RELIGIÓN Y LUCHA POR LA LIBERACIÓN NACIONAL Y EL SOCIALISMO*
“La unidad de esta lucha verdaderamente revolucionaria de la clase oprimida por la creación de un paraíso en la tierra es más importante para nosotros que la unidad de opinión del proletariado acerca del paraíso celestial”.
V.I. Lenin, 3 de diciembre de 1905.
“Por lo tanto no nos vamos a dejar dividir, como tantas veces lo hemos planteado, en estos problemas angustiosos de Colombia; qué nos va y qué nos viene estar discutiendo entre católicos y comunistas si Dios existe o si Dios no existe, si todos estamos convencidos de que la miseria sí existe ¿Por qué estamos encerrados por ahí en los cafetines, discutiendo si el alma es mortal o si el alma es inmortal, cuando sabemos que la miseria si es mortal?”
Camilo Torres, 6 de agosto de 1965.
Introducción
Nuestro pueblo es profundamente religioso; su fe trasciende las manifestaciones visibles del culto externo: No sólo es religioso porque asista a las celebraciones, sino porque casi todos los actos de la vida cotidiana están matizados por esa fe. Será con ella y frecuentemente a través de ella, que el pueblo se irá incorporando al proceso revolucionario. Con ello se liberará de las cadenas de explotación y opresión con que nos ata el imperialismo, a la vez que vaya revolucionando también la propia fe.
La religión no juega ni jugará un papel unívoco en nuestra guerra revolucionaria. Entre los eslabones de la cadena que tiene atado a nuestro pueblo están los del conformismo, la pasividad, el individualismo y el divisionismo, fomentados por las instituciones religiosas abierta o solapadamente aliadas al imperialismo, o incluso directamente patrocinadas por él.
En la medida en que aumenten las contradicciones económicas se intensificarán los esfuerzos mediatizadores de esas iglesias reaccionarias, que se harán aún más reaccionarias y anticomunistas. En esa misma medida aumentará la necesidad de los creyentes y religiosos honestos, de liberarse de la opresión imperialista, liberando con ello su fe, la que está siendo manipulada por la burguesía para mantener sus privilegios. Conforme se vaya profundizando la crisis del imperialismo, los religiosos y creyentes honestos serán perseguidos, torturados y asesinados, por lo que verán cada día más claramente que la revolución es su única alternativa de liberación religiosa.
La religión es, pues, un elemento importante –diríamos incluso que a veces fundamental- en la lucha de clases, ya no sólo como instrumento de dominación sino de liberación, entendida ésta no como hecho individual, sino nacional y de clase.
Por ello se hace necesario analizar a la religión como parte de la lucha de clases, para delimitar al enemigo y para dotar a los revolucionarios –religiosos o no- con armas para la lucha ideológica. Como veremos, la discusión no pasa por el cuestionamiento de la existencia de Dios, sino por la necesidad de establecer si existen o no contradicciones de fondo entre la fe y la militancia revolucionaria, porque de no existir, se hace imperiosa la tarea de lograr una unidad estratégica de las fuerzas –religiosas o no- comprometidas con la lucha por la toma del poder por el pueblo.
Ese escrito pretende mostrar a los revolucionarios cristianos que la lucha por la liberación nacional y el socialismo no está contra la religión; pretende también mostrar a los revolucionarios no creyentes que los cristianos tienen motivaciones no sólo de clase, sino precisamente religiosas para hacer la revolución.
Nuestro análisis parte del papel que ha desempeñado la religión en la lucha de clases en México a través de la historia, plantea los avances del pensamiento cristiano derivados de la revolución latinoamericana, reseña algunos puntos relevantes de la discusión entre marxistas y cristianos, y señala la vinculación de los religiosos y creyentes avanzados con la lucha armada por la liberación nacional y el socialismo como una cuestión práctica e inmediata.
1.Esbozo histórico
Las religiones prehispánicas fueron prácticamente arrasadas por la conquista y sus remanentes carecen actualmente de relevancia. Tampoco tienen importancia desde la perspectiva histórica que nos ocupa, aquellas religiones no cristianas que llegaron al país con pequeños núcleos de inmigrantes. Por ello nos referiremos solamente a las religiones cristianas, entre las que obviamente destaca el catolicismo.
