Por Jesús Santrich, Integrante del Estado Mayor Central de las FARC-EP
“Los muertos han atravesado el imperio de la mentira y la vileza de los esclavos; con trazos de fuego han grabado ante nosotros la vía del martirio…” (…) “Y, entonces, rojas rosas brotaron de la sangre; flores nunca vistas crecieron de las páginas de la tierra y entretejieron coronas por los siglos rojos sobre tumbas ya nunca olvidadas”. LENIN.
La muerte del camarada Alfonso Cano jamás podría ser el canto de cisne de la lucha armada, ni mucho menos de la inconformidad social en alza irrefrenable. No podría ser tampoco el punto irreversible de su cuerpo inerte cuya imagen de santo blasfema la crónica roja, mientras gozan de morbo sus victimarios que a sueldo actúan para regocijo de la tiranía santista.
Sabemos cómo es la guerra, como parte de un pueblo ultrajado la hemos padecido, la hemos sufrido, la hemos vivido… pero la hemos asumido pensando en la vida a pesar de la muerte…, ya desde los entretiempos pútridos de los fracasos, o ya desde los éxitos esplendorosos de cada jornada de fuego o de las protestas callejeras.
Frente a las cenizas de los nuestros y la roja memoria de los caídos, rotos los cristales de la luna o con su plata fulgiendo en el corazón audaz de los de abajo, estoicamente avanzamos sin quejumbres hacia el asalto de los cielos.
Por cada arruga de la historia trepamos sin clamar piedad, o siguiendo la odisea de los viajes inciertos que suele deparar la lucha contra la sanguinaria oligarquía que antepone su soberbia militarista a una opción que favorezca a las mayorías sojuzgadas.
En todo caso, elevando coros de justicia es que permanecemos, colmados de una esperanza eternal que no cesa porque la enciende el amor por los oprimidos como una hoguera de mamo tayrona en nuestros corazones.
Nunca será tan largo ni enteramente tortuoso el camino como para hacernos arriar las banderas que agitamos, desde las raíces de nuestro compromiso sagrado por la tierra prometida del comunismo.
Cada combatiente que cae es como un fogón que se levanta con calor de pasión por la causa venerable de los pobres. Así ha sido, así es, así seguirá siendo nuestro compromiso revolucionario hasta más allá de la victoria o del crepúsculo de la muerte.
Así, entonces, no será jamás cadáver la esperanza nuestra en las fúnebres fosas pestilentes que las hienas que nos acechan han cavado en la patria para arrojar en ellas la inconformidad de los explotados; porque, como cantara el juglar rebelde Cristian Pérez hasta los días en que ofrendó su vida en la batalla caucana, “hasta ese lugar del alma la bala de un fusil no alcanza”.
No se apaga la palabra, ni se cerca con metralla el bolivariano ideal cimero de los farianos; es decir, del pueblo en armas, a pesar de la levedad épica de cada cuerpo valeroso de guerrillero, o de humilde compatriota que se enfrenta a la iniquidad de los que nos gobiernan.
Como los más dignos revolucionarios de todos los tiempos, como el Che por ejemplo, Alfonso miraba cual si fuera algo muy posible la muerte en combate; algo tan natural como el agua para el río, pero convencido de que ello, la muerte en cualquier circunstancia del combate o como consecuencia de erguir la dignidad en cualquier escenario de la acción política, no impediría la marcha de la revolución continental.
En una de sus más recientes entrevistas había expresado: “hoy estamos, mañana no estamos, pero otros muchachos, otras generaciones, otros integrantes del ejército del pueblo empuñarán las armas para seguir adelante, porque en el fondo de cada uno de nosotros, independientemente de la situación de guerra que vivimos, está la decisión de contribuirle a Colombia para salir adelante…”
Cuánto nos hace recordar esto las palabras del Che en su mensaje a la Tricontinental: “Toda nuestra acción es un grito de guerra contra el imperialismo... En cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ese, nuestro grito de guerra, haya llegado hasta un oído receptivo y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas”.
