HISTORIA, MEMORIA, VERDAD Y PAZ. TERRENOS EN DISPUTA
CONSTANCIA HISTÓRICA
Si queremos construir verdadera paz con justicia social, de nada vale la claudicación, el dejarse cooptar o plegarse al lenguaje políticamente correcto abandonando principios y el legado de lucha que nos dejaron nuestros fundadores. Actitudes de sumisión y sometimiento no hacen más que alentar el autoritarismo del Bloque de Poder Dominante y de los áulicos de las «soluciones» autoritarias y fascistoides.
Las disputas por las transformaciones sociales que nos traigan la paz verdadera no se ganan lisonjeando al opresor, sino resistiendo con determinación a quienes se oponen al cambio, sin renunciar a nuestros principios, sin renegar de nuestro pasado y del inmenso legado histórico de la lucha guerrillera. Renunciar a él es negarnos a nosotros mismos, aniquilar nuestra esencia de revolucionarios, lo que hemos sido y lo que somos como construcción histórica de ideales altruistas, por encima de nuestros errores y deficiencias.
Y en esto, la disputa por el relato histórico apenas comienza, y en tal terreno no es justo ni digno bajo el argumento de la reconciliación, seguir haciendo concesiones a una oligarquía que traiciona sus compromisos y que sobre las ruinas del anhelo de paz de los colombianos se pavonea como si nada, con ínfulas de guerra, de señor y de amo.
Existe necesidad de seguir luchando por la paz con justicia social, porque por fin culmine la confrontación bélica fratricida que día a día enluta a Colombia, pero acabando con sus causas enraizadas en los problemas de miseria, desigualdad y exclusión política. De tal suerte que continuar la brega por forjar la «paz completa» implica tomar de todas estas últimas experiencias de perfidias, traiciones, desaciertos y claudicaciones, como de los aciertos y perseverancias, los elementos para continuar la lucha por mucho más de lo pactado en el fallido Acuerdo de La Habana y en los incumplidos al conjunto del movimiento social y político, persistiendo en la búsqueda de la «solución política» con todas las insurgencias armadas y no armadas, y con todo tipo de estructuras que se mantienen al margen de la legalidad, pero a partir de construir nuevos escenarios de entendimiento y compromiso.
La persistencia de la guerra en los territorios, y del conflicto en general a lo largo y ancho de Colombia, es una muestra inmensa del fracaso del Acuerdo de La Habana, lo cual no se puede observar ni presentar como si se tratara de una anomalía o «externalidad» del orden social vigente que se explica, como la gran prensa suele hacerlo sirviendo de alto parlante del establecimiento, para que este se auto exculpe o se quite de encima el pesado lastre de responsabilidades que le corresponden como genitor de la confrontación y artífice de su permanencia.
El naufragio del más reciente intento en serio de alcanzar la paz, tiene trasfondos de traiciones y acciones premeditadas de un régimen que, pese a sus fisuras internas, es monolítico en la defensa del neoliberalismo y de los intereses del imperio gringo, como en la idea de desarmar a las insurgencias sin que ello implique desmontarse de sus propios privilegios. Por ello la mezquindad de los negociadores de Santos en la Mesa de conversaciones en Cuba, su poco interés en defender lo suscrito y su desidia en abrir vía tempranamente a los cuerpos normativos y reformas que permitieran al menos sentar las bases para alcanzar la materialización de los Planes y Programas que requería la paz con justicia social, todo lo cual echó por la borda cualquier posibilidad actual de reconciliación al agregársele la decisión perversa del gobierno sucesor, el de Iván Duque (en realidad el tercer mandato de Uribe Vélez), en cuanto «hacer trizas ese maldito papel», que fue la denominación que connotados especímenes del partido de gobierno le dieron al Acuerdo.
