LA REVOLUCIÓN VERDADERA, LA VIOLENCIA Y EL FATALISMO GEO-POLÍTICO*
Un camino distinto al de la sumisa aceptación de la «revolución permitida» –que no es revolución sino en la falaz teoría de los imperialistas– implica un cambio substancial en la actitud de individuos y grupos y conlleva, en primer término, a la liberación de cada cual.
Lo principal está en comprender exactamente los problemas del país, su esencia y sus causas. Luego, la magnitud de los intereses en pugna y la conducta de cada clase social frente al conjunto. El análisis completo de la situación general más el examen detallado de la correlación de fuerzas en lo nacional y lo internacional, determina las características y posibilidades de una revolución verdadera, sin más limitaciones que las que imponen las realidades objetivas y sin más restricciones que las que corresponden a un proceso difícil frente a un enemigo relativamente poderoso.
En la medida de que la necesidad de la revolución se aclara ante los diversos sectores nacionales y aparece en toda su nitidez y, en la medida también de que el pueblo y su vanguardia revolucionaria se lanzan a la lucha definitiva –como ha ocurrido en Venezuela y otros países de estructura [55] similar– los imperialistas y demás clases reaccionarias se apresuran a tomar todas las posiciones correspondientes para mantener su dominación y atemorizar, con la práctica, de la amenaza y los hechos de fuerza, a los grupos y clases que aun comprendiendo aquella necesidad no se atreven a arriesgar lo que ya han conquistado, a poner en peligro sus intereses en una lucha que, mirada superficialmente, luciría como aventura.
Las recientes declaraciones del presidente Johnson al inicio de la crisis dominicana, anunciando que el gobierno de Estados Unidos no permitirá la aparición de «una nueva Cuba» en el continente; la resolución de la Cámara de Representantes norteamericana de apoyar cualquier intervención militar de su país en América Latina; el incremento de la guerra en Viet-Nam y todas las manifestaciones en igual sentido, como la proposición de crear una Fuerza Militar Interamericana, constituyen importantes expresiones de una línea política, que además de ser el único medio para conservar el dominio colonial, está dirigida a la atemorización colectiva y a robustecer, en el seno de los pueblos, los inmensos riesgos, sacrificios y dificultades a que debe enfrentarse la verdadera lucha revolucionaria.
Y por otra parte, no se detienen, como no se detendrán en la utilización de su poderío militar, en crear un clima artificial de facilidades para presentar ante los grupos y clases vacilantes un camino menos riesgoso e inseguro que a la larga satisfaga sus intereses.
Con motivo de la celebración de último aniversario de la Alianza para el Progreso, después de la intervención militar en Santo Domingo para aplastar un movimiento democrático, el presidente Johnson dijo:
«La revolución social democrática es la alternativa –la única alternativa– al derramamiento de sangre, la destrucción y la tiranía. Pues el pasado es pasado. Y los que luchan por preservarlo se suman sin saberlo a las filas de sus propios destructores».
¿Pero quiénes son los que se oponen a la revolución social democrática en la República Dominicana, Venezuela, Perú, Guatemala, Brasil, en el mundo, siendo la única alternativa? ¿Quiénes sino las propias tropas norteamericanas incrementan «el derramamiento de sangre, la destrucción y la tiranía en Viet Nam»? ¿Quiénes sino el gobierno norteamericano, luchan por preservar el pasado y ensangrentar nuestro país y todo el continente americano? [56]
Las palabras del Presidente Johnson, y las del señor Kennedy; las del representante venezolano en la OEA, a propósito de la Conferencia Tricontinental, como las de todos los imperialistas y sus sirvientes, que se contradicen con los hechos (ocupación militar de Santo Domingo, resolución de la Cámara de Representantes, &c.) tienen un carácter claro, preciso. Son como las utilizadas por algún padre bravucón que con un rejo en la mano dice al hijo travieso: «si no te estás quieto, ¡te pego!»
La combinación de las palabras y los hechos, como expresión de una sola política, por parte de los imperialistas, sus ideólogos y lacayos, no ha dejado de darles buenos resultados. Por su medio han logrado mediatizar a importantes sectores de los pueblos colonizados, como el nuestro, para los cuales la liberación nacional es el camino de su propia liberación económica y social, pues abre al país inmensas perspectivas de desarrollo dentro del cual las clases hoy explotadas por el imperialismo y la oligarquía, tienen campo propicio para el incremento del trabajo productivo.
En Venezuela, ya lo expresamos, pocos discuten la necesidad de una transformación revolucionaria para poner fin al actual estado de subdesarrollo, atraso y miseria. El amigo y viejo compañero a quien me he venido refiriendo, está consciente de esa necesidad, como lo están muchos de los que, incluso dentro de la clase obrera, piensan de la misma manera. El problema existe cuando se consideran las vías para lograr dicha transformación revolucionaria. Es entonces cuando surgen dudas y posiciones discrepantes: de un lado quienes creen –como mi amigo– que hay todavía posibilidades de conquistar la liberación nacional por la vía del sufragio, de la sola lucha pacífica de masas, de las reformas progresivas; y del otro quienes –como yo– creen que tal conquista sólo es posible a través de la insurrección popular, consecuencia de la correcta combinación de todas las formas de lucha, dentro de una exacta concepción de la Guerra del Pueblo.
Son, pues, dos los campos en que están divididos los sectores y clases progresistas del país, como también dos los campos en que se comparte la totalidad de la sociedad venezolana. Y los cuales, en uno u otro terreno, se irán definiendo más nítidamente al profundizarse la toma de conciencia por parte del pueblo y sus aliados en la presente etapa histórica, en la que la revolución liberadora es la alternativa nacional.
