La tropa de los grupos narco paramilitares pertenecía al pueblo raso. Y su misión era destripar seres humanos, capturar compatriotas inconformes para arrojarlos a los fosos de caimanes o despedazarlos con motosierras, asesinar a sus víctimas con armas de fuego para luego cercenarles la cabeza y fijarla en varas expuestas al paso de otros pobladores, saquear sus bienes e incendiar sus propiedades, desterrarlos a fuerza de cometer las más espantosas atrocidades.
Actuaban creyendo ser los buenos. Fuerzas armadas, organismos de inteligencia, personajes de gran prestancia social, destacados columnistas de la gran prensa, figuras políticas reconocidas, periodistas estrella de la radio y la televisión, todos se unían para expresar la necesidad de reconocer la justicia de las razones del paramilitarismo y la urgencia de otorgarle reconocimiento político. Así la masa sanguinaria que aterrorizaba buena parte del país se sentía redentora.
El esfuerzo conjunto del Establecimiento produjo sus efectos y las posiciones afines al exterminio adquirieron carta de presentación social, se tornaron de buen recibo. No fueron solo los miembros de base de los grupos paramilitares, los que sobreviviendo en condiciones difíciles resultaron envueltos en el engranaje del terror. También una considerable masa de colombianos rasos, sobre todo de las grandes ciudades, terminó seducida por el discurso de la seguridad y la guerra.
De la solapada actitud militarista de Andrés Pastrana se pasó al desenfadado totalitarismo de Álvaro Uribe, en hombros del agrupamiento nacional de la ultraderecha triunfante en las elecciones. Las fuerzas militares y de policía, conducidas ya sin disimulo alguno desde Washington por los estrategas del Pentágono, la CIA y la DEA, pasaron a tomar el control del país por medio de la violencia brutal de sus operaciones, y terminaron elevadas a la categoría de héroes de la patria.
Se reforzaron a niveles impensables su presupuesto y pie de fuerza, al tiempo que la tecnología y el apoyo de USA, Gran Bretaña e Israel apuntaron a presentarlas como invencibles, incluso en el concierto regional. Todo eso, sumado a la apoteosis del paramilitarismo y la embestida mediática generalizada a favor del odio, imprimió en buena parte de los colombianos una mentalidad agresiva e intolerante. Ejemplo de ello las recientes declaraciones del hacker Sepúlveda.
Debemos reconocer, efectivamente, que la política del terror terminó por hacerse a un lugar en el ánimo de buena parte de nuestro pueblo. Muchos lo denominaron derechización del país. La fachada democrática de la institucionalidad colombiana no alcanza a disimular la realidad dominante de la violencia y el miedo. La oligarquía sabe que resulta imposible dominar toda la población por la fuerza, hay que ganarse parte de ella, y dedica muchos recursos a eso.
Se habla del partido político de las fuerzas armadas. Su medio millón de integrantes, privilegiados en muchos aspectos, en comparación con el resto de la población trabajadora, no sólo es adoctrinado en sus escuelas de formación y práctica cotidiana, sino que gira alrededor de un gran entorno ideológico que envuelve a sus familias, amistades más cercanas y a miles de jubilados y sus allegados. Hacen política diariamente con sus emisoras y operaciones cívico militares.
Si los nazis señalaron como responsables de la tragedia económica y social de Alemania a los judíos bolcheviques, la derecha colombiana hizo lo propio con los que llamaron terroristas de las FAR y sus cómplices. El ambiente sicológico creado desde la Presidencia y reforzado por los medios, las fuerzas armadas, los empresarios, la clase política, los grupos narco paramilitares y sus financiadores, entre otros, indujeron al país a la ceguera y la indiferencia.
Los asesinatos, las masacres, los horrores de la violencia militar y narco paramilitar fueron perdiendo su dimensión de espanto. Si acaso pasaron a ser tristes episodios aislados. En cambio todos tenían que estremecerse por la barbarie del accionar guerrillero y el grado de inhumanidad de sus comandantes. En esa dirección apuntó la estrategia política de las clases en el poder: borrar o minimizar el horror oficial y narco paramilitar con el presunto horror guerrillero.
El narco paramilitarismo podía ser convertido en movimiento político con garantía de impunidad. Las reforzadas fuerzas armadas podrían cumplir el vacío dejado por aquél. Así sobrevino el proceso con los primeros, la llamada ley de justicia y paz y la farsa de su desmovilización, mientras que para las segundas se implementaron el Plan Patriota y sus complementos, al tiempo que se institucionalizaban los falsos positivos y se promocionaron sus frecuentes matanzas.
La frenética obsesión de Adolfo Hitler terminó por conducir al mundo a la Segunda Guerra Mundial y a Alemania a su destrucción total. Las clases en el poder aprenden las lecciones, así que con todo y agradecer su gestión al Presidente Uribe, convinieron en la necesidad de reemplazarlo antes que terminara por incendiar el continente con su visceral odio a las FARC, Venezuela y Cuba. En hombros de la ultraderecha, llegó un más moderado Santos a culminar la obra.
Los diálogos de paz, como está más que demostrado, no fueron una concesión suya. Uribe ya los había propuesto, aunque se indigne al recordarlo. Para el proyecto de la ultraderecha siempre estuvo claro que tras la reducción militar de las FARC y su ruina política por cuenta de la gigantesca campaña mediática de descrédito, había que abrir una mesa de conversaciones con el propósito de conseguir la firma de su rendición. Es su manera de entender la paz.
Por eso no nos sorprende el modo como pretenden superar el tema de víctimas en discusión en la Mesa de La Habana. Buscan que los sistemáticos crímenes de las fuerzas armadas y el narco paramilitarismo no tengan cabida allí. En su parecer, eso ya fue solucionado, el gobierno expidió una ley para esas víctimas, lo que hay que tratar y castigar son nuestros presuntos crímenes. Además de cínica, la oligarquía colombiana se equivoca otra vez con nosotros.
Como insurgencia revolucionaria rechazamos frontalmente cualquier imputación criminal. Los alzados en armas, definitivamente, no somos delincuentes. Al dar cara a las víctimas reconocemos que en el ejercicio de nuestro accionar se han sucedido errores, imponderables que lamentamos profundamente. Los que estamos dispuestos a reconocer y explicar. Pero nosotros no elegimos el alzamiento armado, fuimos obligados a él por la furia asesina de la oligarquía liberal conservadora.
Es ella la llamada a responder por esta guerra, sus consecuencias y sus millones de atrocidades. Aunque aún cuente con parte del pueblo: el partido de las fuerzas armadas y el narcotráfico, las huestes del gamonalismo y los beneficiarios de la limosna social, las clientelas partidarias y los que venden el voto. Pero el grueso de la opinión que antes creyó en su propaganda, se encuentra desencantado por la realidad en que vive. Los años de guerra total agravaron sus problemas.
En el país se configura cada día con mayor fuerza, por encima del silencio mediático, un amplio movimiento social y político que trabaja por una paz muy distinta a la que piensa el régimen. Esa lógica imperialista de la fuerza bruta, tan del gusto de la clase dominante colombiana, que otorga un supuesto derecho a hacer lo que sea en defensa de sus intereses, despierta un profundo rechazo en todos los pueblos del mundo. Es ella la llamada al basurero de la historia.