LA CONSTRUCCIÓN DEL SINSENTIDO. ENSAYOS SOBRE LA EXPERIENCIA GUERRILLERA
Por Gabriel Rot*
Le Monde diplomatique (Edición Cono Sur)
I. Los estudios e interrogaciones sobre el origen y el desarrollo de la violencia política en Argentina han recorrido un curioso derrotero, atravesados tanto por lógicas propias del campo intelectual como políticas (1).
En el marco de la restauración institucional de 1983 y el juicio a las Juntas Militares (1985), la matriz interpretativa estaría pautada por la “teoría de los dos demonios”, fundada en el informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), que proponía una responsabilidad compartida entre dos extremos. Por su parte, los pioneros ensayos reactivos a dicha teoría exhibirían una marcada tendencia legitimante del accionar de las organizaciones político-militares, entendido como una reacción de “los de abajo” contra la violencia sistemática de “los de arriba”, cuyos fundamentos paradigmáticos eran los bombardeos a la Plaza de Mayo de 1955 y la masacre de Trelew (1972) (2). En el contexto de la apertura del horror concentracionario, serían pocas las evaluaciones críticas sobre las “orgas”; se destacaron algunas realizadas en el país y otras en el exilio, que señalaban las desviaciones “militaristas” y el divorcio vanguardia-trabajadores como pecados capitales de la experiencia armada (3).
La década de 1990 y los primeros años del nuevo siglo serían el escenario de una auténtica explosión de la temática “setentista”, que logró afirmarse en un campo editorial de peso propio, impulsado por el llamado periodismo de investigación –con producciones por lo general carentes de reflexiones políticas seriamente fundamentadas– y memorias de ex militantes que recuperaban los sentidos de una apuesta política a través de sus luchas y vivencias personales (4). El tópico también ganaría espacio en los estudios académicos, hasta instalarse como una especialidad que recorre centenares de monografías, ponencias y una buena cantidad de tesis de licenciatura y doctorado. En ese marco, una distinción común será el desplazamiento de la figura del militante como “víctima”, para asumir su identidad política revolucionaria.
En términos de historia organizacional, el conjunto alcanzó a develar sólo las principales organizaciones político-militares que actuaron en el país entre 1958 y 1983: Montoneros y PRT-ERP. Y, en menor medida, las que protagonizaron las experiencias pioneras: Uturuncos, EGP, FARN y el grupo Cristianismo y Revolución. Poco se ha profundizado en las FAP y FAL, así como en las FAR, Descamisados, OCPO, CPL, ERP 22 de Agosto, Fracción Roja, GEL, PROA, MRA, FR 17 y GOR, entre otras, que por el momento naufragan en un mar de siglas curiosas.
La falta de estudios de referencia sobre las numerosas organizaciones pioneras de los años 1960 es notable. Lo mismo ocurre con aquellas de militancia de exclusivo, o casi, carácter provincial, como por ejemplo los grupos armados anarquistas que actuaron en Salta y Jujuy. Más auspicioso resulta el interés puesto sobre algunos aspectos de las organizaciones hasta hace poco tiempo ocultos, como cuestiones de género y moral revolucionaria, cuya especificidad ha ido ganando atención paulatinamente.
II. Dentro del conjunto de aproximaciones realizadas destaca una mirada que ha ganado cierto consenso, enfatizando el rol de las organizaciones político-militares como intérpretes –orgánicas o no– de la cultura política y social de las clases subalternas. Desde esta perspectiva, la práctica armada es interpretada como un aspecto central de la lucha de clases y, bajo determinadas coyunturas históricas, como la cumbre misma de la confrontación.
En esta mirada cobra especial dimensión la influencia de experiencias armadas en otras latitudes, especialmente los procesos argelino, cubano y vietnamita. En su apreciación, estas experiencias constituyeron la amalgama que confluiría con la profundización de la protesta de los trabajadores argentinos desde el Cordobazo (1969), fundiéndose en un espíritu de época caracterizado por el alzamiento de masas y la acción directa. En este marco epocal, en el que también se insertan la Teología de la Liberación y los Sacerdotes para el Tercer Mundo, el guevarismo inscribiría en los movimientos de protesta y en las organizaciones revolucionarias una matriz en la que la práctica militar constituiría un método no exclusivo de oposición a las dictaduras y al atropello patronal. En su evaluación, finalmente, el Onganiato terminará dispensando todas las legitimaciones del accionar político-militar.