El compromiso de la lucha revolucionaria en Colombia, no puede asumirse poniendo como condición la sobrevivencia de cada cual. El carácter terrorista del régimen así lo impone. De ahí que la posibilidad cierta del martirio en la búsqueda de un propósito altruista, verdadero, de cambio de las estructuras sociales, y el encuentro indeseado con la muerte no es sino ejemplo y acicate para quienes debamos como soldados de la revolución, como herederos de quienes nos han antecedido, aportar hasta donde más podamos a la emancipación de la humanidad, para que nuestras próximas generaciones puedan disfrutar la cosecha de cada esfuerzo y puedan entender como un canto a la vida, el sacrificio de aquel que luchando por el otro muere.
¿Quién podría, así, trochar o talar en el ejemplo de un Alfonso agigantado por su entrega a un ideal de libertad, arraigado y abonado por su propia mano en la parcela fértil de las pobrerías del que mana el caudal del colectivo fariano?
La construcción histórica de las FARC se ha alimentado mucho de individualidades excepcionales que afortunadamente han tenido su grandeza en una característica común: afianzar la cohesión y la esencialidad de lo colectivo, la fortaleza del todo por sobre las debilidades o cualidades de cada quien; es decir, se ha hecho una construcción cuya posibilidad histórica dentro de la fragua popular no se agota con la muerte del sujeto. Ello es la garantía de la conquista del propósito mayor, cuya inspiración nodal radica en tomar por prioritario el querer de los oprimidos.
Muchos comandos rojos han de surgir en nombre de Alfonso Cano. Ya han gritado las paredes reivindicando su nombre, ya han coreado las marchas sus consignas de combate por la paz inclaudicable, anunciando el eclipse de las oligarquías que pronto han de sentir la ira de los vejados. No cesa la lucha de clases en Colombia. Va en creciente y apunta a estallar sin más demoras.
La intransigencia de la oligarquía entregada de rodillas a su amo imperial, nos está conduciendo a la más pertinaz agudización de una lucha a muerte por la vida y por la patria en la que cada vez es más claro que nuestro pueblo es indomable, que se agita generando tiempos de gran movilización política contra la opresión y la miseria, contra la oligarquía apátrida que feria nuestros recursos naturales favoreciendo a las trasnacionales que hoy destruyen nuestro entorno.
Sin más miedos se moviliza el pueblo contra esa oligarquía que protege a los amos del dólar desatando para ello la guerra sucia, la criminalización, la desaparición forzada, el desplazamiento contra sus propios nacionales…, de manera grosera, sin importarle para nada las voces de protesta ciudadana, inerme, que se levantan en Campo Rubiales, en Marmato, en San Turbán…; en múltiples lugares del territorio donde las trasnacionales montan sus enclaves de depredación, o en sitios como Barrancabermeja, donde ha convergido la inconformidad del pueblo en multitudes que aún le hablan al gobierno esperanzándose en encontrar un camino de paz.
En las calles de Colombia, como nunca antes en la historia del movimiento estudiantil, las juventudes marchan exigiendo cobertura, recurso y calidad para la educación, piden conocimiento oponiéndose a la guerra fratricida que atiza el gobierno, mientras otros miles de hijos del pueblo llano erigen su heroísmo en los campos sin importarles la muerte, hendiendo la más oscura noche de la sumisión impuesta, con un sablazo de dignidad que ilumina el porvenir.
Todas las inmundicias de los gobernantes justifican a plenitud la vigencia de la lucha armada que se llena de gloria con el florecimiento de los movimientos de masas y rubrica sin titubeos la continuación de la acción rebelde, hasta la muerte misma si fuere el caso, porque sin duda esta es una lucha contra el neo-colonialismo, por la definitiva independencia tantas veces aplazada, pero que ahora estremece los cimientos de la patria con el clamor resplandeciente de los indignados.
Ahora, como lo pensaba Alfonso, como lo conciben las FARC, como lo sienten las mayorías, más allá de los engaños que vomita la jauría mediática mentirosa, como lo diría el Che situados estamos “ante el dilema imperialismo o revolución, sólo las capas más progresistas estarán con el pueblo».
Los revolucionarios no decidimos quien debe sobrevivir a la lucha. Decidimos entregarlo todo porque el pueblo permanece y su permanencia debe ser escalando los rumbos de la felicidad humana sin explotadores ni explotados.
