Don Andrés Bello, maestro del niño Simón Bolívar, escribió en Londres muchos años después, un poema en homenaje al Libertador, en el que lo compara con el Samán de Güere, el famoso árbol en el que Hugo Rafael Chávez Frías juraría, junto con otros cinco de sus compañeros de filas, reformar el Ejército venezolano e iniciar la lucha por la construcción de una nueva república. Comenzaban los años ochenta y nadie imaginaba las repercusiones de aquello.
Durante las tres décadas siguientes la figura de Chávez se agigantó a dimensiones históricas. Venezuela, América Latina, el Caribe, África, Asia, Europa y Norteamérica lo vieron pasar veloz, con la audacia de un experto llanero en la doma de potros cerreros, cabalgando con seguridad y llevando muy firmes las riendas, en medio de las hostilidades de los grandes poderes mundiales y la oligarquía de su país, dirigiendo a su patria y a su pueblo en una lucha sin cuartel.
Desde su salida de la prisión en 1994 hasta su muerte ocurrida hace 4, transcurrieron 19 años continuos de agitación, tiempo similar al que ocuparon las batallas de Simón Bolívar por la independencia y la felicidad de nuestro continente. Cómo éste último, Hugo Chávez también vio truncada su vida en el mejor de los momentos, dejándonos el vacío irreparable de su ausencia, pero también la certeza de que su pensamiento y ejemplo vivirán para siempre.
Y se encargarán de dirigir la culminación de su obra. Chávez bebió en las fuentes del indigenismo americano, en Bolívar, en Zamora, en Rodríguez, en las canteras socialistas de Marx, Engels, Lenin, en las revoluciones del remoto pasado, en los grandes levantamientos populares del siglo 20, en lo más comprometido de la cultura universal. Por eso gustaba repetir lo de Rosa Luxemburgo, socialismo o barbarie. Y por eso comprendió la grandeza de Fidel y la revolución cubana.
El 4 de febrero del año 92 el mundo entero tuvo conocimiento de él al fracasar el golpe militar en Caracas. Más que al osado teniente coronel que había dirigido el alzamiento, los pueblos descubrieron un hombre supremamente sensato, que no sólo reconocía su derrota y convidaba a los suyos a rendirse para salvar vidas, sino que al tiempo asumía su responsabilidad y dejaba claro, pese a las circunstancias, que la lucha no cesaría hasta cambiar el destino de su país.
Diez años más tarde, al regresar en hombros del pueblo al poder tras el golpe fraguado contra él por el gobierno del señor Bush y la reacción venezolana, y luego al vencer la arremetida imperialista por hacerse a PDVSA mediante el más injusto de los paros, el mundo acabó por enterarse de que a la avaricia y la violencia propios del capitalismo salvaje, les había surgido un adversario de magnitud formidable, Chávez y la revolución bolivariana eran un tsunami.
Una poderosa ola que se sentía avanzar por Nuestra América. Quizás en el momento de su mayor arrogancia y brutalidad, el imperio y las oligarquías de nuestro continente parpadearon sorprendidos con el resurgimiento de la izquierda. Chávez hablaba abiertamente de socialismo, el modelo que los ideólogos del capital consideraban sepultado para siempre tras la desaparición de la Unión Soviética. Y el ALCA naufragaba hundido por gobiernos de avanzada.
Cómo lo odiaron los centros del capital mundial, los financistas en cuyo favor se habían impuesto los planes de ajuste en nuestros países, los terratenientes, los grandes empresarios entregados a la lógica del neoliberalismo, los promotores de la guerra y las políticas totalitarias, los cavernarios partidos y gobiernos que se aferraban al poder mediante el crimen en el resto del continente, los conglomerados mediáticos que veían hecha añicos su dominación ideológica.
Nadie tiene así derecho a poner en duda, ni la conspiración ni la agresión desatada con todo el poder imperialista y oligárquico contra la revolución bolivariana, los gobiernos progresistas y los movimientos revolucionarios del continente. Quien no haya comprendido que los grandes poderes lo han intentado y hecho todo para destruirlos, debe hacerlo a la mayor brevedad. Hasta la extraña enfermedad que fulminó a Chávez no deja de ser indicativa.
Henry Kissinger lo dijo en 1970 ante el triunfo inminente de Allende, los Estados Unidos no podían permanecer indiferentes viendo a Chile caer en las manos del comunismo por obra de la irresponsabilidad de su propio pueblo. El Presidente Richard Nixon indicó la táctica a seguir, hacer chillar a la economía chilena. Uniendo eso a una conspiración mediática, la corrupción y la violencia terminaron por derribar el gobierno de la Unidad Popular.
El denominado giro a la derecha en América Latina no es más que el producto de esa clara determinación del gobierno norteamericano, a la que se suman los partidos y movimientos más reaccionarios y corruptos de nuestros países. El gran capital y el latifundio se unen en su propósito común. Los monopolios mediáticos se les suman. Nuestros pueblos son víctimas de la más gigante arremetida ideológica, política, judicial, policial y paramilitar de la historia.
Chávez la sentía venir, sabía que se acentuaría. Por eso sus llamados a la conciencia y la unidad de los pueblos, a la resistencia y a la rebeldía. Su cabeza fría le permitió intuir que el imperio fraguaba una inmensa provocación para contraatacar mediante la guerra y la violencia. Y por eso su férrea determinación de defender la paz y vencer con las masas a los grandes enemigos de nuestros pueblos. Por eso su lucha por la democracia. Porque los pueblos tuvieran protagonismo.
¡Cuánto te extrañan todos los pueblos del mundo hoy, Chávez! Cuánta falta hace el trueno de tu voz en los escenarios mundiales, cuanto añoramos tus análisis justos y tus sabios consejos. A Venezuela la asedian de nuevo las fuerzas de Boves al servicio del imperio. Bolivia y Ecuador sienten cerca la amenaza. A la paz en Colombia le surgen diariamente cobardes emboscadas. Hoy más que nunca urge escarbar en tus ideas, alimentarnos con ellas, todos, unidos, fuertes.