La Habana, Cuba, sede de los diálogos de paz, abril 11 de 2014
SIN VERDAD NO HABRÁ JUSTICIA
Permítannos clausurar este ciclo 23 de las conversaciones de paz de La Habana, con la misma inquietud que manifestáramos al comienzo del mismo. Es urgente -para no interrumpir el trote resuelto de Colombia hacia la paz-, retirar la talanquera atravesada en el camino que no deja conformar la Comisión de esclarecimiento del origen de la violencia y sus responsables, paso necesario para abordar el definitorio quinto punto de la agenda, referido a víctimas.
La Comisión de esclarecimiento que proponemos, debe producir un relato histórico del conflicto, que vaya más allá del informe recortado del Grupo de Memoria Histórica, que tuvo que actuar en un campo limitado y precario establecido por la Ley 975 de Justicia y Paz, cuyo mandato parcializado, solo exigía elaborar una visión sobre el origen y evolución de los actores armados ilegales; como si el principio y fin de la violencia y lucha fratricida nacional tuviera su razón de ser y causa, en los denominados actores armados ilegales.
Sólo se registran en ese informe, casos emblemáticos de violencia y punto. Se deja por fuera la historia, las causas remotas y próximas del conflicto social y armado interno, y la ilación o amarre de circunstancias y sucesos, y su continuo discurrir a través de lustros, décadas, más de medio siglo de confrontaciones y luchas, con el Estado como actor principal de la violencia. “No es una narrativa sobre un pasado remoto, sino sobre una realidad anclada en nuestro presente… por convicción y mandato legal”, es la explicación, según su propio Director.
El relato del Grupo de Memoria Histórica no mira el contexto, ni analiza antecedentes; ignora la etiología, el estudio de las causas de lo sucedido durante setenta o más años de conflicto.
Si bien con su informe el Grupo ha pretendido exaltar el derecho a la verdad y reparación que se debe a las víctimas, y recabar en la necesidad de aplicar justicia, su visión se restringe a los “actores armados ilegales” como victimarios principales, y únicos. Si bien el informe alcanza a resaltar responsabilidades puntuales de actores distintos a los indicados, cuando los casos emblemáticos de su interés tocan con atrocidades como las que se derivan de los falsos positivos, su afán, como ya se indicó, es la “realidad anclada en nuestro presente”. Se trata entonces de unasupuesta realidaddescontextualizada; de una realidad incompleta y torpemente excluyente, que desconoce responsabilidades colectivas e individuales surgidas de hechos y conductas que resuelve dejar de lado de manera caprichosa, con lo que termina, escondiendo y con ello desconociendo, la participación en la historia violenta de la nación colombiana, no de cientos, sino miles de actores victimarios, que para el régimen no lo son, por no calificar en la restrictiva clasificación de “actores armados ilegales”.
Dadas así las cosas, hemos propuesto la que hemos denominado Comisión para el Esclarecimiento del Origen y la Verdad de la Historia del Conflicto Interno Colombiano (el nombre es una simple sugerencia que recoge su cabal propósito). Esta iniciativa la hemos expuesto y explicado varias veces. Hace unos pocos días nos referimos al tema así: “¿Cómo pueden establecerse responsabilidades, o cómo puede abordar la mesa el tema de víctimas, de su reparación, del perdón y el compromiso de “nunca más”, si no se establece cómo se dieron los hechos de violencia que derivaron en seis décadas o más de conflicto armado?
No se puede presumir que las FARC y el ELN sean los causantes de un conflicto interno que se inicia antes de su misma creación. Sería fraudulento afirmar que sobre esa insurgencia recae la responsabilidad de conductas y episodios violentos e inhumanos provocados por el mismo Estado y sus agentes oficiales y paraoficiales. Sobre elaboraciones mentirosas que desfiguran la verdadera historia, no podremos lograr una reconciliación nacional definitiva.
Es preponderante precisar las responsabilidades de los diversos actores sin el prejuzgamiento de que uno solo de ellos ha de ser el imputado y los demás implicados, su juez. Y Mucho más, cuando no hay, o si se quiere, no existe o no se ha dado un vencedor ni un vencido.
Debemos hacer hasta lo imposible para terminar esta confrontación política y social de décadas alimentada por la exclusión y la injusticia. Como decía el comandante Jacobo Arenas, el destino de Colombia no puede ser el de la guerra. Pedimos a las oligarquías, a las élites, que desde 1830 capturaron el Estado para su propio beneficio, que escuchen sin prejuicios la voluntad nacional, la voz del pueblo, que en el verbo apasionado del inmolado Jorge Eliécer Gaitán sigue clamando, que “haya paz y piedad para la Patria”.
Paz con cambios en las injustas estructuras políticas, económicas y sociales, es el clamor de las mayorías. No es justo, no es justo, despreciar las voces multitudinarias que anhelan una Colombia nueva, que piden, desde abajo, se establezca por primera vez la democracia verdadera y la participación de la gente en la construcción de su destino.
Que los cambios sean ciertos y no cosméticos, porque de nada sirven los cambios para que todo siga igual.
Ha llegado la hora de las reformas institucionales que establezcan las bases más sólidas para la edificación de la paz que anhelamos. Nuestra aciaga realidad exige poner fin a la Doctrina de la Seguridad Nacional, la concepción del enemigo interno y a la guerra sucia y sanguinaria del paramilitarismo. El clamor nacional demanda el establecimiento de una Magna Asamblea; de un nuevo orden electoral que devuelva la confianza nacional en esa institución; una reforma a la justicia, para que liberada esta, del lastre de la politiquería, del fraude y la corrupción, preste sus servicios no a interés particulares y privados, sino a la sociedad en su conjunto; una nueva política económica que redima y rescate al ser humano; unas Fuerzas armadas, que, siguiendo la doctrina del Libertador, sin volver los fusiles contra el pueblo, defienda las fronteras patrias y las garantías sociales. Un país para todos, que despierte el orgullo de pertenecer a una nación soberana, verdaderamente democrática, y justa.
Asumir un verdadero compromiso con la paz no es un asunto de simples promesas o demagogia. Un verdadero compromiso con la paz consiste en impulsarla con actitudes y hechos ciertos de cambios profundos que permitan la reconciliación, sin actuar como perdonavidas, que es lo que en el presente ocurre, mientras cuando se habla de avances en un proceso de diálogo, se incumple en los compromisos concretos con el pueblo, y se insinúan vanas e innecesarias amenazas hacia la contraparte.