Si afirmamos que las iglesias cristianas se han aliado y han formado parte de las clases dominantes a través de la historia, no somos novedosos. Tampoco tenemos la intención de satanizarlas como enemigas del pueblo, sino más bien la de establecer el punto de partida de la evolución que han seguido los cristianos para llegar –necesariamente- a la opción revolucionaria.
Para un observador crítico tampoco es un asunto nuevo el que la iglesia católica se debate en graves contradicciones internas que, a no dudar, la llevarán a un nuevo cisma. Y entre los cristianos no católicos brotan sectas nuevas casi como si fueran hongos. Esto sucede porque ni el pensamiento ni las instituciones religiosas son inmutables; son atravesados por las luchas sociales, las que acaban por modificar profundamente a las iglesias, haciendo que se separen los sectores en pugna o que se concilien dentro de un nuevo orden. Este fenómeno nada tiene de nuevo; por el contrario, es inherente a la propia iglesia desde que esta existe, como veremos enseguida.
Los conquistadores españoles trajeron a México el cristianismo recién escindido de la contrarreforma, creador de la inquisición que en España perseguía implacablemente a moros, judíos y herejes; ese cristianismo sustentado por una iglesia rica y con poderes casi absolutos, que se debatía entre la santidad y la corrupción.
Desde luego que el móvil principal de los conquistadores españoles no fue el de imponer su religión sino el lucro, de tal manera que la iglesia se constituyó de inmediato en un mecanismo de enriquecimiento. Este se logró como siempre se logra, a través de la violencia: La economía mercantil se implantó empezando por la conquista, siguiendo con el despojo y acabando con la explotación. A esta violencia se ligó la imposición religiosa del vencedor, al grado de que los primeros franciscanos ya decían que donde no hay plata, no entra la religión.
El clero contribuyó a la economía colonial concentrando a la población indígena, amaestrándola y organizándola en unidades productivas. Ya antes de finalizar el siglo XVI, la iglesia adquirió grandes extensiones de tierra utilizando para ello, además de las habilidades mundanas de los clérigos, los métodos nada piadosos de la inquisición. Mas no todos los sectores de la iglesia se identificaron con la clase dominante.
La sed de riquezas de los conquistadores fue calmada con las encomiendas, que pronto se mostraron ineficaces para desarrollar la economía colonial, porque no habían suficientes trabajadores debido a la matanza de indígenas. Se buscó entonces racionalizar el reclutamiento y la distribución de la mano de obra a través de los repartimientos, que conllevaban la excesiva explotación y maltrato de los trabajadores. Estas prácticas de trabajo forzado coexistieron con el intento de generalizar el trabajo asalariado, necesario para el desarrollo de la economía mercantil.
En este contexto contradictorio del desarrollo del trabajo asalariado, la escasa oferta de brazos, el genocidio y la explotación excesiva, y la servidumbre que ataba a los trabajadores, lucharon los frailes avanzados como Las Casas, Quiroga o Zumárraga, para proteger a los indígenas de la voracidad española. En su lucha tuvieron que enfrentar a su propia iglesia, empeñada también en exprimir al pueblo.
La idea de colonizar pacíficamente las Indias con labradores y artesanos que vivieran con justicia del producto de su trabajo y fueran propietarios de la tierra, de que “gente española casara con gente india para formar una de las mejores repúblicas”, la idea –en fin- por la que fuera decapitado Tomás Moro, nunca pudo llevarse a cabo porque todavía no nacía la clase social que habrá de enterrar para siempre la lucha de clases; tampoco había nacido la ciencia de la historia.
La economía colonial se consolidó, quedando la iglesia como uno de sus puntales. Cuando más fuerte se veía comenzó a resquebrajarse por sus contradicciones económicas: La pugna entre la servidumbre y el trabajo libre, entre los gremios y los obrajes, entre la encomienda y la hacienda, entre el campo y las ciudades, entre metrópoli y colonia, entre las clases privilegiadas y las masas desposeídas, entre los valores arcaicos y una economía mercantil en crecimiento, se fueron acentuando y haciendo más agudas.