Los sectores y clases progresistas, como a los que pertenece mi amigo, actualmente ubicados en el campo del reformismo o de la «revolución [57] permitida», carecen de una clara mentalidad de Poder; de lo que significa, en su propia esencia, la conquista del Poder Político como instrumento de lucha entre las clases ascendentes, asfixiadas en forma transitoria, y las clases retrógradas, conservadoras, cuyo dominio es también de carácter transitorio. Muchos de los que hoy estamos en la vanguardia revolucionaria, y yo principalmente, tuvimos una posición similar a la de aquellos sectores. No teníamos concepción de Poder el 23 de enero de 1958, ni en julio y septiembre del mismo año. Para mí la democracia representativa, entonces, era lo mismo que lo es hoy para mi amigo. Yo, afortunadamente, me liberé del reformismo para convertirme en revolucionario verdadero. He tomado conciencia y sobre todo, una clara mentalidad de Poder. Igual proceso se ha cumplido en muchos otros; en unos antes y en otros después que yo, como consecuencia de realidades objetivas que la intensa propaganda imperialista no ha sido capaz de ocultar.
Abandonar el campo reformista y tomar el revolucionarlo significa decidirse a luchar sin temor alguno, tener seguridad de la victoria y desafiar, cual David, al gigantesco poderío reaccionario, como lo han hecho todos los verdaderos revolucionarios de la historia, incluso los revolucionarios burgueses. En esta conversión juega importante papel la mentalidad de Poder, ya que la conquista de él es la finalidad de todo movimiento político. Las clases hoy reaccionarias, que ayer fueron revolucionarias, son lo que son y fueron lo que fueron, precisamente por su mentalidad de Poder. La tuvieron para conquistarlo a través de la guerra (en Venezuela contra el coloniaje español) y la tienen para tratar de conservarlo, también a través de la guerra. Ayer triunfaron porque eran fuerzas nuevas, nacientes de la sociedad, tenían a su lado el apoyo invencible del pueblo (pardos, llaneros y montañeses ofrendaron sus vidas) y representaban el camino de la independencia; pero ahora serán derrotadas –irremisiblemente vencidas– «porque están divorciadas del pueblo; no importa cuan fuertes aparezcan por el momento, están condenadas al fracaso».
El ejercicio del Poder Político es determinante, definitivo en la sociedad. La política no se practica sino a través del Poder, ya sea ésta revolucionaria o reaccionaria, que es en las dos mitades en que ella se divide. En cada etapa histórica hay revolucionarios y reaccionarios; un grueso sector en el medio, sin conciencia propia, vacila a uno y otro lado y se va reduciendo a medida que se desarrolla la toma de conciencia, como producto de la lucha antagónica y los intereses de clase. Pero al principio [58] de todo proceso revolucionario, el sector intermedio bajo la influencia directa de las clases en el Poder –las clases reaccionarias– hace el juego a éstas, aun cuando trata de salirse de su opresión. No obstante, poco a poco, van tomando conciencia y mentalidad de Poder; se producen importantes desprendimientos que engrosan las filas revolucionarias.
En el campo general de la política esto es lo que ocurre con el imperialismo y sus lacayos, que cada día ven reducida su base de sustentación. Después de la Segunda Guerra Mundial el proceso se ha acelerado; el poderío del Campo Socialista ha aumentado grandemente. Han venido desarrollándose revoluciones contra los imperialistas y sus lacayos en vastas regiones de Asia, África y América Latina y las dos terceras partes de la humanidad se han liberado y viven al margen del dominio reaccionario. Esto hace posible, hoy en mejores condiciones que ayer, el avance y la victoria revolucionarios de los pueblos subyugados, como Venezuela, aun cuando estén en el área geográfica más inmediata del coloso norteño, y como Cuba, que ya liberada, realiza su revolución socialista a sólo 90 millas del mismo.
La liberación de los pueblos colonizados y dependientes está fortalecida por estos hechos. Ya el imperialismo, a pesar de todo su poderío, no es la misma fuerza que era hace veinte años. Su base de sustentación ha venido sufriendo un progresivo descalabro y frente a él se yergue un mundo distinto, en franco ascenso, formidable barrera que en lo político y lo militar, contribuye a atemperar y frustrar, según el caso, la furia del gendarme. Además, en el propio campo imperialista existen extraordinarias contradicciones que restan un tanto de libertad a la acción despiadada y hacen que los imperialistas no puedan desbordarse a sus anchas. La situación mundial es cada vez más favorable al progreso de los pueblos. Al lado de la conciencia y decisión que se opera en cada uno de ellos para sacudir las cadenas del colonialismo y la opresión; todo un conjunto de realidades convierte la causa revolucionaria en empresa invencible, con el apoyo moral y material de todos los países amantes del progreso y la paz. Los pueblos colonizados, oprimidos, mediatizados en el ejercicio de su soberanía y desarrollo no se encuentran solos. Su lucha no constituye una causa aislada sólo a expensas de sus propios medios y recursos. Así como existe un campo reaccionario mundial, donde los opresores se dan las manos, se apoyan mutuamente y mueven sus fuerzas integrales en torno a la conservación de su dominio; hay un campo revolucionario [59] mundial, donde los pueblos hacen efectiva la solidaridad militante. Esta circunstancia, la de las nuevas realidades del mundo, explica elocuentemente la razón de la derrota imperialista en Viet-Nam, donde 400.000 efectivos de las Fuerzas Armadas norteamericanas de aire mar y tierra no han podido siquiera aminorar el empuje victorioso del movimiento guerrillero, convertido en Guerra del Pueblo; porque los 40.000 efectivos militares desembarcados en Santo Domingo, ante el repudio universal, fueron incapaces de reponer en el gobierno a los gorilas de Wessin Wessin e Imbert Barrera; y porque el bloqueo imperialista contra Cuba –uno de los más enérgicos impuestos en la presente época– no ha podido surtir los efectos previstos por el Pentágono y el Departamento de Estado yanquis.