III. En los últimos años, y en pleno auge la actualidad, ha echado ancla una tendencia demonizadora de la lucha armada que muestra diferentes facetas. Por lo pronto, un auténtico aluvión de “investigaciones” periodísticas y novelas “históricas”, por lo general centradas en una figura dirigencial o en algún suceso determinado –Norma Arrostito, Jorge Ricardo Masetti, la ejecución de José Ignacio Rucci o la contraofensiva montonera (5)– vertebran su relato alrededor de actuaciones personales. Generalmente, estas producciones enhebran micro-historias atravesadas por conflictos individuales, en las que destacan actuaciones políticas descontextualizadas o contextualizadas superficialmente y en ocasiones incluso falseadas, a manera de justificación de aquellas. Perdidas en el anecdotario, y no pocas veces en el más perverso de ellos, dejan como saldo una obra de más que dudosa calidad en el currículum de sus autores. En verdad, éste no es el mal mayor; lo gravoso es que naturalizan una marcada despolitización de las experiencias armadas, subsumiéndolas en un conjunto de subjetividades patológicas “o de inexorables desviaciones políticas, visiones claramente construidas desde el presente y cada vez más alienadas de sus objetos de estudio” (6). El guante será alzado con eficacia discursiva y argumentativa por otros demonizadores de la lucha armada, con una inequívoca identificación en las conclusiones.
Ya en 1987, en el prólogo a Soldados de Perón, los Montoneros de Richard Gillespie (editorial Grijalbo), Félix Luna subraya: “Lo que va a leerse en las páginas que siguen, es la historia de una locura…”. Vale detenerse en esta idea porque dos décadas más tarde va a cubrir buena parte de las miradas “críticas” sobre estas experiencias. El término “locura”, por supuesto, no es caprichoso. Quien lo esgrime es el mismo historiador que en la escena final del film La fiesta de todos (Sergio Renán, 1978), acodado cómodamente en un balcón, celebraba la alegría de todo el pueblo argentino por el triunfo en el Mundial de Futbol.
Según el Diccionario de la Real Academia Española, “locura” es: “1) privación del juicio o del uso de la razón; 2) acción inconsiderada o gran desacierto; 3) acción que, por su carácter anómalo, causa sorpresa, 4) exaltación del ánimo o de los ánimos, producida por algún afecto u otro incentivo”. Locura, pues, es enajenación, alienación, demencia, desequilibrio, insania, delirio, extravagancia, insensatez, incoherencia y, por supuesto, irracionalidad. No hay ideologías, tradiciones históricas, estrategias políticas, teorías; no hay ideas ni prácticas devenidas de ellas. Tampoco experimentación, aprendizajes, evaluaciones críticas y correcciones. No hay, en suma, historia. Hay “locura”, consagración del sinsentido.
La proposición encontrará eco aun en intelectuales a los que no se les puede achacar condescendencia con la represión dictatorial. De hecho, se la encuentra en el prólogo a la novela La casa de los conejos (Edhasa, Buenos Aires, 2008), de Laura Alcoba, en la que la autora señala: “Voy a evocar al fin toda aquella locura argentina, todos aquellos seres arrebatados por la violencia”. En muchísimas obras más se escucharán melodías similares. La conversión de los años setenta, de una politicidad pocas veces tan activa en la historia nacional, en años de “plomo” y “locura”, encuentra en estas producciones importantes apoyos.
IV. Las pulsiones de muerte y eróticas a las que apela Hugo Vezzetti como un punto de partida posible para la exploración de la violencia revolucionaria tiene algo de sus fuentes en lo anterior. “El sujeto queda transformado y, por consiguiente, transforma las cosas con las que se relaciona, a las que otorga poderes excepcionales”, escribe Vezetti (7). Esto le permitiría al militante, por ejemplo, emprender acciones caracterizadas por la desmesura: identificación con los guerreros nobles de la tradición de Occidente, confraternidad de la sangre, espíritu de sacrificio, experiencias de lo sagrado, rechazo al miedo, seducción por la muerte, culto a los caídos…
Es llamativo el esfuerzo en conformar un universo militante basado en el despojo de cualquier sentido, saber y práctica política, siempre subsumido en la subjetividad de pequeños burgueses insatisfechos que buscan escapar a una vida grisácea o están sometidos a sus pulsiones descomedidas, las que, además, tienen una contundente filiación con las de sus oponentes. Las profundas aspiraciones revolucionarias, condicionadas e interpeladas por los tiempos de convulsión social en las que se inscriben como experiencias políticas personales y colectivas apenas serán consideradas meras ambiciones redencionales.