El pueblo colombiano no ha de esperar las calendas griegas para dar fin a los opresores; y nadie ha de esperar a que el maná le baje desde las montañas; cada quien estará haciendo lo que corresponda en esta gesta de luchas que tiene en su haber la dignidad de los caídos, y la madurez ya para definir sin más demoras el presente.
Alfonso, fiel intérprete de Marulanda, nos enseñó a amalgamar ese conocimiento sencillo de nuestro pueblo con el estudio de las experiencias múltiples de las luchas de los pueblos; y, evocando a Guevara, nos enseñó a convencernos de que «la guerra de guerrillas no es sino una expresión de la lucha de masas y no se puede pensar en ella cuando ésta está aislada de su medio natural, que es el pueblo». Lo sabemos y hemos constatado, yendo de su mano, cuánta fortaleza se acumula en las FARC por ese amor del pueblo que nos sostiene y nos inspira. Por ello repetimos con sus enseñanzas en la mente aquella concluyente frase del Libertador que nos anima: “nada nos detendrá si el pueblo nos ama”.
No pueden pasar por alto los potentados que afligen al pueblo con su despotismo y felonías que al declararnos la guerra a muerte no nos dejan otro camino que el de persistir en una resistencia a muerte hasta vernos frente a frente con la victoria.
En una declaración de agosto de 2008, a pocos meses del asesinato del comandante Raúl Reyes, con mucho acierto el camarada Alfonso, ubicando causas fundamentales de la confrontación política y social que padecemos, había expresado:
“En la base del conflicto colombiano se encuentra esa relación funcional entre gobiernos, jefes políticos, dueños del gran capital, hacendados, jerarquía de la iglesia, fuerza pública y paramilitares, hoy estimulada con los dineros del narcotráfico, que cabalga sobre la práctica impune del terrorismo del Estado en el marco de una estrategia neoliberal que enriquece cada vez más a los ricos a costa del empobrecimiento del resto de la población”.
“Con la ayuda y bajo la protección imperial de la Casa Blanca se pretende perpetuar en Colombia el régimen dictatorial sostenido sobre una fuerza pública que viola sistemáticamente los derechos humanos, y a la que han transformado en el más poderoso partido político oficial ultraderechista, principal sostén del régimen, con cerca de un 10 por ciento del presupuesto nacional a su disposición”.
Y he ahí entonces el fango de donde han brotado, como diría Vallejo con sus palabras de amargura por las angustias de la humanidad, “esos golpes tan fuertes, como de la ira de Dios, como si ante ellos la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma, abriendo zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte”.
Y es que, retomando las palabras de Alfonso, “en una confrontación tan intensa como la actual donde se presentan centenares de combates diariamente y miles de hechos de guerra por todo el territorio nacional, es entendible que se presenten además de muertes capturas de integrantes de las fuerzas en lucha; y es lógico que también nosotros y las familias de los guerrilleros presos los queramos libres, lejos del oprobio y la humillación de las cárceles gringas y de los calabozos de máxima seguridad de Colombia: Por ello mantenemos la propuesta del intercambio” (Ibídem).
No está por demás decir que estas expresiones que reiteran una posición de principios en favor de una solución sin tanto derramamiento de sangre y pesadumbres, son ejecutoria de un legado que nos dejó el insigne comandante Manuel Marulanda Vélez quien desde su ejemplo sigue signando el rumbo de las FARC-EP.
Entonces, no nos deja un vacío la muerte del camarada Alfonso Cano, porque aunque es la suya una de las muertes que pesan como montañas, no nos sumerge en el desconcierto ni en el abatimiento, sino que nos levanta erguidos conminándonos a izar las banderas que le dieron significado a su existencia: la justicia, la igualdad, la dignidad, la libertad, la construcción de la unidad latino-caribeña, el socialismo…; en fin, un universo de magnánimas finalidades en amparo de los pobres, por los que nunca tuvo el temor de perecer.
Afianzando sus convicciones en nuestra historia propulsó a las FARC hacia una marcha por la paz reiterando principios y empeñándose en creer en una posibilidad de derrotar la intransigencia mezquina de los potentados con argumentos que trascendieran el fuego y disiparan la pólvora. Pero, como diría el trovador, él también “comprendió que la guerra era la paz del futuro…; que lo más terrible se aprende enseguida y que lo hermoso nos cuesta la vida”.