Ningún pueblo en proceso de liberación puede ser contemplado librando una lucha aislada; donde dos fuerzas o dos ejércitos beligerantes, como un conejo y un tigre, combaten ante la mirada impasible de los demás. Creerlo así sería un grave error que conduciría al oportunismo y la resignación. La lucha revolucionaria de hoy –así tenemos que verla– es una lucha de todas las fuerzas progresistas del mundo, de carácter complementaria, que se extiende y consolida, como unidad dialéctica, en una situación de gran auge popular y donde las condiciones objetivas de cada país constituyen el elemento principal. Ya en América Latina, como en la primera década del siglo pasado, son varios los países que han iniciado su lucha a fondo contra el coloniaje. Tres de los países bolivarianos (Venezuela, Colombia y Perú) y otros como Santo Domingo, Guatemala y Paraguay, han tomado el verdadero camino de la revolución liberadora, en cuyo centro se alza el principal instrumento de Poder: las fuerzas armadas de liberación. A medida que esta lucha se incrementa y van apareciendo nuevos focos en otros países y los movimientos de liberación en África y Asia continúan su desarrollo, al imperialismo se le reducen aún más sus posibilidades de dominio. Y los problemas que ya confronta el gobierno norteamericano con su pueblo, como consecuencia de la Guerra de Viet-Nam (mayores impuestos y mayores necesidades de reclutamiento) se multiplican extraordinariamente.
Todo el ejército norteamericano de hoy sería insuficiente para distribuirlo como fuerza de ocupación en la extensa geografía sacudida por la revolución. Venezuela es un importante factor del campo revolucionario mundial. Su lucha de liberación es complementaria con la de otros pueblos en trance similar. Una es necesariamente, querámoslo o no, continuación de la otra. [60] Y aunque cada país, como el nuestro en este caso, actúa conforme a sus propias realidades y realiza el tipo de revolución que históricamente le corresponde, no puede eludir, ni ello sería correcto, su integración con otros movimientos similares. No es culpa de los revolucionarios venezolanos que su lucha sea en primer término contra los imperialistas, en lo cual guarda perfecta identidad con las luchas que se realizan en Viet-Nam, en Angola, en el Congo o las que se libraron en Cuba y en Argelia. La culpa en este caso es de los imperialistas, que no han respetado fronteras ni continentes para extender su explotación.
Venezuela lucha hoy contra el yugo norteamericano, como lo hizo ayer contra el coloniaje español; como lo hicieron los norteamericanos contra la dominación inglesa y los brasileños contra el imperio portugués.
Hay gente todavía apegada a las teorías del fatalismo geográfico que creen el mundo en la época de la Doctrina Monroe, cuya síntesis de «América para los Americanos» constituía el reflejo de una situación completamente distinta, en la cual nuestro continente tenía que protegerse contra la expansión imperialista europea; en un mundo de grandes distancias y con rudimentarios medios de comunicación. Esta circunstancia, totalmente superada por los cambios ocurridos como consecuencia de la ubicación del enemigo común en nuestro propio continente; del progreso de la ciencia y la técnica que prácticamente ha eliminado las distancias; del dominio por el hombre, de armas intercontinentales que funcionan a control remoto, con un alto poder de destrucción; y el fortalecimiento del campo de los países liberados y socialistas con una población que supera las dos terceras partes de la humanidad, coloca a dicha gente en un mundo incierto, de espaldas a la realidad; dentro de una concepción política equivocada que sólo contribuye a apuntalar la dominación colonial y su secuela de subdesarrollo, explotación y miseria.
Las tesis de la geopolítica han sido superadas por la dinámica de la historia. Los propios imperialistas norteamericanos han borrado las fronteras continentales. El Presidente Johnson ha dicho recientemente –por si alguna duda quedara– que las fuerzas militares de Estados Unidos estarán presentes en cualquier área del mundo, en cualquier país, donde esté en «peligro la libertad frente a la agresión comunista». Esta agresiva conducta del imperialismo yanqui revela francamente la quiebra de los esquemas intercontinentalistas. Para el gobierno norteamericano lo mismo da que Venezuela o Santo Domingo estén geográficamente ubicados en [61] América, que si lo estuvieran en la Conchinchina (región que hasta hace poco era sinónimo de insondable lejanía) como lo están Viet-Nam, Camboya y Laos.
El análisis del conjunto político mundial; de la correlación de fuerzas internacionales es elemento obligado para el estudio de nuestros problemas como país colonizado, y de sus posibilidades reales para la liberación. Los venezolanos progresistas, cuyos intereses coincidentes con los intereses mismos de la nación, están restringidos en su desarrollo por la desleal competencia del capital y los productos norteamericanos, en primer lugar y, por el control del Poder Político que ejerce la oligarquía criolla, no pueden desestimar en ninguno de sus aspectos la situación presente en el mundo, ni contemplarla en forma simplista o superficial. Es necesario ahondar en el complejo político del momento y mirar hacia el futuro para comprender el panorama promisor que se presenta a nuestro pueblo en su lucha liberadora. A la luz de estos hechos, de las realidades históricas, nadie puede dudar que el camino de la acción revolucionaria, sean cuales fueren las dificultades circunstanciales, es la única vía, la más segura, para el cambio estructural que tiene planteado nuestro país.
