieron los auténticos alfaristas.

La democracia como problema y demanda

Aunque los trabalenguas retóricos emergieron después de la muerte de Arturo Jarrín, el problema de fondo era otro y traspasaba los confines de Alfaro Vive y sus militantes. En Ecuador, la democracia surgió de una transición autoritaria, controlada y excluyente. Por ello, los comandantes históricos percibieron que actuaban en un país en el cual la modernización económica y política había sido coartada por el comportamiento de los empresarios monopólicos, por la precariedad de los sustentos societales para las nuevas formas estatales y por la ausencia de organizaciones contestatarias con vocación y capacidad hegemónicas.

Aunque no siempre pudieron reconocer el sentido implícito en sus propias propuestas, las proclamas alfaristas contenían alusiones en las cuales se reclamaba por el respeto al Estado de Derecho, por la sujeción de los gobernantes a las funciones prescritas para ellos en la Constitución, por la eliminación de la competencia económica “desleal” y por la construcción de una verdadera nación para todos y por todos. Sin percibir las potenciales implicaciones de sus palabras, los comandantes históricos estaban creando una organización que recurría a las armas para objetivos políticos susceptibles de ser alcanzados sin su utilización, a saber, el perfeccionamiento de la democracia como régimen basado en valores y procedimientos mínimamente liberales. En este sentido, la democracia era un anhelo inconcluso.

Pero también era un problema. En Ecuador, el retorno a la democracia no logró crear un sistema político con capacidad para responder a las necesidades materiales y simbólicas de los distintos grupos sociales existentes. Para conformar una nación, AVC intentó “recuperar” e incorporar en su proceder a aquellos elementos históricos y culturales considerados por la militancia alfarista como compartidos o asumibles por todo “el pueblo” sin distinción de clase social u ocupación laboral. Esto implicó, entre otras cosas, una simbología y un discurso insurgentes que reivindicaban los estándares patrios, el himno nacional y otros elementos similares por cuya intermediación la patria se vive y se piensa.

Para crear esa nación y mantenerla unificada en la lucha en contra de la oligarquía, Alfaro Vive no dirigió sus interpelaciones solo a los trabajadores. En su discurso y en su accionar, se observaba un interés por incorporar a los marginales, los jóvenes, las mujeres, los negros, los montubios, los indígenas o cualquier otro grupo periférico en el orden hegemónico. Por ello, en las hojas volantes, en las ruedas de prensa o en cualquier otro dispositivo de comunicación, se introducían expresiones lingüísticas derivadas del quichua, de las cobas juveniles o de los dialectos regionales.

En el ámbito de lo económico, Alfaro Vive tenía una propuesta muy cercana a las versiones de la teoría de la dependencia más digeribles y populares a fines de los setenta. En uno de los documentos más explícitos al respecto, poco utilizado para la formación ideológica posterior de los nuevos militantes, se sostenía que Ecuador era un país con una economía dependiente en la cual persistían relaciones precapitalistas a causa de la existencia de un “régimen oligárquico”. En una de sus interpretaciones posibles, ésta categoría designaba a una situación en la cual el contubernio entre la oligarquía y el imperialismo facilitaba una extracción permanente de excedentes, sea a través de la desigualdad en los términos de intercambio internacional o sea a través de una ausencia total de control al capital extranjero y/o monopólico.

Frente a este diagnóstico, entre otras cosas, aquel documento proponía constituir un gobierno popular que “acabe o condicione” la existencia de monopolios; que trabaje por un orden económico internacional donde los acuerdos igualitarios sean la base del intercambio; que declare impagable la deuda externa; que transforme el aparato productivo reorganizando el sistema financiero nacional y democratizando el crédito; y que proteja a los auténticos productores, sean estos pequeños o grandes.

También, con el término “régimen oligárquico”, se designaba a una característica inherente al Estado ecuatoriano desde la muerte de Eloy Alfaro, a saber, el aparato estatal permite que prevalezcan los intereses de la oligarquía incluso cuando ésta no tiene un control directo del poder ejecutivo o del poder legislativo.

