Ya pasó una vez. Fue la última en que se unieron a toda costa. En 1958 las élites conservadoras y liberales, quienes representan el poder económico, se unieron para evitar que hubiera brechas en su control de su dominación. La dictadura de Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957) y de los militares, la amenaza de las guerrillas en formación y el clima pre revolucionario en la región, hizo salir de las pugnas internas a las élites, para repartirse el poder sin disimulo en el llamado Frente Nacional durante 16 años que luego, con diferentes formulaciones, prolongaron hasta nuestros días.
Hoy, en 2018, las élites tradicionales del país, portavoces del poder económico, vuelven a dejar de lado sus disputas ‘familiares’, para conformar un nuevo Frente Nacional con dos objetivos muy claros: no dejarse arrebatar el poder y el control económico del país, y responder con precisión a las necesidades del plan global de guerra encabezado por los Estados Unidos y su OTAN, con quienes siempre han estado aliadas.
Y han ganado el primer asalto, pero en un contexto histórico que no esperaban y que los enfrenta a retos inéditos en el país. Alrededor de Iván Duque, el ‘delegado’ ungido por Álvaro Uribe en su sostenida estrategia por regresar al poder, después que le fallara Santos su anterior testaferro, se han aglutinado –además del uribismo más rancio- los grandes banqueros y empresarios, los liberales, los conservadores, los del Partido de la U, muchos elementos de Cambio Radical, y los partidos cristianos Mira y Colombia Justa Libres. Además, reconocidos sectores de la mafia, del paramilitarismo y de los sectores más reaccionarios del país, se precipitaron a mostrar su apoyo por diferentes medios, al joven relevo del uribismo.
Este nuevo Frente Nacional –incomparable al de 1958 pero terriblemente parecido en la esencia- sumó 10.373.080 votos. Para sus seguidores, un “resultado histórico” que, en boca del ex alcalde de Bogotá, el liberal Jaime Castro, demuestra que Colombia “es tierra estéril para el comunismo”. Lo que no esperaban, a pesar de la campaña electoral basada en la mentira y la manipulación, es que la opción alternativa, la conducida por un ex guerrillero (¡sorpresa!) y que aglutinó a buena parte de los sectores populares y a parte de la clase media urbana, lograría 8.034.189. Jamás en la historia del país un candidato presidencial de la izquierda y que retara al establecimiento, había llegado vivo al día de las elecciones; jamás logró esta cantidad de votos en la historia del país, una opción de la izquierda con las banderas de la paz, la lucha contra la corrupción y la construcción de la equidad.
Gustavo Petro y su programa de Colombia Humana anidaron en los territorios más golpeados por la guerra y la pobreza en Colombia -como el Pacífico o parte de la costa Caribe-, pero también ganaron en capitales departamentales tan importantes como Bogotá, Cali, Barranquilla, Cartagena, Santa Marta, Quibdó, Riohacha o Sincelejo.
Esto sólo ha sido posible por una estrategia política poco habitual: Colombia Humana planteó un programa electoral de gobierno y no de oposición, un programa lo suficientemente amplio como para cobijar muchos de los intereses, de amplios sectores marginados del poder en el país; le apostó de manera inequívoca a la paz, con propuestas anheladas como el fin del servicio militar obligatorio y el respeto a los procesos de paz ya en marcha; centró muchas de sus propuestas en el respeto al medio ambiente y en la búsqueda de modelos productivos alternativos, que saquen al país del modelo agro-extractivista; conectó con un amplio espectro de la juventud al incorporar medidas de convivencia en la diversidad; planteó un futuro de respeto a la diversidad, a las diferencias étnicas y a los autogobiernos reconocidos por las leyes e ignorados en la realidad…
También fue importante que líderes de los Verdes como Antanas Mockus, de vocación urbana y de clase media, dieran su apoyo a Petro. Parte del miedo sembrado por las élites al “castrochavismo” se diluyó con la confianza de sectores tradicionalmente centristas como estos. Se podría decir que en estas elecciones Colombia Humana ha apostado por los cambios básicos, en una sociedad tan fragmentada, degradada y corroída como la colombiana.
Los primeros movimientos de Duque desaparecen de tajo sus discursos sobre “rejuvenecer la política” o “modernizar” el país. La interpretación de la paz de Duque es violenta. Habla, así lo hizo el pasado martes, del “dividendo económico de la paz” y la define con este nivel de erudición: “La paz es la ausencia de violencia o su disminución sustancial”. Es decir, que la paz no tiene nada que ver con transformaciones de las condiciones del país que generan la guerra, ni es equivalente a la verdad, la justicia, la reparación o las garantías de no repetición, ni guarda relación con que Colombia sea el país con mayor concentración de las tierras en América Latina o el tercero del continente más desigual….
Quizá por eso, nada más ser elegido, y a un mes y medio de tomar posesión, ya Duque ha bloqueado la reglamentación de la Jurisdicción Especial de Paz en el Congreso y espera al nuevo, de mayoría derechista, para terminar de machacar la paz.
En lo económico ya ha anunciado tras ser elegido presidente, que va a levantar la poca presión fiscal que existe sobre las clases dominantes y que hereda el sueño de Álvaro Uribe, su padrino y mentor, de convertir al país en el paraíso de la palma aceitera, doblando las hectáreas cultivadas y exportando su producción en crudo, para que sea convertida en combustible en latitudes más prósperas que la nuestra.
En cuanto al respeto a los derechos humanos nada hace pensar que el retroceso temido no se produzca. Los nombres de los que se rodea tienen una profunda relación con los gobiernos de Uribe Vélez (2002-2010), y las fuerzas militares se frotan las manos sabiendo que, aunque nunca perdieron poder, ahora gozarán de un margen de actuación que irá más allá de lo razonable e, incluso, de lo licito.
Del otro lado, de esos 8 millones de votos que Colombia Humana debe poner en juego para capitalizar el resultado, hay que esperar que se puedan sostener las alianzas y que estas lleguen hasta las elecciones locales y departamentales de 2019. Ese, el poder local y regional, es un lugar para reorganizarse, mostrar la capacidad de gobernar, ensayar formas políticas alternas a la politiquería, fomentar la participación y consolidar una gran alternativa electoral para 2022. Si esto se consigue, si hay un espíritu de resistencia activo ante la violenta arremetida previsible de la derecha, y si la sociedad presiona lo suficiente para que los procesos de paz sigan avanzando, Colombia tendría “una segunda oportunidad sobre la tierra”, como bien lo dijo Gabriel García Márquez en Estocolmo.
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