«En la Mesa de conversaciones de La Habana no contamos con más fuerza que la de las ideas, ni con más armas que la de la verdad»
Por Timoshenko
El tema de víctimas que será discutido próximamente en la Mesa de Conversaciones de La Habana ha generado una andanada enorme contra las FARC-EP en la gran prensa. Incluso quienes se esfuerzan por parecer neutrales, tras advertir que la responsabilidad de los agentes estatales comprometidos judicialmente en conductas ilícitas también debe ser señalada, terminan haciendo parte del coro general según el cual los peores delincuentes somos nosotros.
Entre sus principales valoraciones figura sin duda que la responsabilidad de los agentes del Estado tenderá siempre a ser individualizada, ovejas negras o chivos expiatorios, por los que el propio Estado a lo sumo será obligado a responder patrimonialmente y quizás constreñido a pedir perdón en cuanto omisiones o errores, sin que ello implique ninguna otra consecuencia jurídica o política. Una plata y una placa para la memoria bastarán para que nada cambie en Colombia.
Del lado del poder, desde luego. Porque del lado de la rebeldía sí que habrá terminado todo para siempre. Porque todos a una parten de que en ella las responsabilidades individuales no existen, pertenecen a toda la organización y en gracia de discusión a sus mandos o dirigentes principales. Ellos personalmente deberán dar cara a sus víctimas, contarles toda la verdad, pedir perdón por sus crímenes y aceptar cabizbajos la condena más o menos generosa de la sociedad condolida.
Todo el Establecimiento apuesta a que seremos hechos picadillo. Desde ya invitan al gran público a la plaza, a presenciar el espectáculo de ver arder en la hoguera a los peores enemigos de la patria. Así que la cuestión para nosotros no es fácil, se trata en realidad de otro escenario del combate, tan desigual y asimétrico como el que se presenta en los campos del país. En la Mesa no contamos con más fuerza que la de las ideas, ni con más armas que la de la verdad.
Sabemos que harán cuanto esté a su alcance para silenciarnos, para ensombrecer los testimonios que les resulten incómodos, para magnificar cuanto resulte útil a sus propósitos. Pero nos anima que no se trata de un debate inocuo entre la palabra de ellos y la nuestra, sino de una exposición de hechos cumplidos, una reconstrucción histórica de los orígenes y realidades del conflicto, elaborada en conjunto con el pueblo colombiano, y en la que no tenemos nada que temer.
Somos guerrilleros colombianos, militantes activos de una organización revolucionaria que recién cumplió cincuenta años de lucha invencible. Nos sentimos orgullosos de ello, no nos arrepentimos ni siquiera por un instante de lo hecho. Y jamás vamos a hacerlo. Porque nacimos y crecimos en este país que amamos como a nuestra madre, y al que desgraciadamente hemos visto bañado en sangre y persecuciones desde nuestra infancia. Es eso lo que hemos combatido siempre.
Poderosos terratenientes que contaron siempre con hombres armados a sueldo para imponer su voluntad y desterrar propietarios de tierras que codiciaban para ellos. Jefes políticos liberales y conservadores acostumbrados a ejercer poder absoluto en regiones enteras, dispuestos a cualquier cosa para impedir el desarrollo de otras alternativas políticas. Acaudalados empresarios fastidiados con la organización sindical de sus trabajadores y pagando por su eliminación.
Reputadas compañías trasnacionales sobornando altos funcionarios estatales a objeto de obtener las mejores condiciones para el saqueo de los recursos del país, enemigas por convicción de cualquier asomo de lucha por condiciones dignas entre sus trabajadores. Comandantes militares y jefes policiales corruptos siempre prestos a poner sus tropas al servicio de la causa de tales empresas, de tales terratenientes, de tales jefes políticos y de su propia avaricia.
El poder imperial de los Estados Unidos defendiendo su hegemonía en el continente mediante intervenciones y pactos militares, que sujetaron a sus intereses las fuerzas militares y policiales colombianas. Generales y tropas convencidos de que los partidos y movimientos de oposición, las organizaciones sociales y populares y cualquier otra expresión de inconformidad equivalían a subversión al servicio de la Unión Soviética, por lo que había que exterminarlos a todos.
Preceptos constitucionales como el Estado de Sitio, o legales como la justicia penal militar aplicada a civiles, o de defensa nacional que autorizaron y desarrollaron la creación de los grupos paramilitares en Colombia, bajo la conducción directa de mandos militares, todo eso existió en nuestro país, y se ha prolongado con otras formas hasta nuestros días, desde mucho antes de que hubiera brotado aquí el primer movimiento alzado en armas contra el Estado.
El régimen antidemocrático y excluyente característico de tan impúdica confluencia, que garantizó siempre el enriquecimiento creciente y los privilegios a una elite económica, política y militar, y que se encargó de abrir una brecha de inequidad social asombrosa, requirió de la violencia y la alimentó en proporciones aterradoras, para mantenerse inamovible y detener la generación de movimientos y grupos políticos que pudieran significarle una seria competencia.
Por eso el crimen de Jorge Eliécer Gaitán y la matanza de casi medio millón de colombianos en la década del cincuenta, por eso la presencia absurda del Ejército Nacional combatiendo en Corea, y su conversión al regresar al país en fuerza de choque mortal contra el comunismo y cualquiera de sus presuntos aliados, por eso la guerra declarada contra Villarrica y más tarde contra las llamadas repúblicas independientes de Marquetalia, Riochiquito y demás.
Por eso la salvaje represión contra las zonas rurales, los sicarios contra el movimiento sindical y popular, por eso el florecimiento de las poderosas mafias del narcotráfico, siempre a la sombra de los jefes políticos más importantes del país, hasta el punto de discutirse hoy si fue que las mafias cooptaron los partidos políticos tradicionales o estos a los narcotraficantes. Por eso también la alianza entre los grandes capos y altos mandos militares y policiales.
Por eso el exterminio miserable de la Unión Patriótica y gran parte de la dirigencia política y social de oposición en el país. Por eso la expansión del paramilitarismo con sus horrores hoy tan convenientemente echados al olvido, considerados ya juzgados y próximos a la reivindicación política. Por eso las espantosas masacres, los despedazados con las motosierras, los echados a los caimanes, las casas de pique. Por eso los más de seis millones de desplazados y desterrados.
Por combatir ese régimen de terror estatal que debe acabarse, miles y miles de hijas e hijos de este pueblo entregan sus vidas en los campos y ciudades de Colombia. Miles han ido a parar a las cárceles, miles fueron desaparecidos para siempre, devorados por las torturas y la brutalidad. Miles están inválidos, mutilados, escondidos para siempre de los sabuesos del crimen. Esos son las guerrilleras y guerrilleros colombianos que Santos y Uribe sueñan tener en la picota pública.