La concentración de riquezas lograda por la iglesia colonial –mediante la explotación del trabajo, la usura y el despojo a través de la inquisición- llegó a amenazar a la corona española, por lo que esta tomó la tardía medida de expulsar a los jesuitas durante la segunda mitad del siglo XVIII. Esto no sirvió para remediar las contradicciones: A pesar de la confiscación de las tierras del clero (que se repetiría un siglo más tarde), este no perdió sus privilegios porque el agravamiento de las contradicciones económicas obligó a los agricultores y terratenientes a acudir a la iglesia en busca de créditos; así, al cabo de pocos años esta institución había vuelto a acumular una enorme riqueza derivada de los préstamos hipotecarios.
Frente a los españoles ricos estaban los criollos, que anhelaban su emancipación ya que –como agricultores o empleados modestos que eran- veían crecer sus deudas, mientras que crecían también las fortunas de los peninsulares. Entre tanto, el grueso del pueblo –indios, negros y castas- se debatían en la miseria y el desempleo. La resquebrajada estructura colonial no resistía el embate del capitalismo mundial.
Una vez más, como en los albores de la colonia, surgieron a principios del siglo XIX, del seno de la iglesia, los defensores de la causa popular. En esta ocasión habrían de guiar al pueblo por el camino de la revolución para conseguir nuestra primera independencia. El cura Hidalgo abolió el tributo, liberó a los esclavos y confiscó la riqueza de los españoles. Llevó a cabo, pues, un programa popular. Entretanto, el alto clero excomulgaba y restablecía la inquisición, argumentaba que la doctrina cristiana exigía la obediencia al rey y bendecía –un poco más tarde- al ridículo imperio de Iturbide.
José María Morelos fue más que un cura surgido del pueblo; fue también un militar genial, que supo apoyar sus ideas libertarias con el único recurso que podía hacerlas triunfar: las armas. Para reedificar –decía- es necesario destruir lo antiguo.
Junto a Hidalgo, Morelos y Matamoros lucharon otros cuatrocientos clérigos y frailes por la creación de una patria; estos próceres religiosos y tantos otros cristianos dieron sus vidas por aquella primera independencia. Acabaron con la colonia, pero las condiciones históricas aún no estaban dadas para la liberación definitiva.
De la guerra de independencia emergió el clero como una fuerza política de primer orden; sin embargo, en su seno existían intereses encontrados: Una cúspide de criollos ricos y una base de mestizos e indígenas pobres. La iglesia católica vivía de las rentas, se enriquecía por medio del diezmo y los préstamos hipotecarios y concentraba otra vez grandes extensiones de tierra con producción latifundista.
López de Santa Anna concedió hacia mediados del siglo XIX grandes privilegios a la iglesia, los que esta no estaba dispuesta a perder, así que ayudó a los norteamericanos en la guerra que costó a México la mitad del territorio nacional; se cuidó muy bien de no poner sus riquezas a la disposición de quienes defendían la Patria, por temer a que el pueblo armado se volviera contra los ricos. Cabe resaltar que hubo muchos curas, frailes y monjas patrióticos, que enfrentaron dignamente calle por calle, a los invasores, después de que el ejército de Santa Anna hubo huido cobardemente.
La guerra de 1847 y las innumerables guerritas entre criollos, entre criollos y latifundistas, entre criollos y mestizos, habían dejado sin recursos al país, de modo que el gobierno emitió la llamada ley Lerdo, mediante la cual se desamortizaban los bienes de la iglesia que nunca, por cierto, llegaron a manos del pueblo; por el contrario, la mencionada ley era profundamente antipopular e injusta, pues expropiaba también las tierras comunales de los indígenas. Está claro que la iglesia se opuso a la expropiación, así como a la tibia constitución de 1857, mediante todos los recursos de que disponía, incluso el de negar los servicios religiosos a la población (tal y como lo hiciera 70 años después para iniciar la guerra de los cristeros).
