Cuatro meses después del fallecimiento de nuestro máximo Comandante y fundador, Manuel Marulanda Vélez, el general Álvaro Valencia Tovar, en su columna del diario EL TIEMPO, publicó una misiva dirigida a Alfonso Cano, nuevo jefe de las FARC, en la que tras dar su versión acerca de hechos que precedieron la ocupación de Marquetalia en 1964, lo instaba a rendirse y desmovilizar la fuerza guerrillera. Se basaba en su propio diagnóstico sobre el estado de esta.
A fines de aquel año, 2008, se conoció la respuesta de Cano, que llevaba el título de Conversaciones con el General Matallana, y que aparecía con la firma del Secretariado del Estado Mayor Central, sin duda para evitar enzarzarse en una confrontación personal. En ella, Alfonso reseñaba las hondas diferencias entre lo afirmado por Valencia Tovar y lo expresado por Matallana en sus entrevistas con Jacobo Arenas y Manuel a mediados de los años 80 en Casa Verde.
Valencia Tovar se esforzaba por despedazar aquello de los 48 humildes campesinos agredidos arteramente en Marquetalia, para poner en su lugar a un grupo de bandidos que venían cometiendo todo tipo de tropelías, al tiempo que minimizaba por completo la operación con la que el gobierno de la época intentó destruir aquella lucha agraria, remplazándola por el desembarco de dos helicópteros iraquois con 16 soldados al mando del coronel Matallana.
Alfonso, testigo de aquella conversación en Casa Verde, en la misma época en la que nacía a la vida política del país la luego martirizada Unión Patriótica, recordaba cómo aquellos tres grandes hombres intercambiaron largamente, desprovistos de cualquier tipo de pasión, acerca de:
“…los miles de soldados participantes, el plan y la ejecución del desembarco encabezado por el mismo Matallana en la parte alta del cañón, las maniobras tácticas desarrolladas, las repercusiones ocasionadas por el asesinato de Jacobo Prías Alape en Gaitania el 11 de enero de 1960 ejecutado por los paramilitares, los desplazamientos campesinos, las numerosas agresiones y hechos de guerra que desde aquel enero aciago devinieron en el área incluyendo operativos, emboscadas y choques de encuentro”.
Y hacía la siguiente reflexión al respecto:
“Histórica conversación de tres guerreros que respaldaron sus asertos con la propia vida en los campos de batalla, impartieron órdenes y participaron de su concreción, diálogo despojado de retórica, directo como debe ser entre combatientes, pero alejado de odios y recriminaciones sin pullas ni altisonancias, que exploraron, en esta ocasión, nuevos caminos en procura de la reconciliación de nuestra sociedad”.
Para la conciencia nacional quedarán las irónicas palabras con las que el general Valencia pretendía convencer a Alfonso: “¿Va a ser usted el sepulturero de una fuerza en desmoralización total, o el hombre que en un acto de coraje y de grandeza decida poner fin a una lucha sin horizonte ni esperanza, dando a su figura un perfil de honor y dignidad? Si así lo decide, le ofrezco lo mismo que a Carlos Pizarro”. Valencia Tovar conocía muy bien el final de Pizarro.
Recordamos a propósito este cruce de cartas al conmemorar el noveno aniversario de la partida de Manuel Marulanda Vélez, ocurrida el 26 de marzo de 2008 en su campamento base de las montañas de Colombia, en razón a que en él se encuentra concentrado en gran medida el intenso debate histórico en torno a la personalidad y la obra del fundador de las FARC, quien gracias a su lucha guerrillera invicta de 60 años, consiguió borrar los límites entre realidad y leyenda.
Odiado y vilipendiado por aquellos que jamás pudieron alcanzarlo con el fuego de sus armas o el poder destructor de sus infundios, Manuel Marulanda ocupa el pedestal del héroe campesino, del revolucionario invencible, del irreductible jefe rebelde que libró mil batallas militares y políticas sin haber sido nunca derrotado. Nadie en la historia universal se le parece. En él se encarna la otra experiencia de Colombia, la resistencia de su pueblo violentado.
