Hace 54 años que se produjo en Marquetalia el primer combate entre los campesinos que se declararon en resistencia y las tropas del Estado colombiano enviadas a aniquilarlos. Eran los tiempos de la llamada Guerra Fría, en los que el gobierno de los Estados Unidos, en aplicación de su Doctrinas de Seguridad Nacional y Contrainsurgencia, arremetía en todo el continente y fuera de él, contra cualquier manifestación de inconformidad a la que calificaba de enemigo interno.
La tesis de la aniquilación física del contradictor político, proveniente de Washington, caía en terreno fértil en un país como Colombia, en el que la clase dirigente liberal y conservadora había hecho del crimen político su arma favorita de dominación por más de un siglo. Los conflictos por la tierra y por los derechos a la vida, el trabajo y condiciones dignas de vida, se habían saldado siempre mediante la violencia contra los de abajo y Marquetalia volvía a confirmarlo.
El Plan LASO, u Operación de Seguridad para la América Latina, asignaba una vez más a las fuerzas militares y de policía la tarea de exterminio, que al interior del país azuzaban las voces de los senadores Álvaro Gómez Hurtado y Víctor Mosquera Chaux, prominentes figuras de los partidos conservador y liberal, que se turnaban en el gobierno mediante el denominado Frente Nacional. El Presidente Guillermo León Valencia cumplía gustoso con su voluntad.
La resistencia de los 48 campesinos marquetalianos, encabezada por los inmortales Manuel Marulanda Vélez y Jacobo Arenas, se encargaría de demostrar al imperialismo y la oligarquía colombiana, que sus planes de fácil victoria se hallaban fuera de la realidad. Una formidable organización político militar, de profunda raigambre popular, nacería de aquella rebeldía y se erguiría invencible durante más de cinco décadas.
Eso jamás podrá borrarse de la historia, por más que la infamia y la calumnia se hayan encargado de pregonar la supuesta perversión de la lucha guerrillera en Colombia. Las FARC-EP nos proclamamos profundamente revolucionarios desde nuestro Programa Agrario, y durante 10 Conferencias Nacionales celebradas a partir del año 1965, no solamente volvimos a ratificarlo, sino a enderezar cualquier desviación aislada de nuestras ideas y convicciones humanistas.
Conscientes de que el alzamiento en armas exigía preparación y planeación, con miras a un futuro triunfo popular, nos trazamos un plan estratégico de guerra que fuimos edificando en la realidad con las uñas, sin contar nunca con apoyo económico o armado de ninguna nación foránea. Simultáneamente planteamos la urgencia de evitarle al país un inútil derramamiento de sangre, mediante la búsqueda de una salida civilizada y dialogada a las causas de la confrontación.
Transcurrirían casi veinte años de conflicto armado para que un gobierno nacional aceptara por fin sentarse a una mesa de conversaciones a buscar una solución política. De ella surgirían los Acuerdos de La Uribe, en donde las FARC acordamos incluso una desmovilización de nuestra fuerza, a cambio de una serie de reformas institucionales que contemplaban la creación de las condiciones materiales y políticas para nuestra paulatina conversión en organización exclusivamente política.
En la memoria nacional quedarán grabadas la falta de voluntad real del poder legislativo para implementar lo acordado en La Uribe, y la oleada criminal desatada en cambio contra la Unión Patriótica, la propuesta política de cambio y convergencia que hicimos entonces al país, recogida con entusiasmo por miles de colombianos de diversos partidos y aun sin partido, que luego serían acribillados miserablemente en una política criminal de Estado.
Aquel mar de sangre no nos hizo sin embargo desistir de nuestros propósitos de paz durante el gobierno de Virgilio Barco, con el cual siguieron adelantándose contactos en Casa Verde. Hasta que el gobierno de César Gaviria Trujillo entró con una nueva arremetida militar que apostó una vez más al exterminio, encontrando a su vez la resistencia invencible de la insurgencia. El amago de conversaciones en Caracas y Tlaxcala se hundió en el fracaso cuando nos negamos a rendirnos.
Sobrevendrían entonces dos gobiernos que en su afán por doblegarnos abrieron las puertas a la descomposición de las fuerzas militares y de policía, que terminaron aliadas con poderosos sectores económicos en el impulso y fortalecimiento del fenómeno paramilitar, que asoló el país de manera aterradora, en una supuesta guerra contra la insurgencia, que se dirigía en verdad contra la población de las áreas rurales en un afán de destierro y despojo.
La confrontación subsiguiente terminaría por conducir al gobierno de Andrés Pastrana a unas nuevas conversaciones de paz, signadas de antemano por la firma del Plan Colombia que apuntaba sus destinos a la reingeniería militar del Estado colombiano, y a la profundización total del plan de arrasamiento militar. El Caguán pasaría así a convertirse en el espacio para ganar tiempo por parte del Estado, haciendo oídos sordos al clamor nacional creciente por la paz.
