Retrata la tragedia que vivimos en Colombia, el hecho que cada mes ocurran 1.000 homicidios. Si analizamos las muertes violentas del pasado mes de enero, se encienden las alertas, porque ocurrieron 27 asesinatos de líderes sociales; cayeron muertos 20 guerrilleros del Ejército de Liberación Nacional, además de 11 muertos entre soldados y policías.
Es muy grave lo ocurrido, porque de las muertes por violencia socio-política, que son el 5,8% del total de homicidios, la mayor cantidad son de líderes sociales. Lo que significa que deja más muertos el genocidio de líderes, que las muertes que le deja a la Fuerza Pública y al ELN, el enfrentamiento armado.
Antes del cese al fuego bilateral, mataban a un líder cada tres días, durante este cese -del 1 octubre de 2017 al 9 de enero de 2018-, pasaron a matar a un líder cada dos días, y en enero de este año llegaron a asesinar a un líder cada día.
El genocidio en curso contra líderes sociales y opositores políticos, se asemeja al perpetrado por el régimen contra la Unión Patriótica (UP), el Frente Popular y el movimiento A Luchar, hace tres décadas.
El genocidio contra la UP constituye una muestra del terror de Estado, cuando entre 1986 y 2002, asesinaron cada año en promedio a 300 de sus militantes. Comparado ese genocidio con el actual, hay que denunciar que, si se mantiene la tendencia de matar 27 líderes cada mes, al final de este año habrán asesinado a 324, lo que superaría el promedio de homicidios perpetrados contra la UP.
Hoy en Colombia el genocidio está tomando la magnitud de décadas atrás, cuando el terror de Estado se propuso la eliminación de proyectos políticos alternativos, que amenazaban con disputarle el poder a la elite dominante.
La crisis humanitaria colombiana sigue demostrando el hecho que las víctimas de crímenes de Estado son más numerosas que las del conflicto armado. Bien lo identifica el investigador Javier Giraldo SJ, cuando afirma que:
“Un 80 por ciento de víctimas de la represión no tienen nada que ver con el conflicto armado, aunque hayan intentado mediáticamente hacerlas aparecer como relacionadas con el mismo. La única manera que tienen los agentes del Estado de darle alguna apariencia legal a un crimen de ejecución, desaparición, masacre, bombardeo, etc. es presentar a las víctimas como “combatientes” [1].
El Estado Colombiano históricamente ha considerado objetivo de su lucha contrainsurgente, a sectores de la población excluida e inconforme con su régimen. La población civil que habita en zonas de conflicto es blanco de una estrategia que atenta contra su vida, integridad, libertad y demás derechos humanos elementales, sobre la base que la califican como base social de grupos, que disputan con las armas “otra estructuración de la nacionalidad”.
El régimen asigna al paramilitarismo la función de ser el principal victimario de los sectores opositores al régimen, al punto de llegar a ser una política de Estado.
Los Departamentos más afectados por el genocidio son Cauca, Nariño, Antioquia, y Chocó. En estas zonas, las conflictividades violentas persisten alrededor de la tierra, megaproyectos viales y minero energéticos y de manera más evidente por rentas del narcotráfico o de la minería. Además, concentran cierto nivel de tejido social expresados en organizaciones sociales y movimiento social, que se interponen a los intereses privados y mafiosos [2].
La Defensoría del pueblo el 30 de marzo del 2017, ya había dicho que:
“Además de la concentración geográfica y temporal de los homicidios, se observan algunos elementos que permiten evidenciar una problemática generalizada de ataques contra los líderes sociales, comunitarios y defensores de derechos humanos”.
El Fiscal General de la nación y el ministro del Interior recientemente afirmaron que:
“Estamos identificando unos fenómenos que son preocupantes desde el punto de eventual presencia de reductos de autodefensas, que estarían actuando con algún grado de sistematicidad en algunas regiones del país” [3].
Este genocidio viene ocurriendo en la Colombia profunda, lejos de las grandes urbes, sin decir que en los barrios populares no se vivan casos similares. Su fin es el control territorial y político, a través del miedo, la zozobra y la sumisión de la población, como una clara estrategia contrainsurgente destinada a limitar la organización y movilización social de la oposición al régimen. De esta forma, se puede decir que la democracia colombiana se sostiene con el terror de Estado.
En marzo de 2015, la Fiscalía General de la nación reconoció que del proceso de indulto a los paramilitares de extrema derecha, adelantado desde 2005, por el ex presidente Uribe Vélez, bajo el nombre de Ley de Justicia y paz, habían quedado 14 mil expedientes contra los responsables de crímenes del paramilitarismo; entre quienes se encuentran 1.240 dirigentes políticos, 1.274 militares y el resto, unos 11.400, son empresarios, ganaderos, bananeros, ejecutivos de multinacionales y petroleras, y gente asociada con grandes medios de comunicación.
Hoy en la Fiscalía General ya desaparecieron estos expedientes y a Colombia se le condena a que nunca haya verdad ni justicia sobre el paramilitarismo, como arma de guerra contrainsurgente; y por esto, sigue y se acrecienta el genocidio contra líderes de la protesta social y opositores políticos al régimen.
Configurar unas mayorías nacionales por la paz, será la única presión posible para que salga a flote la verdad y con ella se afirme una solución política del conflicto colombiano.