El cruel asesinato de miles y miles de civiles a manos del ejército para luego presentarlos en sus “falsos positivos” como guerrilleros dados de baja en combate, es el más reciente y horroroso grito de victoria de la “seguridad democrática” del presidente Uribe.
No puede ahora ése presidente matarife rasgarse hipócritamente las vestiduras cuando siempre midió en litros de sangre el éxito de su política. No puede ahora posar de querubín celestial el padre de los incentivos perversos de la política de recompensas cuando ha segado con ellos tantas vidas de inocentes en Colombia. Aunque aparezca con el rostro contrito diciendo que todo ocurrió a sus espaldas, este Uribe sigue siendo el mismo que condecoró al general Rito Alejo del Río por haber masacrado a la población civil de Urabá, y sigue siendo el mismo que se solazaba hace poco ante el cuerpo ensangrentado de Raúl Reyes y ante la mano cercenada de Iván Ríos, cuyos cadáveres aún no ha devuelto a los suyos.
Ningún gobierno, ningún pueblo del mundo debe darle crédito a un mentiroso teatral, y cínico manipulador de la opinión. Lo que pasó en las dictaduras del Cono Sur, a pesar de su gravedad, es apenas un pálido fulgor ante el voraz holocausto humanitario activado por Uribe en el norte de Suramérica. Tanta barbarie y tanta impunidad ofenden a la humanidad.
Cuando el ministro de defensa, señor Juan Manuel Santos, reitera e insiste que este gobierno ha matado en seis años a más 30 mil guerrilleros, uno se pregunta quiénes serán entonces esos muertos si la guerrilla sigue en sus mismos puestos de combate contra la tiranía. Es necesario identificar también a los miles de masacrados que los paramilitares entregaron al ejército a fin de que los utilizaran como partes positivos de su sucia guerra contrainsurgente. Las organizaciones de derechos humanos en el mundo debieran ayudar a esclarecer este dantesco drama humanitario del victimizado país del olvido que es Colombia.
Lo que se ha descubierto hasta ahora es apenas la punta del iceberg de la infamia. La triste historia de los jóvenes de Soacha que fueron llevados engañados por el ejército hasta Ocaña para ser ultimados a nombre de la política de “seguridad democrática” de Uribe, es la misma, taciturna y luctuosa, de un universo de ciudades, de pueblos y de campos de Colombia implacablemente castigados por la política fascista. Cuántos crímenes de jóvenes desempleados…, cuántos campesinos asesinados por el ejército en las serranías y en las selvas presentados como guerrilleros muertos en combate en el marco del funesto Plan Patriota… Las cárceles están llenas de “falsos positivos”, o mejor, de millares de inocentes presos acusados injustamente de guerrilleros y terroristas por la perfidia del régimen actual. El inicuo sistema judicial premia con ascensos a los jueces y fiscales que más condenen guerrilleros extendiendo así la práctica de los “falsos positivos” a la justicia. Colombia necesita ser iluminada por potentes reflectores que contribuyan desde el exterior a disuadir los desafueros del poder.
Derrotado por las evidencias -no sin antes jurar y jurar que los abatidos fueron muertos en combate-, Uribe se vio forzado a destituir a algunos generales de División y de Brigada, así como a 5 comandantes de batallones para lavarse las manos y apaciguar la tormentosa crítica; sin embargo sustentó esta decisión en el argumento peregrino de que salían por falta de control a sus tropas y por confabulación con delincuentes, negando que se trata de un problema estructural. “Ahora el éxito se medirá por desmovilizaciones y capturas”-dijo-, sin explicar convincentemente la directriz 029 de noviembre del 2005 en la que su entonces ministro de defensa Camilo Ospina, actual embajador en la OEA, establecía recompensas por muertos, material de guerra y equipos incautados al enemigo. También parece que se olvidó que él mismo instauró a comienzos de su gobierno una red de más de 1 millón de sapos o informantes movidos por las recompensas. Si los generales y los coroneles objeto de sanción salieron, como dice Uribe por “confabulación con delincuentes”, debiera aplicarse entonces la misma consideración a los que se reunieron con delincuentes mafiosos de la “Oficina de Envigado” en la misma sede del gobierno: el Palacio de Nariño.
El diario El Tiempo, del que son propietarios los Santos, es decir, el ministro de defensa y el vicepresidente, refiriéndose a la purga de 27 militares tituló con oscuros tintes de cortina de humo: “Barrida ejemplar”; “Hay serios indicios de negligencia en el mando”; “Actuaban en contravía de la seguridad democrática y de la doctrina y el honor militar”; “No es un problema estructural”. Tan estructural es que si actuaran en consecuencia tendrían que irse hasta ellos mismos, incluido el presidente. Ya se fue ese sanguinario comandante del ejército, general Mario Montoya, porque entendió que era causa perdida intentar tapar el sol con las manos. El espantoso hecho delictivo estimulado desde el gobierno de segar vidas por recompensas y ascensos, no debe quedar en una destitución mediática; debe conducir a una responsabilidad penal.
Duele e indigna ver cómo algunos politólogos, directores de noticias y columnistas estipendiados le hacen eco a la manipulación mediática puesta en marcha por el presidente Uribe y los señores Santos. Otros han optado por un inexplicable silencio cómplice frente a este pavoroso crimen de lesa humanidad. Hasta el silencio de algunos purpurados ha hecho sollozar a Dios. No debe demorar más el juicio y el castigo a los carniceros del Palacio de Nariño.