En la creación de una firme mentalidad de Poder por parte de las clases populares, patrióticas y progresistas, el primer paso es liberarse del fatalismo geográfico y de las tesis de la invencibilidad del imperialismo y demás fuerzas reaccionarias. Y el otro, convencerse definitivamente de que sin la toma del Poder Político no podrá ser realizado ningún cambio que afecte las causas de la crisis nacional. La realización de una Reforma Agraria para liquidar el régimen latifundiario y modificar el actual sistema de tenencia de la tierra –como aspiran los campesinos e importantes sectores afiliados a Fedeagro– no es posible –ello está demostrado en seis años de vigencia de una Ley de Reforma Agraria progresista– sin transformar radicalmente el propio sistema económico y político de la nación; sin cambiar la composición social del gobierno, donde hasta ahora ha predominado el sector partidario del latifundio y la concentración de la propiedad de la tierra en pocas manos.
Los hombres que han pasado por el Ministerio de Agricultura y Cría –Instrumento funcional de la Reforma Agraria– en la última década han sido invariablemente representantes de las clases adversas a la Reforma Agraria integral y verdadera; pero aunque perteneciesen a las clases progresistas no podrían hacer nada distinto a lo que se ha hecho, debido a que [62] la política agraria no es una parte independiente del complejo económico nacional. Ella forma en un todo, en un sistema, en una unidad indestructible, que comprende inseparablemente el conjunto de la actividad gubernamental en función del control del Poder Político por parte de las clases reaccionarias.
Lo mismo ocurre con el desarrollo industrial del país. Ningún cambio podrá operarse en este importante rubro de la economía nacional que no sea consecuencia de la modificación de todo nuestro sistema de dependencia. Los planteamientos nacionalistas que desde la fundación de Pro-Venezuela vienen ratificando muchas de las organizaciones miembros, quedarán, como han quedado, sustancialmente en el vacío. No se puede pretender que la industria venezolana sea distinta a la de una simple factoría substitutiva de importaciones, sin profundizar, para erradicarlas, en las causas que la mantienen relegadas a esa función. El imperialismo que tiene en Venezuela uno de los más importantes mercados de América Latina, y la burguesía importadora que deriva jugosas ganancias de su actividad intermediaria, no podrán nunca, por sí solos, auspiciar desde el Poder, cuyo control ejercen hegemónicamente, una modificación que remotamente pueda significar perjuicio o desaparición de tales privilegios. El actual Ministro de Fomento que cambió su profesión de obrero y linotipista por la de abogado; de origen social distinto al de los oligarcas, fundador y dirigente de uno de los partidos autollamados de izquierda, y Secretario General de Pro-Venezuela –asociación abanderada del desarrollo industrial independiente– hasta su arribo al cargo que desempeña, no ha podido jugar otro papel que el que corresponde como integrante de un gobierno entreguista, mediatizado por los sectores más reaccionarios y vinculado a los intereses del gran capital venezolano y extranjero.
Como la política industrial es también parte integrante del complejo económico bajo el control del sistema colonial, el Ministro de Fomento, a la manera de los anteriores, pertenecientes a clases y partidos diferentes, ha tenido que someterse, a riesgo de su posición gubernamental, el conjunto predominante en la composición clasista del gobierno.
Ninguno de los problemas que afectan a nuestro país y a las clases populares y progresistas (concentración de la propiedad de la tierra en pocas manos, bajo desarrollo industrial, desempleo, atraso técnico y científico, sub-alimentación, reducido mercado de consumo; falta de viviendas, escuelas, centros de salud y hospitales; bajo salario real; explotación [63] extranjera de las principales fuentes de riqueza; soberanía mediatizada, &c., &c.), pueden ser resueltos sin modificar todo el complejo nacional, o lo que es lo mismo: sin erradicar sus causas. No se trata, pues, de cambios periféricos, de modificaciones superficiales en el equipo gobernante que podrían ser logrados a través de las formas tradicionales de la lucha política, «sin violentar el estado actual de cosas»; «sin chocar de frente contra las fuerzas opresoras»; «en un proceso a través de la evolución del estado actual que transforme progresivamente el régimen de las instituciones políticas...» La propia experiencia, además del estudio de la teoría política, demuestra que a esta altura de la historia, nada tiene que buscar nuestro país en el cambio de una camarilla por otra; o de un partido o grupo de partidos por otro partido o grupo de partidos. Lo que se trata de lograr es un cambio revolucionario, de fondo, en la composición social del gobierno que sea capaz de modificar las estructuras mismas del país y consolidar un régimen independiente, liberado del imperialismo y la oligarquía. La magnitud y causas de los problemas nacionales requiere, sin duda, la conquista del Poder por una alianza de las clases populares, democráticas y progresistas, con fuerza suficiente en lo político y lo militar, para hacer frente a las fuerzas de la reacción.
Está demostrado –y la mayoría de los densos sectores del país así lo acepta– que Venezuela vive una crisis integral y progresiva cuya gravedad requiere grandes esfuerzos para ponerle fin. Ni la Alianza para el Progreso, ni las reformas circunstanciales han podido conjurar el tremendo mal. Sin embargo muchos sectores, conscientes de la necesidad revolucionaria, no acaban de salir del campo de la influencia reformista, de las ilusiones, contribuyendo con su actitud a la prolongación en el tiempo de la situación que agobia el país. Creen, ingenuamente, todavía –y ello es consecuencia de una indefinida mentalidad de poder– que existen otros medios para resolver los problemas nacionales, sin necesidad de exponer sus vidas, su libertad y sus intereses específicos.