Aun cuando fuera despojada de gran parte de sus cuantiosos bienes, la iglesia siguió teniendo el suficiente poder como para tratar de volver por sus fueros a contracorriente de la historia. Así, apoyó a los reaccionarios en la guerra contra Juárez, quien acabó por restarle poder político; se alió a la intervención francesa y tuvo fricciones con el imperialismo de Maximiliano porque los franceses pretendían desarrollar al capitalismo más allá de los intereses del alto clero. El porfiriato siguió respecto a la iglesia la política de Juárez, pero ni así se alió la institución al pueblo. Combatió a Madero por espiritista y apoyó la guerra contra el pueblo encarnado en las fuerzas de Zapata y Villa.
Para 1922, el clero trató de dirigir el movimiento obrero creando la confederación Nacional Católica del Trabajo, habiendo declarado el arzobispo estar en desacuerdo con los principios del socialismo y recomendado a los obreros cristiana obediencia a Dios; su alocución terminaba así: “Pobres, amad vuestra condición humilde y vuestro trabajo; poned vuestras miradas en el cielo; allí está la verdadera riqueza. Una sola cosa pido: a los Ricos, amor. A los pobres, resignación”.
Pero la iglesia de los años 20 no pudo apropiarse del movimiento obrero controlado por Luis N. Morones. Así que volvió sus ojos codiciosos de poder al campo, donde habían campesinos pobres e inconformes con la persecución religiosa de los gobiernos de Carranza y Obregón y con sus miserables condiciones de existencia, a las que la reforma agraria no había llegado a poner remedio.
La iglesia de los años 20 cerró filas en su pugna por el poder contra el gobierno encabezado por Calles. Dejó de prestar servicios religiosos y orilló a los campesinos a la rebelión armada en 1926. Para el año siguiente la iglesia ya había entrado en componendas tanto con el gobierno mexicano como con el norteamericano (interesado en la estabilización del país para poder extraer mejor sus riquezas), así que dio una vez más la espalda al pueblo –esta vez armado por ella- para rescatar su cuota de poder al lado de los opresores.
Derrotado el movimiento cristero, la iglesia, esa iglesia defensora de sus privilegios de la que estamos hablando, optó por no seguir enfrentando a otras fracciones de la clase dominante. No tanto porque hubiera renunciado a la recuperación de sus privilegios perdidos, sino porque durante aquellas décadas de los años veinte y treinta hubo un flujo revolucionario en el mundo que le mostró a su verdadero enemigo: los pobres, el pueblo trabajador del campo y de la ciudad.
La iglesia de los años 40 cerró filas con el resto de las estructuras del Estado mexicano, que tenía una ideología liberal burguesa y se mostraba anticlerical por encima, pero apoyaba al clero conservador por debajo de la mesa. De este modo puede seguir usando los templos que fueron declarados propiedad de la Nación desde la promulgación de las leyes de Reforma, también puede construir nuevos templos aunque queden nominalmente como propiedades del Estado; puede fundar y mantener escuelas y universidades pasando por encima de la Constitución; puede crear asociaciones de “beneficencia” y desarrollo comunitario, agrupaciones de jóvenes, hospitales y asilos; puede mantener y fomentar organizaciones de laicos que participen activamente en la orientación política del país e incluso puede tener cierto peso económico. Puede hasta obedecer al Vaticano, potencia extranjera con la que México no tiene relaciones diplomáticas. A cambio de todos estos privilegios, la iglesia debe de abstenerse de “participar en política”, esto es, de hacer declaraciones públicas que no favorezcan al régimen en turno; sus miembros no pueden participar en las elecciones, aunque patrocina grupos y partidos políticos como Acción Nacional o la Unión Nacional Sinarquista, ahora Partido Demócrata Mexicano.
Conforme fue avanzando la crisis del imperialismo, se desmoronó el modelo desarrollista hasta hace pocos años activamente promovido por la iglesia. La ideología de la “unidad nacional” cambió porque ya no quedaba lugar para la demagogia populista. La crisis económica “pone en juego el destino de la nación” dice la burguesía, haciendo recaer todo su peso sobre los hombros del pueblo trabajador; la unidad nacional se convierte en seguridad nacional: Se declara la guerra a las “ideas exóticas”, a las tentaciones liberadoras surgidas del tan cercano ejemplo de Centroamérica.