Alfonso no andaba por las tinieblas de la ingenuidad sino por la luz del optimismo. A pesar de todas las evidencias contrarias que vomitaba con rencor el enemigo, pensaba que el clamor de las masas podría superar la oscuridad de la guerra y disipar el polvo mismo de la agonía de este país nuestro, anegado en la sangre de los millares y millares de compatriotas que el capitalismo va sacrificando con su presencia voraz.
Definitivamente era Alfonso un hombre de paz que entendía y enseñaba que la historia tenía su fuerza motriz en el accionar del pueblo; esa era para él, como para los farianos todos, la verdadera fuerza revolucionaria; y por ello admiraba y respetaba enormemente a quienes sin armas se atrevían a enfrentar a un régimen sanguinario como el de Colombia. Por ello nunca ocultó el goce que le producía cada vez que se abría una posibilidad de diálogo que impidiera seguirle sumando muertos y desgracias al pueblo. Es precisa y justa, entonces, la palabra del Secretariado nacional de nuestra organización insurgente cuando en el mensaje del 5 de noviembre que anuncia su deceso indica: “Ha muerto el Camarada y Comandante Alfonso Cano, ha caído el más ferviente convencido de la necesidad de la solución política y la paz”.
No lo inmutaban las difamaciones, sabía responder con altura a sus detractores. Sólo lo urgente para lo necesario, sólo lo suficiente para mantener el rumbo en la búsqueda de una salida incruenta a los graves problemas sociales que han generado el endémico conflicto colombiano. ¡Gallardía y probidad blindada contra los odios inicuos y banales era el comandante Alfonso!
Así, no es extraño que ante la pregunta de un periodista, sobre si creía en la posibilidad de abrir un proceso negociador con el presidente Juan Manuel Santos, respondiera:
“Con el esfuerzo mancomunado de muchos sectores progresistas y democráticos interesados en una solución incruenta del conflicto, siempre será posible construir escenarios e iniciar conversaciones directas de horizontes ciertos, con cualquier gobierno, incluyendo al actual, pese a que este, empezando su mandato, redujo posibilidades al imponer una ley que cierra puertas a diálogos dentro del país. Pero somos optimistas sobre la eventualidad de lograrlo”. (Respuestas al diario Público, de España. Mayo 21 de 2011, montañas de Colombia).
Por eso, cuántas lágrimas se han vertido al raudal clandestino de la Colombia herida por su muerte, pero además, cuánta dignidad multiplicada desde su cuerpo vejado por la infamia; por ello es efímera la “victoria” cruel del opresor que con sus rifles encarnizados parecieran querer aniquilar hasta las huellas de su paso por la tierra.
Pero no, nadie lo olvidará mientras existan las FARC y el pueblo por el que luchaba; nadie olvidará sus palabras cuando expresaba que “la solución del conflicto en Colombia no pasa por la Pax Romana”. Y menos aún, cuando con énfasis insistió en sus argumentos de firmeza en el compromiso de lucha: “Desmovilizarse es sinónimo de inercia, es entrega cobarde, es rendición y traición a la causa popular y al ideario revolucionario que cultivamos y luchamos por las transformaciones sociales, es una indignidad que lleva implícito un mensaje de desesperanza al pueblo que confía en nuestro compromiso y propuesta bolivariana”. (Ibídem).
“No tenemos ninguna dubitación, ninguna duda -subrayaba-, sobre nuestra obligación de luchar permanentemente y sin desmayo, con convicción y optimismo, por acercarnos con certeza a la solución política, incruenta, del conflicto…” (Ibídem).
Estos argumentos que generaban la admiración de los oprimidos permanecerán en nuestras banderas y fusiles, y el amor del pueblo por tan noble compromiso se seguirá expresando de múltiples maneras. El pueblo al que pertenece su gloria seguirá haciendo resonar su nombre. Sus manos tendidas a los sufrientes se alzarán entre el tumulto como rosas dispuestas para el ritual de la esperanza en la luz del alba bolivariana que ya se otea, o para adornar la flama agigantada de justa cólera, en la hora de las mestizas señales de avance de los que anhelan la patria liberada, en la hora de la marcha del decoro que no se detiene, latiendo desde el pecho inmenso del partisano caído que eleva su luz como sol en el cenit.
