La Revolución Cubana no solamente es fuente de dolores de cabeza para sus enemigos sino que, también lo es para algunos de sus partidarios. Me refiero a que, por un innato sentido del orden, muchos desean las cosas bien clasificadas y empaquetadas, con su etiqueta y su rubro. Y el proceso de Cuba no solamente ha sido cambiante a influjo de las condiciones externas e internas, sino que en cada una de sus etapas ha escapado a las tentativas de encasillarlo en denominaciones político-sociológicas.
Claro que para el imperialismo y sus servidores — tanto los conscientes como los inconscientes— fue fácil afirmar, en cuanto el gobierno de Fidel Castro se salió de los límites del reformismo burgués, que se trataba de "comunismo". Con eso los poderes plutocráticos se consideran autorizados para sus agresiones y, automáticamente cuentan con la complicidad o la anuencia táctica de las buenas gentes que se estremecen al conjuro de la palabra mágicamente macabra: en nombre de la lucha contra el comunismo se puede torturar, encarcelar, robar y explotar, porque entonces esos actos dejan de- ser repugnantes para transformarse en expresión del más puro espiritualismo. Pero en estos casos estamos fuera de la ciencia social y nos movemos dentro de las fórmulas de la estrategia de guerra de los explotadores. Me interesa ocuparme de quienes analizan con buena fe y un mínimo de espíritu científico lo que ocurre en esta isla.
Sartre fue el primero que, en su visita del año pasado, comprendió la futilidad de querer encajar la Revolución Cubana en moldes preestablecidos. Su artículo "Revolución e Ideología" explicaba, precisamente, que las medidas de gobierno respondían a problemas concretos de la realidad nacional y no a construcciones ideológicas preestablecidas. Quienes no leyeron ese artículo —o no se dejaron convencer por él— suelen debatirse en perplejidades insolubles. ¿Capitalismo? ¿Capitalismo de Estado? ¿Socialismo? ¿Comunismo? Es fácil eliminar calificaciones, pero imposible aplicar una de ellas con justeza. En cuanto a las "tendencias", a la línea directriz que seguía el desarrollo cubano, tampoco servía para una determinación precisa: tengamos en cuenta que los ataques de los EE.UU. han forzado la adopción de muchas medidas que respondieron a estímulos objetivos y concretos y no a tendencias ya dibujadas. De tal manera que cada estudio y la calificación resultante sólo ha podido, en todo caso, reflejar un momento dado de un proceso cambiante y que desafiaba con su fluidez estas fijaciones académicas.
Todo lo cual no significa que estemos propugnando el desdén hacia el estudio metódico de la Revolución, ni la resignación a estar circunscriptos a un puro pragmatismo. Simplemente prevengo contra los errores de un procedimiento que intenta encerrar la Revolución en algunas categorías predeterminadas y luego, si la correlación no es exacta, imputarlo a desviaciones de tipo ideal.
A esa falla metodológica no escapan muchas construcciones que aplican versiones rudimentarias del materialismo dialéctico: es así como vemos muchas veces, que con ribetes científicos nos presentan verdaderos bodrios donde la realidad es metida "a patadas" en el cepo que se le destinó de antemano.
Eludiendo esos peligros es como se puede hacer un examen correcto del desarrollo revolucionario en Cuba.
Apunto algunos datos para ese examen. En primer lugar, tengamos en cuenta que Fidel Castro, en el proceso que se le siguió después de su fracasado asalto al cuartel Moneada, enunció un programa donde estaban las ideas básicas que luego constituirán los objetivos de su gobierno. Pero allí no está formulada la política que permitió que se cumpliesen esos propósitos. Entre ambas fases —del programa a la política— mediaron muchas cosas. Lo que sí está dado desde el primer momento es lo que señala la superioridad de Fidel sobre todos los hombres políticos de su país, el requisito fundamental para cumplir su plan: el abandono del electoralismo y de las vías reformistas de la semilegalidad. Sin eso, el desarrollo ulterior resultaba imposible.
La contradicción fundamental estaba expresada en Cuba por la antinomia Nación-Ejército, desde que las fuerzas armadas asumieron el gobierno mediante el golpe de Batista en 1952. Fidel Castro entabló lucha contra el Ejército y logró derrotarlo, pero en ningún momento perdió de vista que los partidos políticos tradicionales —aún los que estaban de acuerdo en combatir a Batista— no eran sino una alternativa del régimen oligárquico-imperialista causante del subdesarrollo y la miseria cubanas. Al caer Batista, la embajada norteamericana intenta suplantarlo con un gobierno encabezado por el Presidente del Tribunal Supremo (recordemos la vieja versión oligárquica de "El gobierno a la Corte!") pero Fidel no cae en la trampa y decreta la huelga general, mientras da orden a Camilo Cienfuegos y al Che Guevara que entren en La Habana y ocupen las posiciones claves.
Fracasada esa artimaña, los elementos de la política tradicional ocupan cargos principales en el nuevo gobierno, que preside Urrutia con Miró Cardona — elemento de la embajada yanki— como primer ministro. Entonces comienza una lucha que existía en el seno de las fuerzas triunfantes el 1° de enero. Por una parte, los elementos reaccionarios que se conformaban con volver al constitucionalismo pre-batistiano; por otra, los luchadores de la Sierra Maestra, que habían triunfado mediante la unidad de los obreros, los campesinos y la pequeña burguesía y que deseaban establecer nuevas estructuras sociales.
