Por Timoleón Jiménez
Comandante en Jefe del Estado Mayor Central de las FARC-EP
Numerosos medios y sectores se empeñaron en presentar las marchas del pasado 9 de abril como una especie de homenaje nacional en memoria a las víctimas del conflicto interno, con la pretensión fallida de desnaturalizar su verdadero contenido, y luego quisieron minimizar su trascendencia, despachándolas aprisa con otros cubrimientos noticiosos. Pese a ello resulta incuestionable que el proceso de paz que se adelanta en La Habana cuenta con un apoyo multitudinario, al tiempo que gran parte de la nación se distancia de las posturas del gobierno.
Resulta obvio que ese tipo de contundentes manifestaciones públicas no son del completo agrado de los círculos del poder. El gobierno nacional sabe bien que las principales consignas levantadas por los marchantes se relacionaban con la urgencia de firmar desde ya un cese bilateral de fuegos que ponga fin al desangre, la necesidad de entablar conversaciones de paz con el Ejército de Liberación Nacional y la viabilidad de convocar una Asamblea Nacional Constituyente como mecanismo de refrendación de los acuerdos alcanzados.
Desde luego que basadas todas en una premisa fundamental, la persistencia en las conversaciones actuales, que no pueden romperse por ningún motivo. Lo que puso de presente el país nacional el pasado 9 de abril fue la ebullición de un gigantesco clamor por la paz, entendida esta como la culminación de un proceso de transformaciones políticas y sociales iniciado desde la puesta en marcha de la fase pública del proceso con las FARC-EP, a partir de noviembre de 2012. Muy al contrario de la reiterada posición gubernamental, refractaria a los cambios institucionales.
Y que cada vez parece más empeñada en reducir los alcances del proceso de paz a la aceptación de condenas y penas por parte de los mandos guerrilleros. Han sido múltiples e incisivas las posturas públicas del Presidente Santos al respecto, en las cuales no deja de leerse cierto dejo de advertencia final. O nos mostramos dispuestos a aceptar esa condición que nunca fue pactada como premisa de las conversaciones, o debemos tener claro que no será posible la firma de ningún acuerdo. Nada está acordado hasta que todo esté acordado, nos han repetido siempre.
Lo que podría traducirse del siguiente modo: las largas discusiones para llegar a la concertación de acuerdos parciales en materia del sector rural, cultivos ilícitos y participación democrática, incluso lo conseguido como aproximaciones en cuestión de víctimas y fin del conflicto, todo en su conjunto carece de sentido si no aceptamos lo que se nos quiere imponer en materia de justicia transicional. De donde resultaría que los diálogos de paz no son más que una representación teatral, cuyo último acto debe conducir inevitablemente al sometimiento de los alzados.
Como insurgencia armada por más de medio siglo, las FARC-EP no podemos ser ajenas a las realidades materiales de la confrontación. Por encima de la indiscutible verdad de que la rebelión es un justo derecho de los pueblos ante los regímenes violentos, un argumento que podría hacerse valer hasta sus últimas consecuencias a fin de esgrimir, por ejemplo, que todo lo acaecido durante los años de guerra es única responsabilidad del poder injusto que provocó el alzamiento, nuestra vocación sincera en la Mesa es la de alcanzar un acuerdo que signifique una salida.
Somos conscientes de que la necesidad de hallar una fórmula satisfactoria impone facilitarla antes que impedirla, lo cual exige rigurosa ecuanimidad a la hora de hacer planteamientos. Recuerdo ahora el horroroso episodio histórico de la tortura y ejecución del dirigente indígena Túpac Amaru, vencido y atrapado por el poder español tras encabezar el más grande levantamiento colonial contra la Corona a finales del siglo XVIII. Zaherido y sometido a los más crueles tormentos, soportaba el interrogatorio del visitador del rey Carlos III, acerca de sus demás cómplices.
Entonces, en el colmo de su desespero, tuvo el coraje de responderle: Aquí no hay más cómplices que tú y yo. Tú por opresor, yo por libertador, ambos merecemos la muerte. Quizás recordaba que su primer acto como rebelde había sido la aprehensión y posterior ejecución del corregidor español Antonio Arriaga, hecho que radicalizó y extendió la insurrección. No creo que haya quien piense hoy en la injusticia del levantamiento indígena ni en el crimen contra la majestad de rey. En cambio todos nos estremecemos con la brutalidad aplicada contra Túpac, su esposa y sus hijos.
Ejercida además en nombre de Dios y la ley, lo cual conduce a pensar en el carácter temporal y cambiante del derecho y la justicia, nociones que muchos pretenden inmutables y válidas para todos los tiempos y espacios. Nuestra posición ha sido la de reconocer en todo momento la parte de la responsabilidad que nos quepa en las violencias que envuelven la dinámica de una guerra a muerte, lo que no significa que nos arrepintamos de nuestro alzamiento. Pero el Estado, el conjunto del Establecimiento, también deben asumir con franqueza las suyas.
Porque se trata de una salida concertada, de un acuerdo entre dos partes que desean poner fin al largo calvario de la confrontación fratricida entre los hijos de una misma patria. Una solución de índole política que necesariamente requerirá un derecho que se adapte a ella, que puede ser creado y convalidado por un clamor nacional como el propuesto por las arrolladoras marchas del pasado 9 de abril. Carece de lógica pretender que la dirigencia insurgente resulte condenada como culpable única, y que además se someta a penas que la excluirán de la política a futuro.
Mientras que los auténticos responsables de todos los crímenes y violencias desatados como consecuencia de sus políticas de terror, continúan impunemente en el poder o a su servicio, disfrutando de la prosperidad económica que les aumentaría con una pacificación tan barata. Así resultará todo muy difícil. Más si consideramos que pese a los acuerdos alcanzados, el gobierno nacional promueve distintos proyectos de ley en abierta contravía de lo pactado, o adelanta una violenta arremetida contra los campesinos cultivadores de ilícitos, contrariando lo firmado.
Las FARC-EP reiteramos nuestra total disposición a encontrar salidas concertadas que reflejen el carácter pacífico y dialogado de la solución al largo conflicto. De esa manera asumimos el respaldo nacional al proceso de paz de La Habana y las manifestaciones de solidaridad internacional, como la aplastante muestra de apoyo de la reciente Cumbre de las Américas. Pensamos, con todo respeto, que el gobierno nacional debiera enfocar las cosas del mismo modo. No creemos que el tiempo de la Mesa sea un obstáculo, ni que seamos nosotros los responsables de su duración.