El siete de agosto fue un día histórico para Colombia, tanto por la llegada de Iván Duque, a la Casa de Nariño, como por la inédita y cada vez más creciente movilización ciudadana, que ocurrió dentro y fuera del territorio colombiano, demandando al unísono unos bienes comunes: la vida y la paz.
Horas antes de la la toma de posesión, y de que Duque arengara en la plaza de Bolívar estrenando banda presidencial, miles de colombianos abarrotaron las calles de 113 ciudades del país y se concentraron en por lo menos 60 ciudades del mundo.
El reclamo fundamental de la sociedad fue la paz, pero también la gente se manifestó por el respeto a los Derechos Humanos, porque cese la matanza de líderes sociales, que ya suman más de 400, desde 2016, y se advirtió al gobierno entrante -al que muchos consideran una tercera temporada de Uribe-, para que no desvanezca los anhelos de paz que la gente reclama.
Duque, quien en campaña amenazó con hacer “trizas” los acuerdos de paz con las guerrillas, en su primer discurso se mostró como alguien conciliador, reconociendo la capacidad de “resiliencia” del pueblo colombiano y esa expresa voluntad de paz, que se ha volcado a las calles en los últimos tiempos.
Sin embargo, esa narrativa de conciliación y de construir paz se estrella con el anuncio de un pacto por la legalidad. Duque dice que a través de ese pacto corregirá fallas estructurales “que se han hecho evidentes en la implementación”, en clara alusión al acuerdo de paz firmado con las FARC hace dos años; pero, esto significa desconocer un acuerdo de Estado, y un aviso de lo que puede esperar la Mesa de conversaciones con el Ejército de Liberación Nacional.
El gobierno entrante insistió en que quiere la paz, pero sometida a los intereses de las élites dominantes. La apuesta real por la paz está ahora en ese músculo ciudadano que se manifestó en las calles de Colombia, pero también en plazas y vías de París, Berlín, Madrid, entre otras ciudades.
La exigencia de paz va más allá. Además de la presión popular, el gobierno tendrá que atender las exigencias de organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional, y corporaciones transnacionales quienes para invertir y mantener programas en el país, requieren de una estabilidad y tranquilidad real.
Hoy más que nunca, el deseo de paz está en la cancha de la sociedad que, desde las últimas votaciones, perdió el miedo a exigir a las élites el derecho a vivir en paz, negado durante décadas. En contravía con los augurios de los seguidores del ex presidente Uribe, ahora hay más de ocho millones y medio de colombianos que cree en la vía política, para acabar con el conflicto armado y voltear la página de dolor y sangre que ha vivido el país. Tarde o temprano, obligadas o no, las élites dominantes tendrán que facilitar los caminos de la paz y las transformaciones.
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