La brutalidad de la guerra de exterminio se pondría evidencia durante los dos períodos presidenciales de Álvaro Uribe, cuyo saldo en víctimas fatales, heridos, desplazados, despojados, perseguidos judicialmente y ejecutados extrajudicialmente alcanzaría niveles exorbitantes, convirtiendo nuestro país en una nación fallida, condenada al terrorismo de Estado y en abierta hostilidad con el resto del continente envuelto en un proceso democratizador.
La necesidad de hacer de Colombia un Estado diferente, unida a la imposibilidad comprobada de una victoria militar sobre la insurgencia, condujo al establecimiento de un nuevo proceso de conversaciones a partir de la llegada de Juan Manuel Santos a la Presidencia. Se requirieron 6 años de diálogos, discusiones y debates para que las FARC y el gobierno de Colombia regalaran a su país y al mundo la grata sorpresa de una Acuerdo Final de Paz aclamado en todo el orbe.
Las FARC, ahora convertidas en fuerza exclusivamente política, hemos cumplido sagradamente con nuestra palabra. Dejamos las armas, no se ha presentado un solo colombiano muerto o herido por obra de nuestro accionar, tomamos parte en un debate electoral y nuestra militancia permanece organizada en los ETCR, puntos de agrupamiento y algunas urbes a la espera de los hechos de gobierno que den cuenta del cumplimiento fiel de lo acordado. Pero también trabajando día a día el sustento de nuestras familias y por consilidar este sueño de paz.
Son varias decenas de ex combatientes los caídos desde la firma del Acuerdo Final, al igual que suman ya centenares los líderes sociales y políticos asesinados, pese al compromiso gubernamental de garantías y protección firmado en La Habana. Partes esenciales del Acuerdo, como la propia amnistía y la JEP, han sido modificados arbitrariamente por el Congreso de la República, mientras que otros como la Reforma Rural Integral han sido burlados por reformas neoliberales del agro.
La sustitución voluntaria de cultivos ilícitos aprobada en La Habana marcha a paso paquidérmico, en tanto la erradicación forzada y las políticas represivas contra los campesinos crecen aceleradamente. La seguridad jurídica de los ex combatientes tambalea por cuenta de incisos introducidos por el legislativo, y los montajes judiciales que amenazan convertirse en práctica mediante el contubernio entre la Fiscalía General de la Nación y el Imperio norteamericano.
Hemos dicho y seguimos sosteniendo que sabíamos que no sería fácil que una oligarquía como la colombiana, históricamente dada al incumplimiento y la venganza, de lo que son prueba los Comuneros de Galán, Guadalupe Salcedo, Jaime Pardo Leal y Carlos Pizarro, se allane a cumplir lo prometido. Sabíamos y seguimos siendo conscientes de que hay que hacerla cumplir. Contamos para ello con el apoyo de millones de colombianos y la comunidad internacional.
También somos conscientes de que existen en el país poderosos intereses porque la confrontación persista y se renueve a gran escala. Lo que se vive en la Colombia de hoy no es otra cosa que un pulso histórico entre las fuerzas que están por una país en paz, democrático, civilizado, tolerante y en progreso, y las fuerzas violentas enriquecidas históricamente con la guerra, indiferentes al dolor de un pueblo que pone los muertos y las víctimas, y que lo azuza a diario a la hecatombe.
Estamos convencidos de que la nación colombiana ha alcanzado un nivel que impedirá la vuelta al pasado. No estamos interesados de ningún modo en la guerra y ratificamos una vez más que no volveremos a la vía de las armas, pero sí lucharemos hombro a hombro con los colombianos y colombianas que anhelan el combio sociao y democrático de nuestro país. Requerimos de la unidad de todos y todas, quienes ven en los Acuerdos de La Habana la posibilidad de comenzar a construir un país diferente. Nos burlaron la reforma política, no hay otro remedio que trabajar todos unidos por alcanzarla.
En lugar de la guerra y la violencia le apostamos hoy a la reconciliación, al fin de los odios. Por eso hemos pedido perdón por todos y cada uno de los errores que hayan de imputarse a nuestro accionar, y volveremos a hacerlo cada vez que sea requerido. Por eso nuestro compromiso de comparecer ante la JEP y someternos a sus veredictos. Pensamos que nuestros contradictores en la guerra, tal y como se pactó en La Habana, deben obrar del mismo modo.
O ser por el contrario repudiados por la nación colombiana anhelante de paz. Vivimos momentos cruciales para nuestro devenir. Unas fuerzas reconocidamente vinculadas al pasado de horror y empecinadas en repetirlo, se enfrentan a otras que claman por un país distinto que mire al futuro con optimismo y tolerancia. Estamos claramente con estas últimas e invitamos a nuestro pueblo a demostrarlo en las urnas. Por eso hemos luchado incansables durante 54 años.