Sergio Bufano transita un camino similar, en especial cuando persiste en la creencia de que “verle la cara a Dios” o consagrarse a “la vida plena” (8) fue un determinante subjetivo de la militancia de las organizaciones armadas y, por extensión, de todas las organizaciones revolucionarias que se encontraban bajo las mismas tensiones políticas y de seguridad. Semejante lectura política no puede sino concluir, como señala críticamente Omar Acha, que “las organizaciones guerrilleras representaron la expresión más delirante y extraviada de la violencia instituida como idioma de la política” (9).
Llama la atención cómo estos autores, al identificar a los militantes revolucionarios con sus enemigos, alcanzan evaluaciones identificables con la prensa del Proceso. Ya en 1978, los escribas de los servicios de inteligencia hablaban de los “apasionados de la muerte a la estatura de los héroes trágicos” y de “un comportamiento social que raya con el amor hacia la muerte” (10).
Así, para esta renovada corriente de reflexión sobre la militancia armada, la militancia revolucionaria parece haber sido un todo homogéneo que no conoció desarrollo alguno: intratable en su secuencia histórica y desgajada del conflicto social de la que fue parte, irrumpió inopinadamente con las características subrayadas. Inconmovible en su monolitismo, pareciera que mantuvo una construcción sin conflictos, crisis ni batallas internas por la homogeneización de una práctica, cuya completa falta de linealidad podrá divisar cualquiera que trabaje seriamente el tema.
Inmersos en las subjetividades que les interesan destacar, estos autores no advierten los comportamientos absolutamente diferentes de un mismo sujeto a lo largo de su experiencia, ni hablar de organizaciones político-militares que, según la coyuntura atravesada, directamente consensuaron el abandono del ejercicio armado o lo circunscribieron a la autodefensa. Como en todo ejercicio de memoria, estos críticos también eligen sus olvidos, y ese es un punto central de la cuestión.
No obstante, sus planteos merecen ser analizados. Es necesario profundizarlos, cuestionarlos: ¿Cómo explicar aquellas búsquedas desenfrenadas por la vida plena, la seducción por la muerte y esa identidad con la comunidad de guerreros en los años sesenta y a principios de la década siguiente, cuando hasta los servicios de inteligencia de las Fuerzas Armadas y de las fuerzas policiales han destacado la “calidad” de las operaciones ejecutadas, el cuidado de la vida –propia y ajena– como el más preciado tesoro? ¿Por qué tantas organizaciones eran conocidas por sus acciones preciosistas, “limpias” en la jerga militante, a la vez que centenares de operaciones eran clausuradas por la temeridad que podían suponer y los peligros que implicaban para los militantes y la población? ¿Por qué organizaciones armadas que contaban con precisa inteligencia sobre su enemigo (de ello también dan cuenta los servicios de inteligencia) causaron entre 1958 y 1979 alrededor de 650 bajas (11), la inmensa mayoría en enfrentamientos armados no provocados por ellas, lo que pone en duda esa supuesta fascinación por la muerte? El sociólogo Juan Carlos Marín señala de hecho que de un total de 5.547 operaciones guerrilleras realizadas entre mayo de 1973 y marzo de 1976, el 81,8% no produjeron baja alguna, mientras que de 2.945 operaciones antisubversivas, el 71,9% sí lo hicieron (12).
Esto no supone sepultar acciones como secuestros y ejecuciones –también diversas según los contextos–; pero de ningún modo se puede caracterizar el accionar de la guerrilla argentina sólo a través de dicha vara. ¿Por qué no señalar el trabajo político, sindical, estudiantil y barrial, y las acciones de “propaganda armada” como tomas de establecimientos fabriles y educativos, volanteadas y discursos en las puertas de las fábricas y medios de transporte, incautación de mercaderías para su distribución en incontables repartos en barrios obreros y villas miseria, si también fueron –y por etapas de manera hegemónica– acciones de las organizaciones político-militares? No hay indicios de estas cuestiones entre los críticos citados; liberados de la responsabilidad de periodizar la investigación sobre las características de las organizaciones y sus prácticas en relación al conflicto social y al momento histórico, sólo destacan desvaríos y muerte. Constituye sin duda lo que eligieron subrayar.
