Han pasado más de diez años, y todavía no puedo creerlo; todavía no puedo acostumbrarme. El nuevo día, oscuro, grisáceo, normal nomás, me recibe desganado; lucho conmigo mismo para levantarme, pues todo da igual. El Encargado –uno más– me ha tomado cierta simpatía, como el guardián de un zoológico le agarra cariño al viejo y dócil felino. Joven y un poco ingenuo, me promete llevarme con él a comprar el pan, si me visto ya al toque; está convencido –por la ruma de informes que se lo dicen así– que ya no soy capaz de matar ni una mosca. ¿Podré asegurar lo contrario? Hace más de diez años que espero esta oportunidad. Sin mostrar ningún entusiasmo acepto la invitación. Todo se desarrolla como parte de la rutina universal: como me corresponde, subo en la caja descubierta trasera del vehículo, una de aquellas carcanchas del año de Ñangué. LENTAMENTE. El coche parte, y, contrariamente a lo que pensaba (una y mil veces), nada me llama la atención; la calle y las casas –la gente, los carros– están tan ajados y descuidados como los árboles, postes y veredas. No siento mayor diferencia entre el «adentro» y el «afuera»; ¿será que he perdido la medida de valor de lo que es la libertad?
No es el momento, por supuesto, de hacer un tratado sobre la «libertad»; diré –rápidamente– que es hacer lo que buenamente le nace a uno, y si es posible hacerlo sin dañar a otros. Cada cual afirma –para sí– que «su» libertad es el código de barras auténtico, y que a partir de él tenemos la interpretación de la libertad en sí; la verdad es que ni yo mismo me entiendo, pues fuera del teoricismo hace mucho que no tengo la facultad de hacer lo que me da la gana. Y –¡ahora me doy cuenta!–, mejor así, ya que de otro modo lo más probable es que no la estuviera contando. El óvalo de la Brasil se me aparece como una danza de evocaciones, un tumulto de recuerdos que me resultan atormentantes; pero la realidad, hay que poner las patas sobre la tierra, es que yo ya no formo parte de este paisaje, así que de un manotazo arrojo lo más lejos posible aquellas imágenes que solamente existen en alguna abandonada buhardilla de mi mente.
Nos estacionamos a media cuadra y el Encargado se baja, luego camina hasta la tienda de la esquina, no dándome ninguna indicación, como si fuera yo el perro que conoce de paporreta su misión de cuidar esta desvencijada camioneta. Perfecto, claro. Espero que el hombre se pierda dentro de la bodega para saltar y empezar a correr. Para ello he estado ejercitándome a diario, tratando de mantenerme sano y fuerte, concentrado en este momento crucial. Salto, efectivamente, mas –sorprendentemente para mí mismo– no corro; camino. Camino preguntándome: –¿adónde voy a huir?, ¿quién va a darme refugio?, ¿cómo voy a ganarme la vida (que me queda)?, ¿para qué?–. Como por inercia me dirijo a la panadería, observando indiferente los indumentos móviles y atávicos que circulan cabizbajos. Dentro del local, sintomáticamente no hay clientes; la estrechez del sitio no es rara, y su carácter está a la moda: mesitas y sillas en incómodo emplazamiento, tiene un poquito de todo y mucho de nada: mescolanza abigarrada de panadería, bodega, bou-tique (se oferta en altos aparadores desde hamacas de soguilla, ropa interior de colorinches de la Parada, souvenirs de Puno y Pucallpa, hasta yerbas y raíces para la potencia sexual, etc.), y por el hedor y los restos de viruta en el suelo, de facto cantina nocturna. SOBRE LA MESA (DE PING PONG) / SE DESPLAZA UNA ARAÑA/ COMO SI EL AYER / FUERA HACE MUCHO.
Me quedo lelo ante un fresco que cubre toda una pared: el panorama podría ser el lago de Yarinacocha, en la selva, algo bien tropical; en la orilla una especie de naiclub de madera sobre troncos, de donde salen notas musicales muy estridentes. En primer plano un grupo de mujeres desnudas –pintadas totalmente como ofrendas festivas a los dioses–, en un baile frenético alrededor de dos cabras; el macho, negro pelambre, chiva y largos cuernos en espiral dialéctica, mete su lengua en el sexo de la cabra, ésta blanquita y delicada. Pero el tema no era lo atractivo para mí, sino más bien la impresión general, el estilo, el colorido, la pasión artística que se había «invertido» en la plasmación del asunto; y, en todo caso, un concepto que se me vino a la cabeza: ¿qué mayor libertad que la de aquellas mujeres, de bailar calatas y al aire libre? Algo que yo, medio viejo y medio deforme –nunca fui capaz (ni cuando joven)–, no me aventaría a hacer. El chofer termina, al fin, de charlar con la señora que atiende: ya relegada a este oficio, cubre con atuendo juvenil magras carnes y de seguro arrugadas, así como el rostro aplicado de los mil menjurjes que publicita.
Regreso sin arrepentimientos a la seguridad que me brinda el Encargado: techo, luz y agua, además de las comidas que despacha religiosamente; no serán de primera, pero, por lo visto, la mayoría de los de afuera están peor. Podría usted decir que mucha concha, y no crea que no me da cierto complejo; pero ojo, que hace mucho que vengo cumpliendo el necesarísimo papel de cabeza de turco para distraer la atención de todos los males habidos y por haber. Así que, a mucha honra. OJOS CERRADOS DE CIEGO / AÑORABAN / UNA ÉPOCA GLORIOSA / QUE EXISTIÓ RELATIVAMENTE / EN SU CABEZA. Ingerido el desayunito, me doy mil vueltas por ahí: varios vagos –como yo– ven cómo veintidós boludos corren detrás de una pelota –así decía el maestro–, en vez de hacer algo más útil.