Si bien sus distintas proposiciones eran eventualmente contradictorias entre sí, pues reflejaban las tensiones inherentes a una exploración intelectual donde las formulaciones marxistas estaban siendo alimentadas con otras vertientes de pensamiento contestatario, aquel documento reflejaba un genuino esfuerzo por aprehender con precisión las características más fundamentales y seculares de los procesos económicos y políticos ecuatorianos; sobra decir, éste esfuerzo era efectuado con miras a derivar un planteamiento político y militar verdaderamente estratégico. Empero, este texto fue archivado en el olvido y sustituido por documentos con una consistencia observable en cualquier proclama capaz de captar la atención.... pero inadecuada para objetivos más sofisticados. Por ejemplo, en 1985, en una nueva versión del “Mientras Haya que Hacer, Nada Hemos Hecho” atribuida a Arturo Jarrín, Alfaro Vive Carajo sostenía lo siguiente:

- “AVC quiere aportar con algo fundamental que las experiencias de los pueblos de América Latina y de nuestra patria nos han enseñado: la fuerza que dan las armas”

- “AVC es una forma de expresión organizada de los objetivos políticos y la aspiración histórica del pueblo ecuatoriano: democracia, justicia social, independencia económica, soberanía nacional”

- “Somos antioligárquicos, antiimperialistas por necesidad histórica; somos demócratas por vocación de que el pueblo debe ejercer el poder; somos nacionalistas por mandato de la patria; somos unitarios por convencimiento de la necesidad de unir todas las fuerzas para derrocar a la oligarquía”

Esta clase de textos quedaron como legado para orientar la acción de los nuevos militantes y mandos alfaristas. Aquellos decían todo lo necesario para empuñar las armas, pero nada de lo imprescindible para mantenerlas como instrumentos de un proyecto colectivo.

Para concluir, volvamos al principio

Por fortuna, la periodista interesada en el libro “AVC, revelaciones y reflexiones sobre una guerrilla inconclusa” prefirió elaborar su reportaje utilizando las palabras e imágenes de quienes demandaban nuevos juicios contra Febres Cordero. Gracias a esta decisión, efectuada posiblemente para conformar un mensaje con connotaciones dramáticas y sin aburridos análisis, me evité herir las sensibilidades de viejos alfaristas a quienes respeto por no haber solicitado ni recibido favores para la dejación de las armas. No obstante, aún a riesgo de deshacer el cómodo silencio generado por ese oportuno recorte editorial, me gustaría acotar lo siguiente.

Sin duda alguna, el dolor por los hijos, esposos, hermanos y amigos perdidos permanece y merece reparación. Empero, una vez más, las acciones públicas altamente simbólicas podrían no rendir ningún fruto duradero. Como ex militante que no se reclamó ni se reclama como auténtico, también comparto el dolor... pero con un matiz diferente.

Me duele que los ecuatorianos conozcan o recuerden a Alfaro Vive Carajo a través de prácticas que, a lo sumo, podían generar indignación por un pasado de difuntos y no por un presente de moribundos. Desde el deceso de los comandantes y militantes de una guerrilla inconclusa, la violencia emanada de las características del sistema económico imperante ha cobrado innumerables vidas... tantas cuyos nombres ni siquiera pueden ser evocados porque no hacen noticia y son anónimos.

Por respeto a quienes sucumbieron ante el terrorismo económico y político orquestado desde una democracia de patrones y clientes, León Febres Cordero no debería ser juzgado por la eliminación de unos cuantos guerrilleros. Este personaje merece ser procesado, condenado y castigado por su conducta durante los últimos 22 años. Gracias a las pequeñas o grandes manifestaciones de su omnipresente poder, él ha logrado consolidar un país donde los pobres son estadísticas sin ningún futuro.

Bajo ciertas condiciones y enmarcada en una propuesta de transformación social, la memoria podría ser un recurso contundente para la acción colectiva. Y esto es lo que deberían tener en cuenta quienes alguna vez tomaron las armas en actitud irreverente frente a la complacencia de la izquierda y al regocijo de la derecha.

A quienes la muerte les evitó la vergüenza de convertirse en voceros de la incoherencia, no se los honra recordando el pasado de lágrimas y dolores de unos pocos. En un país que se desarticula día tras día por la voracidad rentista de los empresarios, por la corrupción de los políticos o por la injerencia del Banco Mundial, ¡¡¿¿ A quién carajo le importa eso ??¡¡

El olvido es un recurso de poder. Por eso, cuando admiten la existencia histórica de AVC, la televisión y la prensa prefieren difundir reportajes centrados en las vivencias subjetivas de los entonces jóvenes insurgentes, convirtiendo a sus acciones, palabras o pensamientos en hechos con poca o ninguna relación con el país que existía y que persiste todavía. Confinar a AVC a este ámbito de significado es, simplemente, hacerle el juego a los artífices del recuerdo admisible y tolerable.

Siendo así, y aunque sea para incomodar a los dispositivos hegemónicos para la producción de olvido, deberíamos recordar aquello que, a pesar de nuestras infranqueables diferencias ideológicas, sí alimentó a quienes participamos en Alfaro Vive: la lucha por la vida y contra todas las estructuras, procesos y agentes que la coartan. En Ecuador, para incitar memorias y actitudes rebeldes, hablemos sobre lo que pasa y no sobre lo que nos pasó.