Cualquiera que se tome el trabajo de estudiar la historia de las organizaciones político-militares argentinas no tardará demasiado en descubrir que las posturas y tareas políticas que se desarrollaron estuvieron imbricadas en la coyuntura nacional. Durante años enteros las organizaciones guerrilleras exhibieron una discreta operatoria militar ofensiva, dedicando sus esfuerzos a la propaganda y al aprovisionamiento. Y por lo menos hasta 1973 contaron, si no con la aprobación, sí con la simpatía de amplios sectores de la ciudadanía.
El cambiante rumbo de la situación nacional en aquellas décadas hace impensable asimilar la experiencia armada entre 1959 y 1968, con la que se desarrolló bajo el impulso del Cordobazo y los primeros años de los setenta. Tampoco pueden medirse de igual manera esta última y la que se desarrolló durante la actuación plena de la Triple A, cuando en dos años fueron asesinados más de 1.500 militantes, muchos de ellos cuadros políticos de las organizaciones armadas, a los que habría que sumar los miles de exilados que partieron para no caer bajo las balas para-militares y para-policiales. Finalmente, el desarrollo de las organizaciones bajo este último período tampoco puede ser mensurado con los mismos parámetros que durante la última dictadura cívico-militar.
Derrotas políticas y sangrías militantes no constituyen meras excusas que legitiman operaciones gravemente cuestionables –por caso, la ejecución del capitán Humberto Viola que culmina con la muerte de su hija– y sobre las que hoy caen los críticos para demonizar una historia de lucha que las excede ampliamente. Por el contrario, deberían servir a la hora de examinar críticamente el devenir de la guerrilla local, sin pretensión de evadir ni exculpar responsabilidades, pero evitando, por falsa y ahistórica, la evaluación de un accionar situado en la subjetividad de jóvenes perturbados y amantes del riesgo y de la muerte. Vezetti y Bufano presentan así a militantes con características sociales, culturales y psiquiátricas particulares: lúmpenes, delincuentes y jóvenes emocionales en busca de la redención. Una operatoria política que abona la teoría de los dos demonios: frente a los desequilibrados con uniforme, desequilibrados que deseaban tenerlo.
Resulta irresponsable condenar, en base a interpretaciones deshistorizadas y despolitizadas, a aquellos militantes que respondieron orgánica e individualmente como pudieron y no supieron resolver encrucijadas políticas –o las resolvieron mal–, lo que los llevó a la derrota política primero, y al exterminio después. Vezetti y Bufano echan su manto de luz sin evaluar el accionar de las guerrillas argentinas en sus específicos desarrollos, cosa que no ocurre cuando se trata de analizar al reformismo burgués, con sus leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Allí sí se atrincheran en todo tipo de especificidades coyunturales y tratan de salvar las prendas íntimas del alfonsinismo, manchadas tras mentir descaradamente a toda la sociedad en sus negociaciones y capitulaciones secretas con los represores, antes y después de La Tablada. Prefieren señalar los “extravíos” de las organizaciones armadas, mientras sueñan con una democracia burguesa ejemplar (13).
V. Esta tendencia a demonizar la guerrilla desde una perspectiva supuestamente de centro-izquierda no hace más que ofrecer justificaciones “progresistas” a una nueva narrativa histórica de derecha, que no vacila en realizar una revisión ideológica y en ocasiones falsificada de la violencia política setentista. Basta con pasar revista al último trabajo del ex jefe de la SIDE menemista Juan Bautista Yofre, El escarmiento (Sudamericana, Buenos Aires, 2010), que adjudica el asesinato del Padre Mugica a Montoneros en base a argumentos sobradamente superados por jueces, fiscales e historiadores. O alcanza con leer el copete del más reciente libro de Ceferino Reato, Operación Primicia (Sudamericana, Buenos Aires, 2010), que caracteriza a esa acción armada como “el ataque de Montoneros que provocó el golpe de 1976”. Estas producciones intentan reconvertir a la militancia revolucionaria en la culpable del golpe de Estado de 1976, una operatoria similar al revisionismo histórico que busca rehabilitar desde los años ochenta al fascismo y al nazismo en Europa.