Prosiguieron entonces los enemigos del Acuerdo de paz y sus socios de viaje con su desconocimiento, en su trivialización, en su tergiversación, en su ataque mediático y legislativo; pues acudiendo a la treta de su «revisión» se adentraron desde el principio de la tortuosa implementación en las aguas de su distorsión y de su incumplimiento mientras simulaban y simulan el respeto institucional a los girones en que han dejado convertido el pacto del 24 de noviembre de 2016.
De cualquier manera la firma del Acuerdo y la batalla de múltiples sectores políticos y sociales por hacer realidad las reformas que el país exige para mejorar las condiciones de vida de las mayorías y avanzar hacia transformaciones estructurales del orden social vigente, hicieron sentir su presencia sentando un hito en la historia de Colombia, nuevamente poniendo en evidencia los profundos problemas de miseria, desigualdad, exclusión y violencia política entre muchos otros, a sus responsables y a quienes se siguen resistiendo a cualquier alternativa de cambio que haga posible la paz verdadera y no la de la rendición o la de los sepulcros.
Hoy entre los restos que quedan del devastado Acuerdo de La Habana, por ahí sobreaguan las miserias y limosnas que representan las prestaciones económicas de la reincorporación, pero luego de haber acabado con el carácter fundamentalmente colectivo de la misma, en comunidad, que era la esencia de lo pactado, al lado de las transformaciones en beneficio del campo y sus pobladores, o las referidas a la reforma política y a la reivindicación de las víctimas del conflicto, que también naufragaron sin pena ni gloria o se convirtieron, para el último caso, en factor de vindicta y multiplicación de resentimientos.
La individualización de las precarias «soluciones» terminó de desbaratar la cohesión social y política de los excombatientes. Su estigmatización, humillación y persecución, sumando a ello la desfiguración de la llamada justicia transicional, más el desbarajuste ideológico del Partido de La Rosa han completado el panorama desolador de una paz que no fue como se acordó, ni fue completa, ni siquiera parcial y mucho menos estable y duradera.
Multiplicadas por la propaganda fascista y por las propias incoherencias e inconsecuencias de la mayoría de los voceros Rosa (excepción hecha de algunos respetables militantes), lo que sobresale son las ansias de lograr la condena y el castigo especialmente contra quienes hicieron parte de la antigua comandancia de las FARC-EP, contando con la tolerancia y mansedumbre de los abdicantes, de entre los que descollan los señores Timoleón Jiménez y Carlos A. Lozada.
Por ello ninguna resistencia ni debate político serios se observan para impedir decididamente que se reviertan los poquísimos desarrollos normativos favorables medianamente consolidados, tal como ocurrió con el fallido intento de las objeciones presidenciales a la Ley Estatutaria de la Jurisdicción Especial para la Paz. Mucho menos se observa determinación en exigir políticas de planeación ni el diseño y ejecución de política pública para los ítem de la implementación de las transformaciones pactadas, comenzando por la reforma Rural Integral, o -descontando las limosnas-, algo más elemental que son los proyectos productivos para comunidades y reincorporados.
Llama la atención que con voz de derrotismo y abdicación, una pequeña grey sumisa de ex revolucionarios que desafortunadamente siguen a la cabeza de mujeres y hombres que honestamente continúan creyendo en el proceso de paz que inició en La Habana, se ha convertido en la oferente de sus propios como manada de la que se pueden tomar los chivos expiatorios que necesita el establecimiento, la extrema derecha y hasta los embrujados por el hechizo institucional, para que cómodamente se mantenga el statu quo, que no es otra cosa que el orden social vigente, señalando con el dedo acusador a quienes osen siquiera inquietarlo.
