El Presidente Santos respondió calculando cada palabra al referirse en Nueva York a los ofrecimientos de colaboración que le hiciera el Presidente Mujica. No obstante agradecer la propuesta del territorio uruguayo como posible sede, el primer mandatario colombiano prefirió no adelantar nada sobre diálogos con la guerrilla del ELN. En este tipo de situaciones hay que ser muy prudente. Las decisiones se toman de común acuerdo, afirmó.
Vale creer que para el Presidente Santos esta última frase debe inspirar también los diálogos con las FARC. Las decisiones, los acuerdos, han de ser el producto del consenso. No puede pretenderse estar sentado en una mesa de conversaciones y que sólo lo que una de las partes sostenga merezca atención. Si como lo predica repetidamente Santos, se conversa es con el enemigo, si la paz consiste en tender puentes entre contrarios, los modelos económico y de democracia, verdaderas causas de la confrontación social y armada, necesariamente deben ser modificados.
En las más recientes intervenciones del Presidente Santos, su discurso apunta a señalar con un grave e irresponsable sesgo, que el conflicto armado colombiano, la guerra, esa que ha dado en llamar mula o vaca muerta atravesada en el camino, es atribuible de manera exclusiva a la insurgencia. El terrorismo de Estado, las ejecuciones extrajudiciales, el paramilitarismo, los desplazamientos y demás horrores, según él, sólo son imputables a nosotros. Los intereses norteamericanos, la oligarquía colombiana, sus fuerzas armadas, sus políticas antipopulares y violentas, su corrupción y sus represiones son por completo ajenos e inocentes.
Si bien es cierto que varias generaciones de colombianos no hemos conocido en la vida un solo día de paz, tampoco puede desconocerse que lo peor de la existencia ha correspondido siempre a los sectores más pobres, la inmensa mayoría, y no precisamente a las familias engominadas que durante más de un siglo han manejado el país para beneficio de sectores minoritarios. Que Santos padre o hijo hayan prestado su servicio militar en la Armada o el Ejército, está muy lejos de equipararlos con los humildes colombianos que se juegan la vida en el campo de batalla. Las odiosas distinciones de clase y los privilegios perversos no desaparecen con frases enternecedoras.
El cerrado régimen bipartidista, la violencia salvaje en que echó sus raíces desde la primera parte del siglo pasado, azuzada por familias como los Santos, según sus propias y espontáneas revelaciones recientes, la brutal redistribución de la tierra que se prolonga hasta los albores de esta centuria, las políticas económicas encaminadas a favorecer siempre a banqueros, empresarios, terratenientes y compañías extranjeras al precio del envilecimiento de la vida de los trabajadores y campesinos, la militarización creciente, la criminalización de la lucha social, el vandalismo policial, la conjunción de corrupción, narcotráfico y paramilitarismo, el exterminio de la Unión Patriótica y lo más granado del movimiento sindical, campesino y popular, la guerra sucia, los crímenes cometidos por las fuerzas armadas en nombre de la contrainsurgencia, el capitalismo salvaje desatado en el país con la implementación de las políticas neoliberales, para la oligarquía gobernante ninguno de esos fenómenos de la vida colombiana guarda relación alguna con el conflicto armado existente en el país. Así que basta nuestra voluntad para poner fin a todo.
Lo que hemos afirmado las FARC desde el comienzo de las aproximaciones con el actual gobierno, es que para poner fin definitivamente al conflicto es necesario remover todas esas causas reales de la confrontación. Tras un largo proceso denominado Encuentro Exploratorio, firmamos con el gobierno nacional un Acuerdo General que todo el mundo conoce. Cuando lo hicimos, las dos partes coincidimos en que el desarrollo de los puntos de la agenda acordada se cumpliría en el espíritu de las distintas consideraciones que integraron su preámbulo. Sin embargo, nuestros delegados siempre se topan con la actitud gubernamental de considerar que el Acuerdo sólo comprende los puntos de la Agenda, a los cuales además insisten en otorgar tal restricción, que sólo lo que ellos llevan a la Mesa merece considerarse.
Cumplidas así las cosas, y ya lo han explicado ampliamente nuestros voceros, el gobierno nacional insiste en sus imposiciones unilaterales. Ya cuenta con su marco legal para la paz, un modelo de justicia transicional diseñado sin contar para nada con nuestra opinión, el cual además el Presidente Santos promociona hasta en las Naciones Unidas, única fórmula que considera válida para los puntos sobre víctimas y participación política. Ya tiene lista su ley de referendo para refrendar los acuerdos finales. Afirma que una vez desmovilizada, la guerrilla deberá cambiar de bando y sumarse a la política estatal de erradicación de cultivos ilícitos, porque así lo tiene él decidido antes de tratar del tema en los foros respectivos y en la Mesa. Así también la responsabilidad por el conflicto deberá ser asumida toda por nosotros.
Y aparte, presiona con el cuento de que el tiempo y la paciencia de los colombianos se agotan. Las protestas, las marchas y los paros recientes demuestran que eso puede ser cierto, pero no en el sentido que indica el Presidente. Su tal Pacto Nacional por el Agro no pasa de ser otro de sus falsos positivos. Los problemas, la inconformidad y la rebeldía siguen vivas. Lo que se acorta en realidad es el tiempo para definir su candidatura a la reelección, y es evidente su afán en exhibir al país un acuerdo de paz. Pero ni siquiera por ello asume una posición que facilite la concertación. Somos nosotros quienes debemos ceder a sus afanes y firmar cuanto antes lo que él quiere. Vuelve a llamarnos terroristas, se ufana de haber derramado nuestra sangre como nadie en los últimos cincuenta años y exhibe en cada mano la cabeza de un miembro del Secretariado.
Así la cosas, cada gesto nuestro de reconciliación significa debilidad. Haber pasado sobre el cadáver del camarada Alfonso Cano, haber aceptado los dos enviados al primer encuentro cuando no eran los que oficialmente nos habían dicho, hasta nuestra sincera voluntad de firmar una paz digna y justa es interpretada como el producto de la derrota militar. Y qué decir de la propuesta de cese bilateral de fuegos. Y de cada una de las propuestas a la Mesa. Todavía a estas alturas, tres años después de fracasar con su Espada de Honor y su Prosperidad Democrática, y pese a sus manifestaciones de encontrar una salida política, Santos, alucinado, confía en doblegarnos con gruñidos. Estamos muy viejos para eso. La clave está en consensuar, en cambiar para bien esa actitud arrogante y mezquina.
Mientras eso pasa, ante tan grande ofensiva discursiva y mediática contra nosotros y lo que sucede en la Mesa, con el exclusivo propósito de que el país y el mundo conozcan en verdad lo que ocurre, he decidido autorizar a nuestros voceros en La Habana la elaboración de un informe al pueblo colombiano. Tenemos una gran responsabilidad ante él, y tanta retórica hace daño, Santos.