No es posible continuar engañados o seguir viviendo en el mundo de las ilusiones. La revolución tiene que hacerse cueste lo que cueste; sean cuales fueren los peligros y dificultades a que haya que exponerse; de lo contrario, el proceso de pauperización, de desaparición de las pequeñas empresas absorbidas por el capital monopolista, continuará su pendiente ineluctable, con su corolario de desempleo, atraso y miseria. La burguesía nacional (agraria e industrial), la pequeña burguesía (estudiantes, [64] profesionales, pequeños comerciantes y empleados), junto con la clase obrera y campesina, cuya vanguardia avanza, por el camino de la insurrección armada (Guerra del Pueblo), deben aglutinar, como una sola voluntad, el frente liberador, fuerza decisiva para la victoria.
Las clases populares, democráticas y progresistas de Venezuela, víctimas de la explotación del imperialismo y la opresión oligárquica, han llegado justamente a la encrucijada: o se resignan a prolongar su existencia en un campo de acción cada vez más restringido como consecuencia del progresivo empobrecimiento del país y de la crisis general que lo sacude; o se deciden abrirse paso a través de la lucha revolucionaria, para conquistar una vida mejor, libre de explotación y opresión, en un país cuyas grandes riquezas en sus manos abriría inmensas perspectivas de desarrollo y progreso.
Los dos caminos que se marcan en la actual encrucijada histórica Polarizan las dos políticas en pugna: la política reaccionaria y la política revolucionaria. Una en descenso vertiginoso, sostenida por fuerzas agonizantes sin otro asidero que el de sus propios instrumentos de Poder; la otra, en flujo permanente, conducida por fuerzas nuevas en pleno desarrollo y vigor, que como torrente desbordado se abren sus propios cauces y arrasan con todo lo que pretende detenerlas.
Nuestro país y nuestro pueblo viven el momento de una crisis revolucionaria, donde los viejos esquemas políticos sufren el impacto desgarrante de la lucha entre lo caduco que se empeña en subsistir y lo nuevo que nace y crece con inusitado vigor. Esta lucha entre la vida y la muerte lo disloca todo. La proliferación de partidos políticos que para unos es expresión de estabilidad, constituye sólo el producto de la propia crisis revolucionaria, donde cada sector se sumerge en la búsqueda de su propia razón y trata de romper con el pasado moribundo. Cada cual se propone encontrar la verdad. Unos, se alinean sin haberla hallado y se colocan todavía en el terreno movedizo de la vacilación; ignoran aún el fondo de la crisis y no comprenden las verdaderas causas que la alimentan. Otros, los que toman plena conciencia y cobran mentalidad de Poder –comprender lo que éste significa como instrumento de clase– se deciden a luchar y toman el camino de la política revolucionaria.
El progreso de Venezuela está indudablemente ligado a su liberación nacional y ésta no puede obtenerse sino a través de la acción revolucionaria; de la lucha decidida y a fondo contra el opresor común. Las clases [65] progresistas, en consecuencia, han de tomar necesariamente este camino; es decir, decidirse a luchar y para ello es indispensable saber que «cuando existe la necesidad de un cambio –como el que está planteado a Venezuela– éste se hace irresistible y, quiérase o no, se produce tarde o temprano». Sólo si se tiene conciencia de que así ocurrirá, y de que los enemigos, por más poderosos que aparezcan en el momento de iniciar la lucha, serán vencidos, se podrá dar el paso correspondiente y despreciar, en lo general, a los imperialistas y demás reaccionarios.
Ya dijimos que en Venezuela existen, como en el resto del mundo, dos políticas: una revolucionaria y otra reaccionaria. La primera significa, en nuestro caso, la liberación antiimperialista y antifeudal, el progreso social y el desarrollo económico; la otra, coloniaje, opresión, atraso, tiranía, miseria...
Existen también dos fuerzas: la revolucionaria, patriótica o progresista; y la reaccionaria, conservadora o colonialista. Y en el centro, un denso sector que vacila hacia uno y otro lado y donde también hay revolucionarios y reaccionarios.
Mi amigo y yo estuvimos juntos, ambos con ideas revolucionarias, en el sector del centro. Yo, a pesar de mi juventud, un poco más reaccionario que él. Sus consejos y los libros que puso en mis manos –muy distintos por cierto a los que antes había puesto Jóvito Villalba– me abrieron el camino correcto de la política. Hoy los papeles están invertidos y mi amigo permanece, aunque sin cambiar sus ideas revolucionarias, estacionado en el mismo sector donde lo dejé hace cinco años. Él entiende la necesidad de nuestra liberación; hasta ahora ha sido un fervoroso partidario de la propiedad social de la tierra; del desarrollo industrial independiente; de la democracia y la soberanía plenas. En la manera de plantear el problema venezolano y de precisar los objetivos estratégicos, no hay mayor diferencia entre los dos. Tampoco la hay entre quienes impulsamos el cambio histórico por medio de la Guerra del Pueblo y los que aún no se han decidido a tomar este camino, permaneciendo bajo la influencia de la ideología reformista y bajo el terror que proporciona el poderío relativo de la reacción nacional e internacional.
El imperialismo y la oligarquía (es la tesis reformista) cuentan con una inmensa fuerza que irremisiblemente será empleada contra cualquier insurgencia de signo revolucionario o contra cualquier gobierno que trate de modificar la presente situación. [66]
Lo uno y lo otro lo han hecho ya en nuestro continente y fuera de él. Lo hicieron en Cuba y fracasaron. Lo hicieron en Santo Domingo y no lograron plenamente sus objetivos. Lo hicieron en Brasil y se impusieron.
