La dominación ideológica, el apoderarse del pensamiento de millones de personas para que obren en consonancia con los intereses de los amos, adquiere en los tiempos que corren una importancia trascendental para las clases dominantes. Hacer ver como cierto lo que no le es y convertir en monstruos a quienes se les oponen, les resulta vital para perpetuar sus ganancias.
Esa compulsión está moviendo a las élites a emprender una peligrosa cruzada contra el proceso de paz de La Habana. Cuando voceros oficiales en la Mesa, acusan a las FARC de estar haciendo política por pronunciarse con frecuencia sobre diversos aspectos del acontecer nacional, están poniendo en evidencia su indignación porque salga a flote otra versión sobre la realidad.
Mediante una sencilla tabla de comparación entre los contenidos del Acuerdo General firmado en la Habana en agosto de 2012 y el ramillete de propuestas presentadas por las FARC-EP en la Mesa de Conversaciones, nuestros voceros demostraron ante el mundo que ninguna de nuestras posiciones se halla al margen de lo acordado. El régimen simplemente ignoró el ejercicio.
Voces del alto gobierno aseguran que la demora en los avances obedece a nuestro continuo esguince a la Agenda pactada, cuando en verdad se trata de lo contrario. Los puntos de la Agenda se abordan en el orden que las partes acuerdan, y, por ejemplo, el tema de la refrendación aún no corresponde. El gobierno, no obstante, quiso imponer a toda costa, sin éxito, el Referendo.
La misma Agenda contempla un punto específico para el tema de las víctimas. Sin embargo, aún antes de llegar a él, se nos advierte que el tema quedará circunscrito a lo establecido en el marco legal para la paz, proyecto que el gobierno adelantó por su cuenta sin contar para nada con nuestra opinión. Se aspira a que nos limitemos a deliberar acerca de las penas a pagar.
Si el propio Fiscal General de la Nación anuncia que uno de los más difíciles escenarios a tratar tras un Acuerdo Final será el de la guerra sucia contra los insurgentes reincorporados, es porque existe la certeza de que sobre su vida y posibilidades de actuar políticamente pesan gravísimas amenazas. Pese a ello, nuestra insistencia en garantías plenas choca con los tabúes del gobierno.
La consideración para vetar ciertos asuntos se limita a afirmar que no hacen parte de la Agenda, cuando es verdad sabida que la doctrina que inspira la existencia y actividad de la fuerza pública en nuestro país, que parte de considerar como enemigo interno al opositor político, ha sido la columna vertebral de la guerra sucia, el paramilitarismo y los innumerables crímenes de Estado.
Entonces no es tan cierto que la ausencia de acuerdos concretos obedezca a nuestra taimada necedad. Ya habíamos puesto de presente que más bien puede corresponderse a la aspiración con que el Establecimiento concibió la solución política, una forma barata de aniquilarnos definitivamente, para con las manos libres poder implementar a sus anchas el proyecto neoliberal.
Pero bueno, resulta legítimo, aunque no se las comparta, que cada una de las partes llegue a la Mesa con sus propias aspiraciones. Precisamente allí, en el intercambio dialéctico, pueden darse puntos de encuentro que posibiliten algunos grados admisibles de consenso para los dos interlocutores. Siempre que exista realmente la voluntad de pactar y no la de imponer.
De un tiempo para acá resulta demasiado notorio que nuestras decenas de propuestas se tropiezan con la actitud intolerante del gobierno. A lo que se suma además una campaña mediática de inmensas proporciones contra nosotros, inspirada desde los más altos niveles de la Administración. Ella comienza por considerarnos inferiores y ajenos a todo derecho.
Lo cual contradice abiertamente el protocolo riguroso observado por el gobierno nacional con nosotros desde las primeras aproximaciones. Somos sujetos políticos activos, reconocidos oficial e internacionalmente. No le hacen ningún bien al ambiente de reconciliación los permanentes calificativos de terroristas, narcotraficantes, abusadores, usurpadores y demás.
Así que todo eso tiene que perseguir un propósito específico, deliberadamente trazado por los estrategas del régimen y aplicado al dedillo por sus funcionarios. Y ese no puede ser otro que el de preparar el terreno para una ruptura, decisión fatal que quién sabe si el Presidente Santos haya sopesado en su aterradora dimensión. No somos nosotros, sino el país quien se sepulta con ello.
No pasa un día sin que tras el decomiso de algún cargamento de droga, salga un alto oficial del Ejército o la Policía a asegurar que pertenecía a un Frente de las FARC. Lo cual coincide con la invitación presidencial ante la ONU para que las FARC cambiemos de bando y nos sumemos a la tarea de erradicar cultivos ilícitos. Así nadie en el mundo dudará de nuestra condición de narcos.
Aunque sea completamente falso. La gigantesca campaña por la reinserción, que incluso alardea de incluir el trabajo de presión sobre las familias de los guerrilleros, táctica miserable que envuelve secuestros, torturas y amenazas de muerte contra centenares de familias inocentes, también difunde todo tipo de bajezas en torno a la condición de las mujeres guerrilleras.
Con ello se busca tocar la sensibilidad de las múltiples organizaciones femeninas que luchan justamente por los derechos de la mujer, a objeto de que conviertan en blanco permanente de sus denuncias a las guerrillas. Para alejarlas aún más de cualquier influencia política sobre la población. Igual sucede con las acusaciones de minería ilegal y despojo de tierras.
Cuestiones en las que las élites sí que tienen intereses concretos, como queda visto con el personaje nombrado en el ministerio de agricultura, que pone en evidencia la falsedad de todas las bondades expresadas por el Presidente en torno a la cuestión campesina. También saben Santos y la gran prensa de nuestro compromiso de no realizar retenciones con fines financieros.
Pero no esquivan la oportunidad de calificarnos como secuestradores y faltos a la palabra cuando quiera que un soldado, policía o sospechoso extranjero es objeto de retención, por encima de que trabajen para aniquilar unidades guerrilleras completas. Toda la capacidad de pervertir la verdad es puesta en juego por la casta dominante con tal de impedir la merma de sus beneficios.