No habrá silencios en su adiós de bienvenida que retorna eternamente, no habrá oscuridad en la memoria explosiva de su fusil incandescente, en la verdad palpitante de sus palabras, en su honor celestial colmado de estrellas que marcan el norte de la audacia. Pastor insigne del verde olivo, talismán del oprimido, destello de la estrella insurreccional, olor de flora liberada, caminante del bosque y las razones, cuya agonía no ha sido sino cimiento para la vida nueva, sin explotadores ni explotados, sobre los que se va levantando la América sin cadenas.
En el eco de las consignas ardidas habita su nombre como erupción de un volcán en rebeldía: “Los colombianos, con la contribución de países amigos -decía-, debemos construir un escenario de diálogo donde hilvanar y tejer mancomunadamente un proceso que concluya en acuerdos, cuya materialización incida contundente e irreversiblemente en la liquidación de las causas que en su momento originaron el conflicto armado y que hoy lo nutren abundantemente” (Ibídem).
Pero bien el fuego, bien la pólvora, bien el verbo con el ímpetu de las galaxias, haciendo en esta hora luctuosa, tempestades en las manos del Dios de los desposeídos, para romperle sus muecas de burla al fiero rostro de los imperios envilecidos; está bien…, aunque no sea posible evitar que del dolor de los humildes afloren lágrimas que enjuaguen los riscos y laderas de cada corazón herido; aunque no sea posible impedir que se estremezca el alma frente al pálido olor de la muerte en la montaña de Chirriaderos, cierto es que su pensamiento vivirá para siempre.
Cómo no recordar, por ejemplo sus palabras ante sus guerrilleros, el pueblo y UNASUR una vez se produjo en junio de 2010 la “elección” espuria del criminal que hoy gobierna a Colombia:
Dijo por entonces que este suceso “garantizaba a la oligarquía colombiana la permanencia de sus políticas y estrategias, y le imponía la tarea de blindar al gobierno anterior de la justicia nacional e internacional como de recomponer el régimen político que está empapado de ilegitimidad en la medida en que había sido permeado por el narcotráfico, la corrupción, la impunidad, con un aparato electoral podrido y una característica de violencia terrorista sustancial”.
No obstante la caracterización de un régimen de terror vinculado a crímenes contra el pueblo arropado en la doctrina de la seguridad nacional, llamó a la posibilidad de explorar vías para que nuestro país pueda superar esta terrible situación que hoy enfrenta, “a través del diálogo, de las conversaciones, de las propuestas políticas, de la diplomacia, para ir buscando entre todos el punto de confluencia en que con el concurso de la mayoría de los colombianos podamos identificar las dificultades, los problemas, las contradicciones y generar a partir de ahí perspectivas, caminos, salidas posibilidades.”
“Colombia podrá cerrarle las puertas a la guerra civil si encuentra el resquicio”, precisó.
Pero otro es el empecinamiento de la oligarquía. No obstante, la certeza de la partida de Alfonso entre las estridencias de las bombas y la metralla…, nos queda el sentimiento de que no hay otra manera más digna de morir que henchidos del valor sublime que se anida en el irreductible compromiso de patria emancipada.
¡Ay, muerte que eternizas con el cincel del tiempo sin edades la imagen del que se inmola por la causa de los pueblos!, proliferando en el sacrificio decoroso los mitos de la conciencia guerrillera…
Seguros estamos, que “de las víctimas que han caído fructificarán las coronas de espinas con las antorchas del porvenir”.
¡Salud al comandante Alfonso! ¡Gloria eterna al camarada! A ese egregio cultor de la fe de las pobrerías, que como soplo del alba acaricia ahora nuestras frentes, cual padre protector de la justiciera epopeya de los que sufren.
Aquí estamos sus discípulos, aquí sus soldados, aquí sus camaradas centuplicando su prédica de liberación. Bosque de la certidumbre fructificado; es decir, bosque diverso de sueños que serán. Fondo de selva encantada por el heroísmo de una muerte sin súplicas que se extiende en vuelo inmarcesible llevando sobre el caos la noticia de la Colombia Nueva.
¡Viva la memoria del Comandante Alfonso Cano!
¡Alfonso Cano vive, Venceremos!