Este conflicto no había nacido espontáneamente en la mente de sus protagonistas. Era el resultado del enfrentamiento de las fuerzas partidarias del statu quo con los hombres que habían bajado de la Sierra. Entre el desembarco del Granma y la victoria se había producido un fenómeno de interacción entre los dirigentes revolucionarios y la masa: los jóvenes que llegaron con Fidel enseñaron a los campesinos la forma de luchar contra la explotación, y aprendieron de los campesinos cuáles eran los verdaderos problemas de las clases oprimidas y las formas de resolverlos. Los políticos querían reforma agraria sin quitar tierras a nadie; los revolucionarios sabían que eso era una estafa a las esperanzas populares. Como el ejército profesional había sido disuelto por Fidel, éste pudo apoyarse en el pueblo y en el Ejército Rebelde —que estaba integrado por campesinos— y sancionar la auténtica reforma agraria, previa eliminación de los conservadores que ocupaban puestos en el gobierno.
El latifundio expresaba los intereses del imperialismo y frenaba la industrialización al no permitir la creación de un mercado interno. El problema nacional, el carácter antiimperialista de la Revolución, tenía que resolverse también en una revolución social. La burguesía cubana —casi en su totalidad dependiente de Estados Unidos— se pliega desde el primer momento al imperialismo, de cuya omnipotencia no tiene dudas. Su sabotaje forzará la nacionalización y el control de las empresas, mientras que las agresiones yanquis obligan a adoptar medidas de represalia que liquidan los intereses de sus consorcios en la isla. En un país de escaso desarrollo capitalista como Cuba, la consecuencia es que ya el 80% de los obreros no trabajan para un patrón sino para esas empresas estatales, cuya dirección, vigilancia y control, han asumido ellos mismos.
Si se agrega que en el campo la producción es cooperativa en una proporción estimable, y a cargo de pequeños propietarios en otra también importante, vemos que los sectores fundamentales de la economía están fuera de las relaciones capitalistas.
No estamos ante una opción previa y libre. Las circunstancias —tanto las que existían al producirse la Revolución Cubana, como las determinadas posteriormente por la defensa ante enemigos internos y externos— determinó (o en todo caso aceleró) las modificaciones estructurales. La burguesía acompañó una etapa de la lucha, la lucha contra Batista, pero enseguida entró en colisión con la parte fundamental de las fuerzas nacional-liberadoras: la alianza obrero campesina y la pequeña burguesía, alianza cuyo intérprete principal es Fidel Castro. La burguesía buscaba un retorno al formalismo democrático capitalista, del cual estaba privada por la dictadura de Batista; las fuerzas liberadoras luchaban por emanciparse del imperialismo y de la oligarquía nativa. Ambas aspiraciones no eran compatibles, pues el sistema del liberalismo burgués aseguraba la supremacía de los poderes económicos locales y foráneos, que solo pueden destruirse por medios revolucionarios. Fidel Castro pudo liquidar los intereses antinacionales porque cuenta con el apoyo de las masas.
Y quien piense que esto no es democrático, que responda al reto de Fidel, y entregue, como él lo ha hecho, las armas a las milicias de obreros, estudiantes, campesinos, empleados, profesionales.
Raúl Castro ha explicado, en discursos, la evolución ideológica producida en los hombres de la Revolución como resultado de la convivencia con obreros y campesinos durante la lucha armada. El Che Guevara, en una exposición medular, ha dicho que si las realizaciones de la Revolución tienen carácter socialista, ha sido porque al encarar soluciones prácticas al drama cubano, los revolucionarios descubrieron leyes marxistas. O sea, que no se busca aplicar un sistema apriorístico, sino emplear los recursos más efectivos para reclamos concretos de las necesidades cubanas. De la misma forma que, en el curso de la guerra de guerrillas, aplicaron principios y leyes que luego descubrieron hablan sido empleadas anteriormente por Mao Tsé Tung.
Tal vez esto desilusione a los que solamente conciben revoluciones proyectadas con regla T, escuadra y tiralíneas, y provoque el escepticismo de quienes están informados por la SIP de que únicamente a rasputines soviéticos se les puede ocurrir preconizar la doctrina maldita de la liberación nacional. En cambio, las palabras de los líderes cubanos serán de utilidad para los que no se debatan en la esterilidad perfeccionista ni tengan su cerebro lavado por la propaganda imperialista. Porque si algo resulta claro, es que la revolución no requiere complicadas erudiciones sino fe en el pueblo y convencimiento de que los instrumentos de la opresión no pueden ser los de la libertad. O sea, que el régimen liberal burgués sirve para engendrar presidentes sumisos al privilegio, parlamentos de cotillón y jueces sordomudos: otros han de ser los instrumentos que nos liberen, que servirán para liberarnos y convertirnos en nación soberana habitada por hombres libres.
John W.Cooke
La Habana, noviembre de 1960.
───────────────────
FUENTE: Militancia peronista para la liberación, Nº 15