En este contexto, la iglesia católica se despliega nuevamente, tal y como lo hiciera hace 130 años, pues la burguesía debe hacer uso ahora de todos sus recursos para mediatizar las luchas populares. Viene la más alta autoridad vaticana pasando por encima de todos los preceptos constitucionales, a predicar conformismo y anticomunismo, a hablar de una “justicia” donde deben coexistir explotadores y explotados y a tratar de restablecer la política de desmovilización obrera que ya había promovido sin éxito 58 años antes.
La visita papal de 1979 no sólo mostró la posición reaccionaria del clero tradicional, sino el profundo arraigo cristiano de nuestro pueblo, el que se volcó espontáneamente a las calles, sorprendiendo incluso a la oligarquía que orquestara una campaña publicitaria sin precedentes para preparar la visita.
Hoy día, las más altas autoridades eclesiásticas del país se pronuncian casi a diario a favor del gobierno, llamando al pueblo a mantener la calma ante la creciente miseria producto de la crisis, condenan por todos los medios a su disposición el compromiso que han adquirido los religiosos y creyentes más avanzados con las luchas populares, y favorecen abiertamente la escalada represiva del Estado, apoyando iniciativas como la de instaurar la pena de muerte.
Con esto, la iglesia llega al final del camino junto a los opresores bajo cuya sombra se cobija. En esta revolución que comienza ya no podrán ganar los opresores porque nunca más habrá opresores ni oprimidos: la iglesia ya no se podrá alinear con los privilegiados porque al triunfo de esta revolución se habrán acabado los privilegios. La iglesia tradicional se resiste a perder sus privilegios y actúa recrudeciendo su posición intentando frenar al pueblo; trata de aparecer como conciliadora, situada por encima de los problemas de este mundo, pero sólo logra alejar a la feligresía y dividir al clero.
En cuanto a las otras iglesias de denominación cristiana, irrumpieron tardíamente en nuestra historia, porque la reforma religiosa del siglo XVI nos llegó, como ya señalábamos, no con el protestantismo sino con las contrarreforma. Las iglesias protestantes vinieron por dos caminos diferentes a México: Junto a los inmigrantes europeos del siglo pasado una vez expulsados los españoles, y como parte del proyecto neo-colonial del imperialismo norteamericano.
En el primer caso, las iglesias se limitaron al servicio religioso de los británicos o alemanes busca-fortunas recién inmigrados, casi sin haber realizado labor proselitismo. No así en el segundo caso, en el que se trata de fundaciones con enormes recursos financieros provenientes de la oligarquía norteamericana. Estas fundaciones realizan labores “filantrópicas” con el claro propósito de dividir y domesticar a nuestro pueblo.
A partir de la década de los años 30 el imperialismo norteamericano intensificó la penetración ideológica y militar en nuestro país a través de diversas sectas como los “Testigos de Jehova” o la “Iglesia Fundamentalista del Verbo de Dios”, y de agrupaciones supuestamente religiosas como el “Instituto Lingüístico de Verano” o los “Cuerpos de Paz”. Cabe resaltar que dicha penetración se lleva a cabo ante la mirada complaciente y aun con la colaboración del Estado. “Más vale una misión que cien ametralladoras” decía cierto ministro de la iglesia metodista, encargado de la Fundación Rockefeller.
2. La iglesia cede ante el empuje revolucionario
Por supuesto que el desarrollo hasta aquí descrito del cristianismo institucional no está circunscrito a México, sino que se da en todos los países en los que predominan las religiones cristianas. Para la década de los años 60, el Vaticano se encontró con que estaba cada vez más aislado de las masas católicas debido a su postura antipopular. En consecuencia, el Papa Juan XXIII siguió una política de acercamiento con los países socialistas y emitió un documento en el que admite que los comunistas realizan las acciones propuestas por la moral cristiana, aunque partan de una base teórica errónea (de acuerdo al papa). Por su parte, Paulo VI avanzó en la puesta al día de la iglesia, mediante la realización del II Concilio Vaticano y la emisión de su encíclica “Populorum Progresio”. Estas medidas hicieron posible que muchos religiosos y religiosas honestos utilizaran su ministerio en todo el mundo subdesarrollado para favorecer las luchas de liberación nacional y por el socialismo.