El imperialismo no ha descansado un solo instante en su conducta agresiva contra Cuba. Desde el mismo momento que el gobierno revolucionario dio el primer paso hacia el rescate de sus riquezas explotadas por los monopolios norteamericanos y ahondó en la realización de una Reforma Agraria integral, para romper el sistema de tenencia de la tierra y liquidar el latifundio, se puso de manifiesto la reacción contrarrevolucionaria. La conspiración militar interna (Díaz Lanz, Urrutia y Hubert Matos); el sabotaje (incendio de El Encanto, explosión del vapor La Coubre, &c.) el asesinato de trabajadores revolucionarios (Conrado Benítez, Ascunce Domenech y otros); la invasión de Playa Girán, preparada, armada y financiada por el Departamento de Estado y la Central de Inteligencia en Estados Unidos y Nicaragua; la expulsión de Cuba de la OEA y la ruptura multilateral de relaciones diplomáticas y comerciales impuesta por el gobierno de Estados Unidos a los países latinoamericanos; y el bloqueo general, son expresión concreta, hechos indubitables, de una constante represiva. Tal cadena de acontecimientos, unida a otros hechos, se ha producido en dos etapas distintas del régimen revolucionario cubano: la del gobierno democrático burgués, a la caída del tirano Fulgencio Batista, el 2 de Enero de 1959 y la del régimen socialista, proclamado durante la invasión mercenaria, en Abril de 1961.
La transición del gobierno democrático-burgués al régimen socialista fue consecuencia directa de la radicalización popular frente a la agresión imperialista y producto de la firmeza revolucionaria de los nuevos gobernantes encabezados por Fidel Castro. Pero en su actitud agresiva y confusionista, las fuerzas reaccionarias jamás han hecho diferencia. Y cuando se dice que el gobierno de Estados Unidos no permitirá la aparición de una «nueva Cuba» en el continente no se refiere sólo a la presencia del socialismo, sino al triunfo de cualquier movimiento de liberación nacional bajo el régimen revolucionario democrático-burgués. No es al comunismo exclusivamente lo que combaten las fuerzas reaccionarias, como quieren hacerlo ver a todo trance, sino a la liberación de los pueblos para poner fin a la explotación y el coloniaje.
«A los imperialistas los tendría sin cuidado que nosotros –dijo Raúl Castro el 1º de Mayo de 1959– izáramos en el mástil del Capitolio Nacional [67] la bandera roja con la hoz y el martillo y no realizáramos la Reforma Agraria ni pusiéramos en marcha una política que afecte los grandes intereses norteamericanos en nuestro país».
Y es que lo formal tiene sin cuidado a los reaccionarios, aun cuando aparezcan muy apegados a ello. Lo sensible, en todo caso, son sus intereses que garantizan a través del dominio político y económico sobre los pueblos débiles. El gobierno cubano se ha caracterizado precisamente por los hechos, por la acción directa contra el coloniaje y la opresión imperialista. De ahí la sañuda actitud de Estados Unidos frente a la revolución. Sin embargo, como los hechos y no lo formal es también lo que galvaniza la voluntad popular, Cuba no ha podido ser derrotada y su pueblo avanza hacia la construcción de una nueva sociedad.
Son ocho años de lucha abierta, feroz, por parte del imperialismo contra el pequeño país cubano, en los cuales no ha habido la menor tregua. Todo el poderío de la reacción ha estado frente a aquel pueblo sin poder doblegarlo. Los fracasos de las fuerzas reaccionarias indican claramente que no es posible derrotar a un pueblo cuando éste se decide a luchar.
En las circunstancias históricas presentes, con un mundo donde el conjunto de las fuerzas revolucionarias es superior a las de la contrarrevolución, ningún pueblo que tome la ruta de su liberación podrá ser derrotado, independientemente de la ubicación geográfica o cualesquiera otros factores circunstanciales.
Vo Nguyen Giap en su libro Viet-Nam: Liberación de un pueblo, dice: «La guerra de liberación del pueblo vietnamita ha contribuido a poner en evidencia esta nueva verdad histórica: en la coyuntura internacional de hoy, un pueblo débil que se levanta y combate resueltamente por su liberación es capaz de vencer a sus enemigos cualesquiera sean y lograr la victoria final...»
Los imperialistas han fracasado en Cuba –ésta es la lección que debemos extraer– porque el pueblo insular, mayoritariamente consustanciado con los fines de la revolución y favorecido por su política liberadora, ha resuelto perecer antes que regresar al estado de explotación y miseria en que vivía; además, porque no se ha hallado solo, abandonado a su propia suerte, en la valiente lucha que libra día a día contra el inmenso poderío reaccionario. En todo momento ha tenido el apoyo del mundo socialista y de los pueblos amantes del progreso. Y, por otra parte, se han reflejado [68] en su favor las grandes contradicciones existentes dentro del propio sistema imperialista mundial.
La confirmación de que los imperialistas y demás reaccionarios sólo utilizan su lucha anticomunista como pretexto, como cortina de humo para ocultar sus verdaderos designios, está presente en el caso de Santo Domingo, donde la lucha por el retorno a la constitucionalidad democrática es totalmente distinta a la que libra el pueblo cubano en defensa de su régimen socialista.
En la República Dominicana el gobierno de Estados Unidos ha quedado una vez más al descubierto. Muchos gobiernos cuya actitud violatoria del principio de la libre autodeterminación de los pueblos podrá explicarse respecto a Cuba, donde el Poder lo ejerce el Partido Comunista, tuvieron que asumir una conducta diferente ante la burda intervención militar norteamericana en la otra Isla del Caribe, conducta que contribuyó a robustecer la firme posición del pueblo dominicano que, con las armas en la mano, impidió el retorno al gorilismo militar.