VI. La evaluación de la experiencia guerrillera merece una seriedad mayor, que supere la ensayada por Oscar Del Barco y su metafísica apelación al “no matarás” (14), y las fragmentadas visiones sobre las subjetividades militantes, a las que Vezzetti y Bufano pretenden dar dimensión universal. Es necesario analizar las prácticas de las organizaciones político-militares hasta el hueso, sin olvidar que se lo hace más de tres décadas después, con experiencias y saberes impensables en aquellos años. Se trata de comprenderlas en sus más finas tramas históricas, sociales, culturales, políticas e ideológicas, y en una dinámica de tiempo que excede largamente los mal llamados “años de plomo”.
Una opción diferente a culpabilizar una práctica política que lejos está de haberse iniciado con la ejecución de Pedro Eugenio Aramburu o con los muertos del asalto al Policlínico Bancario (1963), mal que le pese a los arqueólogos de las identificaciones rituales y simbólicas.
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*Investigador, autor de Los orígenes perdidos de la guerrilla en la Argentina, Walduther editores, Buenos Aires, 2010.
1 Marina Franco, “Reflexiones sobre la historiografía argentina y la historia reciente de los años ’70”, Nuevo Topo. Revista de historia y pensamiento crítico, N° 1, Buenos Aires, septiembre-octubre de 2005.
2 Un ejemplo paradigmático de esta corriente es Gregorio Levenson, Ernesto Jauretche, Héroes. Historias de las Argentina revolucionaria, Colihue, Buenos Aires, 1998.
3 En 1984, Pablo Giussani publica Montoneros, la soberbia armada; un año más tarde, Carlos A. Brocato hará lo propio con La Argentina que quisieron, una de las pioneras y más osadas críticas a la práctica armada. En el exilio se destaca la revista Controversia (México, 1979-1981).
4 Un ejemplo de esta orientación está dada en La voluntad. Una historia de la militancia revolucionaria en la Argentina, de Eduardo Anguita y Martín Caparrós (Norma, Buenos Aires, 1998). También, Carlos Flaskamp, Organizaciones político-militares. Testimonio de la lucha armada en la Argentina (1968-1976), Nuevos Tiempos, Buenos Aires, 2002.
5 Veáse por ejemplo: Gabriela Saidon, Gabriela, La Montonera. Biografía de Norma Arrostito, Sudamericana, Buenos Aires, 2005; Jorge Lanata, Muertos de amor, Alfaguara, Buenos Aires, 2007; Ceferino Reato, Operación Traviata. ¿Quién mató a Rucci?, Sudamericana, Buenos Aires, 2008; Marcelo Larraquy, Fuimos soldados. Historia secreta de la contraofensiva montonera, Aguilar, Buenos Aires, 2006.
6 Esteban Campos, “¿Es posible una ‘memoria completa’? Acerca de olvidos y reacciones conservadoras en la narrativa histórica de los ’60/’70 (2006-2009)”, Afuera. Estudios de crítica cultural, nº 7, Buenos Aires, noviembre de 2009 (www.revistaafuera.com).
7 Hugo Vezzetti, Sobre la violencia revolucionaria, Siglo XXI, Buenos Aires, 2009, pág. 131.
8 “La vida plena”, Lucha Armada en la Argentina, N° 1, Buenos Aires, diciembre 2004.
9 Omar Acha, “Dilemas de una violentología argentina: tiempos generacionales e ideologías en el debate sobre la historia reciente”, V Jornadas de Trabajo sobre Historia Reciente, Universidad Nacional de General Sarmiento, Buenos Aires, 22 al 25 de junio de 2010.
10 Estado Mayor de la Opinión Pública, Buenos Aires, N° 13, 1978.
11 AUNAR (Asociación Unidad Argentina), Subversión. La historia olvidada, AUNAR, Buenos Aires, 1999.
12 Juan Carlos Marín, Los hechos armados, PICASO/La Rosa Blindada, 2da. edición, Buenos Aires, 1996, págs. 78 y ss.
13 Véase Hugo Vezetti, op. cit., pág. 124.
14 Véase Marta Vassallo, “El pasado que vuelve…”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, diciembre de 2005.