En su cubículo personal –¡qué lujo!– encuentro a otro patita que todavía no ha agotado sus reservas de lectura; aún más, se toma el trabajo de sacar notas interminables de la misma. Me comenta lo que tiene entre manos: la ultimísima teoría del Discovery (del ultimísimo premio Nobel de física –¿o química?): algo así como que detrás de la primera sopa cocinada por el big-ban, representada por cuarenticinco ceros punto uno, debía haber «una mano» –que algún día la ciencia llegaría a descubrir– que diera ese empujoncito inicial o anterior, y así sucesiva o retrospectivamente. DE UN FRACASO / ESTREPITOSO / DE UNA IMITACIÓN / FORZADA Y DEFORMADA / DE AQUELLA GENERACION. Entiendo, pues toda pradera necesita de alguien, o algo, que encienda la chispa para su incendio.
Todos los días la misma huevada. Una ronda para saber si en los muros se ha producido alguna variación. O en el cielo; y, con todas las dudas que nos carcomen, creo percibir que, a pesar de lo avanzado de la fecha, el cielo no se cierra y la temperatura como que no cae en picada. Pero la mayoría de los patas –como las aves que apenas sienten ligeros cambios se las pican al norte–, andan ya forrados hasta la coronilla. En la esquina del fondo, ¡caramba!, sí se nota un cambio indubitable: una «apertura» que pareciera conducir hacia el «afuera», al menos un pasadizo –un callejón sería lo correcto decir– que apunta en dirección inversa. Naturalmente chismoso, me meto a sapear; las fachadas y puertas me dicen que son minidepartamentos (su-permini) al borde del desahucio; casi todos cerrados. Paredes descascaradas. Sigo avanzando, cauteloso, y me hallo frente a una puerta abierta.
Inmediatamente el picante olor de la yerba me pone mosca, me hace rememorar lejanos y celestiales días (aquellos en que los siete de la Creación se transformaron en los tres de Paz, Música y Amor); en la estancia interior, entre muebles que no dejan espacio, hay dos personas jóvenes, una sentada al borde de una cama, y la otra de espaldas a la puerta. Las dos –¿o los dos?– están semidesnudos y, obviamente, son homosexuales; me apercibo de ello cuando el parado mira hacia mí y sonriéndome lascivamente se levanta la tira del calzón para que le vea más la nalga derecha. La tentación es grande, sobre todo porque hace más de diez años que tengo prohibidas las relaciones sexuales con otra persona, siendo éste el verdadero castigo que la «sociedad» me tenía reservado. Sin embargo, me alejo de ahí, ya que, si bien no tengo nada en contra de esta creciente comunidad de maricas, tampoco estoy dispuesto a sumarme ahora; ésta es otra libertad de la que igualmente ya no me siento capaz.
Más allá, antes de llegar a una encrucijada, hay otra puerta abierta y me asomo para ver adentro: en medio de un montón de cachivaches inservibles y desordenados, una mamacha –con ropas de la sierra–, desgreñada y sucia, corretea por el suelo a una cucaracha, intentando darle con la ojota que tiene en la mano. En un aparte, una ollita toda negra y chancada hierve agua con alguna clase de harina marrón, sobre dos malogrados ladrillos que abrigan el fue-guito de maderitas y ramitas; un humo asfixiante se ha instalado en el lugar. La mujer, percatándose de la invasión a su privacidad, tensándose por sentirse descubierta, se me queda mirando; los ojos inyectados –por el enrarecido ambiente, el hambre quizá, o el odio justificado con que me devora por metiche– y la ojota en alto. La cucaracha –¿la sazón?– se le es-currió. El patetismo de la escena me paralizó, pero reacciono y retrocedo, con un trauma de culpa que me persigue desde no sé cuándo, y que me hace temblar.
En la encrucijada puedo darme cuenta de que la salida no mostrará por ningún lado su luz; esto es un dédalo más. Una pérdida de tiempo, las mecidas a las que ya me tiene acostumbrado mi esclerótico cerebro. NO TANTO DE UNA MORDIDA / DE SUELO / TÉCNICA O DE FUERZA MATERIAL / SINO DE / NO HABER ENTONADO. Me doy, entonces, media vuelta, y así como el viejo Friedrich –igual que mi abuelo del mismo nombre y origen– con su voluntad de poder inconclusa; así como Vincent en busca de girasoles marchitos; o como nuestro Martín Adán soñando con Macchu Picchu; o mejor dicho inspirado por ellos, tomo el camino de regreso.
Han pasado más de diez años, y todavía no puedo creerlo; todavía no puedo acostumbrarme. El nuevo día, oscuro, grisáceo, normal nomás, me recibe desganado; lucho conmigo mismo para levantarme, pues todo da igual. Pero lo hago una vez más, aunque las cuatro paredes y la puerta de fierro (con cinco candados por fuera) me den la contra; concluyendo: CON EL ESPÍRITU DE LOS FIELES.
(*) Miembro del MRTA. Se encuentra detenido en la Base Naval del Callao. Actualmente escribe y pinta.