Los infantes de marina norteamericanos y los batallones aerotransportados no fueron a Santo Domingo a salvar vidas, como lo dijo recientemente el líder constitucionalista, coronel Francisco Caamaño Deñó. Su objetivo era restituir en el gobierno a la camarilla militar de Wessin y Wessin, o en ultimo caso, la de Imbert Barrera; impedir la restauración constitucional y el regreso de Juan Bosch a la presidencia de la República, cargo para el cual había sido electo en comicios democráticos. No se trataba de una insurgencia revolucionaria de signo comunista o siquiera de un firme movimiento de liberación nacional. El objetivo inmediato era el retorno a la normalidad constitucional, a la legalidad democrática, interrumpida en 1963 por un golpe de cuartel a cuya cabeza estuvieron Imbert Barrera y Wessin Wessin.
Juan Bosch es un político reformista y no un revolucionario. Su gobierno se caracterizó por querer hacer realidad la democracia representativa, realizar algunas reformas, muy tenues por cierto, en los esquemas del desarrollo económico y social; y mantener el imperio de las libertades públicas. La Constitución de 1962 ampara el libre juego de las ideas políticas dentro del régimen democrático y abre las puertas a determinadas modificaciones en el régimen de tenencia de la tierra y el desarrollo económico del país. La aplicación de dichas reformas por parte del gobierno legítimo, bastó y sobró para que los gorilas militares, bajo el pretexto de la amenaza [69] comunista frente a la debilidad del Presidente Constitucional, echaran a éste del Poder y establecieran, una vez más, la dictadura. La más reaccionaria camarilla militar dominicana, con el apoyo directo de la oligarquía y el imperialismo, puso fin por la fuerza al primer ensayo democrático después de 30 años de Poder omnímodo en manos de «Chapitas» Trujillo. Las fuerzas antipopulares y colonialistas, cuyas maniobras en el proceso electoral se quebraron contra la voluntad mayoritaria del pueblo dominicano, expresada en los votos en favor de Juan Bosch (como manifestación de la soberanía popular) no tardaron mucho en imponer por la violencia, con el beneplácito y solidaridad del gobierno de Estados Unidos, la opresión de su política reaccionaria.
Las fuerzas populares y democráticas no se cruzaron de brazos frente a la usurpación. En abril de 1965 reaparecieron en escena, en alianza cívicomilitar que depuso a la junta encabezada por Donald Rey Cabral; convocó el Congreso disuelto en 1963, que de acuerdo con la Constitución nuevamente en vigencia, designó al Presidente provisional de la República, entretanto se produjera el regreso del titular: Juan Bosch. Los sectores reaccionarios de las Fuerzas Armadas bajo el mando del general Wessin Wessin se pusieron de parte de la junta derrocada y se hicieron fuertes en la Base Aérea de San Isidro. Desde allí trataron de aplastar al movimiento democrático. El pueblo fue armado por el régimen constitucional. Esto conjuró cualquier posibilidad de victoria de las fuerzas reaccionarias. Asegurado el triunfo constitucionalista, con el apoyo popular masivo, el gobierno norteamericano invadió la isla; el subterfugio fue evacuar a los estadounidenses residenciados allí y proteger sus intereses. Tomadas posiciones en territorio dominicano, las tropas de Estados Unidos entraron a jugar su verdadero papel al lado de los militares reaccionarios. Primero apuntalaron los reductos de Wessin Wessin y luego, habida cuenta de que la alianza cívico-militar constitución alista no se atemorizó ni cedió un palmo de terreno en su decisión revolucionaria, jugaron la maniobra de un cambio formal. Patrocinaron la integración de una nueva Junta de Gobierno presidida por Imbert Barrera, sin la presencia de Wessin Wessin. La resistencia popular persistió con mayor ardor y heroísmo, alentada en gran parte por el repudio mundial de que fue objeto la agresión militar norteamericana.
El imperialismo, cuyas fuerzas habían ocupado largo tiempo el territorio quisqueyano, impuesto y sostenido al tirano Rafael Leónidas Trujillo, tuvo [70] que retroceder y abocarse a la negociación, sin lograr plenamente sus objetivos. El poderío militar norteamericano, desplegado con prontitud, no fue capaz de evitar la derrota de la reacción dominicana que a la postre tuvo que aceptar un gobierno de transición, con prescindencia de los gorilas más connotados; la incorporación al ejército de los oficiales constitucionalistas; la amnistía general; el regreso de los exilados durante el mandato de Rey Cabral, y la libre actividad de todos los partidos políticos, incluso de la extrema izquierda.
La crisis dominicana, que aún no se ha resuelto en su fondo, sirvió para terminar de desenmascarar al gobierno de Estados Unidos; para evidenciar, una vez más, que un pueblo decidido a luchar, con la razón política de su parte, no puede ser derrotado. Si alguien quiere dar cariz de victoria a la invasión militar norteamericana a Santo Domingo, no le quedará más remedio que conformarse con una victoria de carácter pírrico: donde las pérdidas fueron superiores a las ganancias.
Todos los pueblos latinoamericanos, todas las instituciones progresistas del mundo, se movieron a la vez contra la política intervencionista de Estados Unidos y en apoyo al pueblo ocupado por los infantes de marina. El gobierno de Johnson, incluso dentro de Norteamérica, sufrió una de las más fuertes derrotas morales de los últimos tiempos. El pueblo dominicano, en cambio, recibió vivas manifestaciones de solidaridad y respaldo que lo hicieron más firme en su posición y lo alientan hoy en el camino revolucionario contra la ocupación militar y por la independencia.
Allí también se verá, cómo ya ha comenzado a verse, que «ante un enemigo poderoso y agresivo, la victoria sólo se asegura con la unión de toda la nación en el seno de un sólido y amplio frente nacional unido basado en la alianza de los obreros y los campesinos...»