Él mismo relató muchas veces, sobre todo en los tiempos del proceso de paz del Caguán, el brusco cambio producido en el país cuando los más fanáticos sectores conservadores decidieron desatar la furia de sus odios represados contra liberales y comunistas, a mediados de los años cuarenta del siglo pasado. La sangre de estos últimos, que comenzaba a inundar los campos en muchas regiones, se tornó en hemorragia general tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán.
No había otro remedio que lanzarse al monte para salvar la vida, organizarse con otros para la defensa y preparar una larga lucha por la recuperación de la paz perdida. Para entonces no era más que un muchacho que se sumaba a las nacientes guerrillas por puro instinto. Pero año tras año, lustro tras lustro, década tras década, iría asimilando la profunda responsabilidad histórica del camino asumido. Se trataba de la lucha por el poder, para hacer de Colombia un país mejor.
Para ello había que conformar un partido y comenzar la construcción de un pequeño ejército. O los cambios por los que clamaban los pobres y perseguidos del país se lograban por la vía del diálogo civilizado y la concreción de acuerdos, o habrían de consumarse por la vía de la insurrección armada del pueblo colombiano. El crimen, como arma favorita para sostenerse en el poder y excluir la inconformidad y la oposición de la vida política, tenía que desaparecer definitivamente. Sólo así sería posible pensar en el debate pacífico y democrático.
Su encuentro con Jacobo Arenas en abril de 1964, con quien hasta su muerte ocurrida en 1990 a escasos días de la Operación Casa Verde, conformó un binomio extraordinario de pensamiento y acción, que lo dotó de los elementos ideológicos y políticos que harían de él el cuadro revolucionario integral, capaz de crear pacientemente la fuerza guerrillera disciplinada y consciente, que al tiempo que combatía sin tregua se empeñaba en concertar la paz.
Veinte años después de Marquetalia, Manuel Marulanda concertó con el gobierno de Belisario Betancur los Acuerdos de La Uribe, que terminarían finalmente por poner de manifiesto el poder corrosivo de los enemigos de la paz y la reconciliación en el país, que sabotearon su cumplimiento, exterminaron la Unión Patriótica y consiguieron para su beneficio exclusivo, que la guerra civil se prolongara y profundizara a extremos impensables.
Pese a ello, Marulanda insistió hasta el fin en la solución política. Se involucró sin vacilar en las conversaciones de paz con el gobierno de César Gaviria en Caracas y Tlaxcala, de nuevo despreciadas por la insensatez guerrerista de los mismos sectores violentos, y luego el país volvió a verlo en el Caguán, encabezando el proceso de paz que harían naufragar los personeros del odio, el ánimo de venganza y la ambición por despojar la tierra a los campesinos humildes.
Conmemoramos el noveno aniversario del paso de Manuel Marulanda Vélez a la inmortalidad, con la satisfacción de haber conseguido por fin su gran sueño, la firma de un Acuerdo de Paz.
Estamos puliendo las armas de la palabra, de la acción política, de la organización y la movilización popular, que harán innecesaria la apelación al combate y al fuego en nuestro país. Nuestra gran tarea, conseguir que las fuerzas que se empeñan en insistir en la violencia, sean aisladas y vencidas por las mayorías colombianas que están por la paz y la democracia.
No nos amilana que existan intereses que conspiran por la continuación del derramamiento de sangre, sabemos que la nación colombiana les dará la espalda. Por eso reiteramos las palabras finales empleadas por Alfonso al responder la carta del general Valencia Tovar:
“Por encima de las dificultades nuestro compromiso por construir una Nueva Colombia es irreversible, como lo es nuestra decisión de luchar por el triunfo y alcanzar la paz democrática, es decir la justicia social”.
¡Manuel Marulanda vive en la lucha por la paz!
¡Hemos jurado vencer y venceremos!