Manuel Marulanda Vélez, una obra viva

MANUEL MARULANDA VÉLEZ, UNA OBRA VIVA

Este 26 de marzo se cumple el sexto aniversario de la muerte del Comandante y Camarada Manuel Marulanda Vélez. Por causas naturales, próximo a cumplir 78 años de vida, tras 60 años de rebelión incesante, el invicto jefe guerrillero cruzó la puerta a la inmortalidad, dejando para la historia la huella indeleble de su obra. Seis años después, las FARC-EP rendimos homenaje perenne a su memoria y reiteramos en su nombre nuestro juramento de vencer.

En 1964, al calor de la operación militar contra la colonia agrícola de Marquetalia, en el sur del Tolima, el gobierno de los Estados Unidos apresuraba el escalamiento de su presencia militar en Vietnam, mientras incidía en la masacre de más de medio millón de indonesios acusados de comunistas, atentaba de mil formas contra la revolución cubana y hacía de las suyas en la República Dominicana. Hoy ese mismo poder mueve sus hilos con miras a derrocar al Presidente Nicolás Maduro en Venezuela, tras haber participado en los golpes de Estado contra los gobiernos legítimos de Honduras y Paraguay, haber destrozado a Libia, sometido a Siria a la más despiadada desestabilización y contribuido recién a defenestrar el gobierno de Ucrania.

Ese imperialismo, al que muchos de sus pensadores a su sueldo consideran no existente, continúa interviniendo y hundiendo sus garras en nuestro país, estableciendo innumerables bases militares, definiendo las políticas económicas y sociales a aplicar por los gobiernos de turno, imponiendo las indiscriminadas fumigaciones aéreas contra los cultivos de uso ilícito, y tomando parte activa en el conflicto interno, diseñando estrategias y planes de guerra, dirigiendo su ejecución, haciendo parte de operaciones militares y policiales, incorporando prácticas ilegales de inteligencia y seguimiento, y hasta fijando parámetros amenazantes para los diálogos por la solución política entre gobierno e insurgencia. Siempre con el aplauso de la oligarquía gobernante.

Esa oligarquía, atrapada entre la sumisa obligación de garantizar el flujo de recursos y ganancias al capital transnacional, y su afán por incrementar la riqueza de los grandes monopolios financieros e industriales del país, al tiempo que acelerar la concentración de la propiedad rural y generar beneficios cada vez mayores a los empresarios, no escapa a contradicciones internas que parecieran a veces dividirla. Pero esta impresión se desvanece en cuanto afloran su identificación plena con las soluciones violentas y de guerra contra el pueblo, y su inveterada sumisión a la voluntad de Norteamérica. La mejor prueba de ello se halla en la agria disputa entre los tres últimos Presidentes colombianos, inspirada en cuál de ellos ha hecho más por la inversión extranjera, a la vez que ordenado la muerte de más compatriotas durante su gobierno.

En 1948, cuando después del 9 de abril, el por entonces muchacho Pedro Antonio Marín se vio forzado a sumarse a las guerrillas liberales del Quindío, se desencadenaba en Colombia una agresión oficial masiva contra las clases y sectores políticos que se identificaban de algún modo con los ideales de cambio y restauración defendidos por el asesinado dirigente liberal Jorge Eliécer Gaitán. Chulavitas y pájaros se ensañaban contra la humilde población que se había atrevido a levantarse tras el crimen de su caudillo, dejándoles tan solo la alternativa de alzarse en armas o perecer. La hecatombe no resultaba ajena a la política de seguridad de los Estados Unidos, que había propuesto en Bogotá la creación de la OEA, con el único propósito de que todos los gobiernos del continente se unieran para impedir la penetración comunista.

En la fanatizada mente de los estrategas norteamericanos, comunistas significaba los enemigos de la democracia y la libertad, y estaban encarnados por todas aquellas fuerzas que clamaban por reforma agraria, soberanía nacional, participación política y justicia social. Se trataba de enemigos internos, supuestos infiltrados de la órbita soviética a los que había que exterminar cuanto antes. Nuestra patria, por entonces en manos de devotos del franquismo, se convirtió en campo de experimentación de esa enfermiza doctrina, lo cual habría de significar la ola de sangre, muerte y horror conocida simplemente como La Violencia, que la misma oligarquía colombiana quiso después sepultar en el olvido con sucesivas amnistías y perdones.

