El ministro de justicia, hijo del doctor Reyes Echandía, sacrificado por el Ejército Nacional durante la retoma del Palacio de Justicia en 1985, se suma con sus declaraciones de excelso jurista al alborozo generado dentro de las clases dominantes y sus propagandistas de la gran prensa, por la absurda sentencia de una Asamblea Indígena contra milicianos de las FARC-EP en el Cauca.
Tras un breve juicio oral de apenas tres horas, una Asamblea de indígenas Nasa condenó a penas de hasta sesenta y cuarenta años de prisión a 5 de los acusados, reservando para los otros dos, de quienes se asegura son menores, la imposición de una tanda de azotes, antes de proceder a entregarlos a alguna entidad del Estado. Al menos eso es lo que informan los grandes medios.
Según los expertos de última hora, ese tipo de juicios y condenas son válidos y deben cumplirse sin dilación, a menos que se conozca que hubo graves violaciones a los derechos de los reos. La mala fe del ministro, así como la de los comentaristas de los grandes monopolios informativos salta a la vista. Ese evidente que ese tipo de procedimientos repugna al más elemental sentido de justicia.
Comenzando porque es principio universal que nadie puede ser juez y parte en un proceso, algo que resulta manifiesto en el caso referido. Se acusa falsamente a los milicianos de haber asesinado cobardemente a dos guardias indígenas que les reclamaron por la instalación de una valla. Los capturan los guardias indígenas y los juzgan y condenan esos mismos guardias indígenas.
La versión de los milicianos y otros testigos es muy distinta. Los guardias indígenas, envenenados por quizás qué razón, reclamaron y exigieron a los milicianos remover la valla. Como estos no les hicieron caso, pasaron a agredirlos y a pretender quitarles su armamento y detenerlos. Los milicianos se retiraron del lugar y los guardias indígenas fueron tras ellos en la misma actitud.
Al menos un par de veces los milicianos consiguieron esquivar a sus perseguidores, alejándose hacia su base, sin que por ello los guardias indígenas desistieron de su persecución, hasta el punto de que en un momento en que volvieron a alcanzarlos, en medio de una lucha cuerpo a cuerpo, se producen los disparos que causan la muerte a dos de los guardias.
Ahí sí los guardias indígenas se apoyan en su comunidad para salir en persecución y capturar a los milicianos. Estos, asediados, pese a estar armados, deciden entregarse pacíficamente, para evitar mayores tragedias y problemas. Es sabido que las comunidades indígenas vienen siendo de tiempo atrás influenciadas por personas y entidades con intereses específicos.
Así que de inmediato se produce el escándalo y la noticia de un crimen atroz recorre el mundo, provocando de inmediato el alarido de los vivaces enemigos del proceso de paz de La Habana, siempre prestos a cazar la menor oportunidad para atacarlo. En menos que canta un gallo, la comunidad nacional e internacional está condenando a los infames guerrilleros asesinos.
Y más rápido de lo que pudiera pensarse, brotan de todos los rincones las aclamaciones por la ejemplar condena impuesta contra ellos. Y los gruñidos de quienes exigen poner fin a la Mesa de Conversaciones, a menos que los terroristas acepten de una vez su rendición definitiva. Si ese es el país al que piensan debemos reintegrarnos, no hay entonces la mínima posibilidad de ello.
El espectáculo que la derecha grotesca y su prensa asalariada, con la complicidad del gobierno nacional, están dando con su alegría desbordada, solo pone de presente hasta qué grado de bajeza han llegado las razones y la moral de los círculos en el poder. Con tal de golpear a sus enemigos de clase, de aplastarlos como a cucarachas, todo se vale, absolutamente todo.
Hasta la renuncia a los más básicos principios de la justicia. Nadie, con un entendimiento mínimo de lo que significa esa palabra, puede admitir que se capture y condene a otra persona, sea quien sea y por lo que sea, se la someta a un juicio verbal, sin las menores garantías para su defensa, ante un juez enardecido de odio contra los reos, y se lo condene sin derecho a apelación alguna.
De semejante desafuero es que se jacta orondo el señor ministro de justicia, con la misma estupidez con la que se opone a llegar a algún acuerdo con los empleados de la rama judicial en paro desde hace un mes. Lo que se pretende consagrar como legítimo por el Establecimiento no es otra cosa que el reinado absoluto de la arbitrariedad en un país que se describe como modelo.
El único tribunal legítimo para juzgar a los milicianos implicados en el absurdo episodio provocado por la irracionalidad sospechosa de unos cuantos indígenas, que no son toda la comunidad ni todas las comunidades indígenas del país, por las que profesamos el más alto respeto y consideración, es el contemplado por el reglamento de régimen disciplinario de las FARC-EP.
Porque a él juraron fidelidad los milicianos que se integraron a filas, reconociendo la ilegitimidad de la legalidad estatal. Eso puede sonar a herejía, pero es de un sentido práctico y de una realidad aplastante. Si se está discutiendo en Colombia la necesidad de una reforma a la justicia, es precisamente porque todo el mundo es consciente de su absoluta ineficiencia.
En un país donde criminales como Álvaro Uribe Vélez y toda su corte de sedientos violadores de derechos humanos no pueden ser ni siquiera imputados, mucho menos juzgados, donde los pequeños relámpagos en la noche que significan aisladas condenas contra algunos generales carniceros generan el repudio de toda la gente de bien, las instituciones están más que podridas.
Suponemos que la existencia de fueros especiales como el indígena deben corresponderse a situaciones muy concretas, relacionadas con la particularidad de su mundo y sus concepciones. Mal haríamos en oponernos a ello. Pero hay casos que desbordan de manera tan visible su competencia, que nadie que se llame racional puede observarlos sin indignarse.
Como este de ahora. Unas décadas atrás la izquierda y hasta los liberales amantes de la ley y los principios jurídicos condenaban la justicia penal militar contra civiles, de práctica corriente en Colombia durante el siglo XX, porque constituía la suma de todas las arbitrariedades. Esa gente se acabó ya. La mataron a toda, o aterrorizaron por completo a los sobrevivientes.
Es curioso, pero aquellos que condenaron a los comunistas y a los guerrilleros por su mal interpretada táctica de combinar todas las formas de lucha de masas por el poder para el pueblo, resultaron ser hoy los máximos apologistas de la combinación de todas las formas de lucha contra los comunistas y guerrilleros. Que abran el ojo, su propia táctica terminará por devorarlos.