En Brasil, como en República Dominicana en 1963, las fuerzas reaccionarias se impusieron. Había también un régimen de cierto signo progresista, expresión del sufragio universal y enmarcado dentro de la constitucionalidad democrática. Joao Goulart, que sustituyó en su carácter de vicepresidente al presidente Jannio Quadros (a quien las fuerzas de la reacción obligaron a renunciar), fue derrocado por los gorilas militares, con el apoyo de Estados Unidos. El pretexto para insurgir contra este otro gobierno constitucional fue el mismo utilizado para derrocar a Juan Bosch: infiltración comunista.
Quadros y Goulart, al igual que Juan Bosch y otros políticos tradicionales [71] de nuestro continente (asimilables a algunos de la generación del 28 en Venezuela como Jóvito Villalba) aferrados a su formación dentro de la «cultura occidental», militan en el campo del reformismo; según sus tesis, el progreso de los pueblos «podrá lograrse a través de la evolución del estado actual y, la transformación progresiva del régimen y las instituciones políticas, económicas y sociales».
El desarrollo de esta teoría en América Latina, consecuencia directa del fatalismo geográfico, se ha visto constreñida en la práctica por sus mismos creadores (los imperialistas) como ha sucedido en varios países y recientemente en Brasil. Los peligros que se atribuyen a los cambios revolucionarios, frente al «inmenso poderío de la reacción» no desaparecen ni ante la tímida y vacilante esencia de la reforma. Y ésta no logra nuclear las masas populares y fuerzas progresistas para hacer frente, en el momento dado, a las fuerzas reaccionarias que, igual e indistintamente, se oponen a toda manifestación de cambio o avance revolucionario o reformista, capaz de poner en peligro sus intereses o vulnerar sus privilegios de clase.
La reacción militar brasileña, al servicio del imperialismo, los latifundistas y la poderosa burguesía intermediaria, no halló la menor resistencia frente al zarpazo consumado. Tanto la política de Quadros como la de Goulart, si bien carecía de contenido revolucionario, introdujo algunas reformas; en lo internacional, estableció relaciones con los países socialistas; y, en lo interno, varias medidas de beneficio para la burguesía industrial y agraria. La nacionalización de ciertas empresas norteamericanas de servicio, y la promulgación, bajo el gobierno de Goulart, de disposiciones referentes al régimen agrario, fueron suficientes para que la alianza oligarquía-imperialista consumara su acción de fuerza.
En los gobiernos del tipo de los derrocados en Brasil o anteriormente en Cuba (Carlos Prío Socarrás), en Perú (Bustamante y Rivera y Manuel Prado), en Argentina (Juan Domingo Perón y Arturo Frondizzi), en Venezuela (Isaías Medina Angarita y Rómulo Gallegos), en Chile (Carlos Ibáñez), en Ecuador (Velazco Ibarra y Carlos Arosemena), &c., la reacción, que mantiene en sus manos los principales instrumentos de Poder, entre ellos las Fuerzas Armadas, constituye la fuerza determinante. Los sectores populares y progresistas, cuyo único recurso, en este caso, son las normas del formalismo democrático y la ilusoria majestad de la Constitución, giran a la zaga y bajo la férula de aquélla, que no se detiene ante las formalidades legalistas si se presentan en su contra. [72]
Las fuerzas reaccionarias, que saben claramente para lo que el Poder sirve, sólo permiten determinadas libertades cuando éstas no afectan sus intereses y privilegios. En Brasil y en otros países de América Latina han sido derrocados aquellos gobiernos que pretendieron transponer los límites de su verdadera competencia; dar un paso más allá de lo permitido por la reacción. Tales gobiernos, sin una política popular definida para no chocar con los intereses de las clases dominantes, no alcanzan a despertar la Conciencia del pueblo, ni a colocar a su lado los sectores progresistas, para apoyarse en ellos y derrotar el golpismo.
Los políticos no revolucionarios creen que todo radica en la mayoría de votos acumulada para ganar el gobierno; consideran que si se perfila un régimen democrático representativo y se le orienta hacia la vigencia absoluta de la ley, nadie se atrevería a desafiar la ley. No acaban de comprender –ello se expresa a través de todas sus manifestaciones– que para ejercer el Poder real se necesita una fuerza capaz de enfrentarse con éxito y derrotar a las clases reaccionarias afectadas por el cambio constitucional.
Esta es precisamente la diferencia hallada por el imperialismo y demás fuerzas reaccionarias en los casos de Cuba, Santo Domingo y Brasil. En el primero, el Poder real ha pasado a manos del pueblo; en el segundo, el pueblo ha decidido adquirirlo a cualquier precio y en Brasil, donde el gobierno democrático sólo tenía carácter formal, el gorilismo militar encontró la expedita para imponer fácilmente su voluntad.
En el país más grande de América Latina, que tiene el ejército de aire, mar y tierra, más numeroso y 70 millones de habitantes, el imperialismo no tuvo necesidad de mover más de unos cuantos mariscales y generales para poner término a los gobiernos de Quadros y Goulart. En Cuba, por el contrario, el imperialismo ha puesto en práctica todos sus recursos, excepto la agresión militar directa de sus tropas (y esto porque el apoyo popular de la Revolución y la correlación internacional de fuerzas se lo impide), sin poder introducir el más ligero cambio en el rumbo ascendente de la Revolución. Y en Santo Domingo, donde sí apelaron al desembarco de los infantes de marina, la heroica resistencia del pueblo les frustró sus plenos objetivos.
Esto parece paradójico; pero para quienes llegan a entender que la fuerza de los pueblos no está en relación exclusiva a su número de habitantes, sino en función de su moral, conciencia y mentalidad de Poder, lo que ocurre [73] en Brasil, Cuba y Santo Domingo, es revelación exacta de la necesidad del Poder Político en manos del pueblo.
* Capítulo III del libro inédito de Fabricio Ojeda, Hacia la Conquista del Poder.