Fueron las circunstancias y pormenores de semejante atrocidad las que condujeron a la creación de las regiones de colonización agraria, que los senadores Víctor Mosquera Chaux y Álvaro Gómez Hurtado acusarían rabiosamente de repúblicas independientes en los años sesenta, prestando un incondicional servicio a las teorías y prácticas contrainsurgentes en boga en el Pentágono. Los campos de Colombia terminaron asediados por un Ejército Nacional vergonzosamente orgulloso de haber tomado parte en la guerra contra Corea, y convencido de que perseguía y exterminaba los mismos enemigos que por órdenes de los Estados Unidos combatió en Asia.

De nuevo Manuel Marulanda se vio obligado a empuñar las armas. Esta vez en compañía de un puñado de campesinos que se le unieron en el propósito de alcanzar el poder para el pueblo, con el fin de terminar para siempre con la violencia, en un nuevo país en el que el bienestar de la población estuviera por encima de cualquier otra aspiración. Hasta su muerte, 44 años después, trabajó por conformar un pequeño núcleo de ejército de la más pura esencia popular, consciente, disciplinado y combativo, que a la par con el incremento de la organización y la movilización políticas de la mayoría inconforme del pueblo colombiano, terminara por arrebatar el poder a la oligarquía, bien fuera por obra de una insurrección armada triunfante o la victoria democrática de ese mismo pueblo, tras lograr por vía del diálogo la paz y las reformas democráticas que garantizaran su ejercicio político con plenas garantías.

Fieles a su pensamiento, las FARC-EP trabajamos hoy con todo empeño en la concreción de la salida política al conflicto armado, con el presupuesto de que los Acuerdos finales del proceso de diálogos de La Habana expresen las garantías plenas para el ejercicio político, tanto de nuestra organización, como del movimiento social y político de oposición. Ello impone necesariamente transformaciones profundas en campos que la oligarquía dominante considera intocables, lo cual indica la necesidad de que las grandes mayorías nacionales se pronuncien decididamente por ellos. Que los enormes aparatos represivos al servicio de la doctrina de terror norteamericana, afectados además por la venalidad y la garantía de su impunidad, representan obstáculos insalvables para la paz, está claro sólo con ver su radical oposición a las zonas de reserva campesina a las que desde ya consideran como nuevas repúblicas independientes.

Igual podría pensarse de las políticas sobre cultivos ilícitos, enmarcadas de modo inamovible, por encima de las manifestaciones públicas del propio Presidente, dentro de los parámetros de la guerra contra las drogas decretada por Washington. Nuestro optimismo sin embargo no decae, pese a las reiteradas declaraciones oficiales que anuncian límites absolutos a los temas en discusión expresados en los Acuerdos de La Habana. Consideramos natural que la oligarquía se muestre dura a la hora de considerar las reformas que requiere la patria. Las conclusiones definitivas surgirán de los debates, la movilización y la lucha de nuestro pueblo en las calles y demás escenarios de expresión. Creemos incluso que los resultados electorales del pasado 9 de marzo son reflejo de la real condición de la democracia colombiana, un régimen abiertamente excluyente, gangrenado por la corrupción y el clientelismo, diseñado para eternizar los partidos políticos en el poder, mientras tritura las fuerzas democráticas de oposición.

Como intérpretes del mismo sentimiento nacional de inconformidad que encabezara Manuel Marulanda Vélez, las FARC-EP reconocemos la necesidad de replantear en profundidad el régimen constitucional vigente. En nuestra opinión un verdadero tratado de paz solamente puede tomar cuerpo en un entramado constitucional nuevo, nacido de la más amplia participación democrática, incluidas las fuerzas alzadas hoy en armas, lo cual debiera quedar consagrado en el Acuerdo Final de la Mesa de Conversaciones. Que las fuerzas extremistas de la derecha, responsables de los peores crímenes de la historia nacional, gozando de todos los derechos que les confiere la impunidad penal vigente, se unan y organicen alrededor de la solución militar y la guerra infinita, no significa que la paz y los anhelos populares sean imposibles. El pueblo colombiano, que conoce su historia de desafueros y horror, terminará por cerrarles el paso.

Las FARC-EP mantendremos siempre vivo el recuerdo de Manuel Marulanda Vélez, trabajando por materializar esa línea de pensamiento que expresó sabia y sencillamente en las palabras finales de su último documento conocido, fechado el 21 de marzo de 2008: “No siendo otro el motivo de la presente, me despido de Ustedes con un fuerte abrazo revolucionario y bolivariano, a la espera de que podamos responder con éxito al clamor nacional en campos y centros urbanos en la lucha por la paz con justicia social y soberanía, utilizando la acción de masas en sus diversas modalidades”.

¡HEMOS JURADO VENCER!… ¡Y VENCEREMOS!

SECRETARIADO DEL ESTADO MAYOR CENTRAL DE LAS FARC-EP

Montañas de Colombia, 26 de marzo de 2014.