El debate de la historia entonces, como terreno de disputa, pareciera ir siendo ganado por el Bloque de Poder Dominante…; pero no todo está perdido. Por ello, bien señalan algunos estudiosos de la coyuntura política nacional que estamos en un momento de «relativa indefinición». Existe mucha incertidumbre sobre el rumbo que tomará el proceso político general frente a un escenario de contradicciones que se sintetizan por un lado en la necesidad de alcanzar realmente las transformaciones de fondo que requiere el país para superar los problemas sociales que dieron rienda suelta al conflicto, acudiendo a vías esencialmente políticas que abran paso a la democratización cierta del país, o simplemente dejarnos llevar hacia el terreno de las reformas lampedusianas, el terreno de la paradoja gatopardiana que se traduce en «cambiar todo para que nada cambie», que no es otra cosa que el cacareo transformador que no pasa de alterar solamente la superficie de las estructuras de poder. Y seguramente este fue el derrotero que por cuenta de la perfidia se le fue dando al Acuerdo de La Habana, el de la «paz gatopardista y pacificadora», cuando pudieron haber tenido la posibilidad de poner en marcha su potencial transformador, creador de una nueva realidad social, donde debimos caber todos en reconciliación. Para lo cual Marulanda nos dejó las herramientas suficientes que permitieran enfrentar ese gatopardismo generalmente oportunista y paralizante, asumiendo la ofensiva ideológica contra los engaños de la clase dominante que se disfraza de progresismo para imponer su dominio con la aquiescencia de los distraídos y rendidos.
La disputa sigue pendiente, pero en nada ayuda la claudicación o la negación de algo que ya se había ganado no para los rebeldes sino para encontrar el camino de la reconciliación del conjunto social, lo cual era el reconocimiento del carácter político de la insurgencia armada, de su legado histórico de lucha. Tornarlo ahora en carácter de victimario al que hay que sacrificar a toda costa no es más que una estupidez que prolongará la guerra y sus victimizaciones y postergará el anhelo de paz. En todo caso nuestro destino no puede ser de eterna confrontación o el del sometimiento perpetuo a una casta de opresores corruptos que posan de santurrones mientras devoran la tranquilidad de las pobrerías.
Los adueñados del poder tienen la historia, la memoria y la verdad hoy como una de sus mayores prioridades, y manipula para lograr lecturas que le den reafirmación y legitimidad sin que ello le cueste ceder en sus desmesurados privilegios, al tiempo que demonizan a quienes lo han adversado, tal como lo hicieron, por ejemplo, con la compilación de alrededor de 20 mil páginas del denominado Informe Génesis que las Fuerzas Armadas entregaron a la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad para negar el carácter político y revolucionario de las FARC-EP.
Aunado a esto se desenvuelve la arremetida de desprestigio contra la Jurisdicción Especial para la Paz hasta alcanzar su total distorsión, por decir lo menos; o la intervención deplorable que el Gobierno hizo sobre el Archivo Nacional y el Centro Nacional de Memoria Histórica, lo cual obligó a que organizaciones victimizadas como la Unión Patriótica, en su momento decidieran retirar sus archivos de ésta última institución.
La historia, la memoria y la verdad son un terreno en disputa y auscultar entre sus páginas encuentra obstrucciones como la de impedir por parte del establecimiento el acceso a los archivos del Estado, a la información o desclasificación de archivos de inteligencia, etc.
El esclarecimiento de la verdad tiene estos obstáculos, en medio de uno mayor que es que tal ejercicio pensado para el posconflicto se da sin que las expresiones del conflicto armado hayan desaparecido. Al lado de estas expresiones, persisten el miedo, la guerra política y la guerra jurídica, abriéndole espacio a la incertidumbre densa como neblina que se le atraviesa a la construcción de la verdad, y más ahora que viejos actores insurgentes, optando por la apostasía cobarde, deciden asumir el «lenguaje políticamente correcto», los parámetros del Estado al que adversaron, el arrepentimiento del derrotado, el señalamiento y la endilgación de culpas para los muertos o para los mandos medios y combatientes de base, en vez de asumir la responsabilidad política e histórica completa, incluyendo aciertos, desaciertos y errores grandes o pequeños por el alzamiento insurgente sin ponerse por debajo del victimario per se que es el Estado y el imperio al que obedece sin límites.