Hubo otros dos acontecimientos que sacudieron a la iglesia católica durante esa misma década: El más relevante fue la participación del cura Camilo Torres en el Ejército de Liberación Nacional de Colombia, y su fundamentación teológica de que la militancia guerrillera es la única alternativa cristiana del momento. El otro acontecimiento fue la reunión de obispos latinoamericanos en Medellín; en ella, la iglesia católica latinoamericana ratificó su compromiso con los pobres y justificó la guerra popular contra la opresión imperialista.
Desde entonces dejó de ser novedad la participación de religiosos en los movimientos armados en Nicaragua, Brasil, El Salvador, Colombia o Guatemala.
En México, los cristianos progresistas buscan obtener su legitimidad dentro de la iglesia tradicional, a la vez que se involucran con organizaciones políticas real o supuestamente de oposición. A pesar del reflujo reaccionario inducido por el Vaticano, han tenido algunos logros como el de haber arrancado una declaración que reiteraba el compromiso de la iglesia con los pobres en la III Conferencia Episcopal Latinoamericana, realizada en Puebla, a pesar del espíritu ultramontano reinante. Por otro lado, los obispos de la Región Pacífico Sur y otros en diferentes lugares del país han manifestado la necesidad de que los católicos participen políticamente en defensa de los intereses populares. Obispos y sacerdotes honestos denuncian permanentemente el deterioro en la calidad de la vida de la población y logran una cierta politización de las masas.
Sacerdotes y religiosas, ministros, diáconos y laicos realizan, frecuentemente en conjuntos ecuménicos, trabajos de base con obreros, campesinos y colonos; este trabajo no es espiritual en el sentido que la tradición le ha querido dar: No es mera contemplación, sino la reflexión consecuente de una práctica que trate de desplegar la fuerza creativa del pueblo en obras de beneficio común. Los cristianos avanzados realizan una concientización notable a través de estos trabajos, la que muestra al pueblo a su enemigo, así como su propia capacidad de lucha.
Sin embargo, esta obra político-espiritual no ha cristalizado en un proyecto global, histórico, que guíe al pueblo hacia su liberación definitiva. Este hecho, más que señalar una limitación del cristianismo avanzado lo que muestra –a decir de los propios teólogos- es que la labor de la religión no es esa. Los cristianos adquieren el compromiso revolucionario porque forman parte del pueblo; su fe los fortalece en la lucha, pero la estrategia y la táctica de esa lucha no puede originarse en el Evangelio.
Es por ello que los cristianos buscan honestamente el acercamiento con diversas corrientes progresistas y con el marxismo, a la vez que se van incorporando a la militancia en partidos y organizaciones políticas. Esto ha provocado, dicho sea de paso, que los oportunistas traten de utilizar el trabajo cristiano de base; afortunadamente han topado, en la mayoría de los casos, con la cautela largamente practicada por las comunidades religiosas.
3. Discusión entre cristianos y marxistas
Lo que se ha dado en llamar diálogo entre marxistas y cristianos no ha sido fácil. Se ha visto obstaculizado en la práctica por el oportunismo de “izquierda” y por una desconfianza, por lo demás explicable, de parte de los religiosos y creyentes. Pero debe resaltarse que son precisamente estos quienes más activamente han buscado ese diálogo.
Son dos las actitudes supuestamente marxistas las que obstaculizan la participación revolucionaria de los cristianos: La primera es el sectarismo provocado por una lectura rígida del marxismo-leninismo: Si los libros dicen que “la religión es el opio del pueblo”, es así, por más que los religiosos y creyentes hayan demostrado –incluso con el generoso sacrificio de sus vidas- su capacidad revolucionaria en nuestra América Latina. Ya hemos señalado que los primeros interesados en que la religión deje de ser manipulada por la burguesía son los propios cristianos revolucionarios.
El segundo obstáculo, quizá más grave que el anterior, consiste en que los revolucionarios materialistas frecuentemente consideran de manera mecánica a la fe como algo transitorio, como una especie de enfermedad infantil que desaparecerá al triunfo de la revolución. En consecuencia los compañeros cristianos son considerados como militantes a los que les falta algo, que tienen limitaciones –superables- producidas por su fe. La terca realidad se ha encargado de mostrar que esto no es así, sino muy al contrario, que los creyentes tienen en su fe al elemento más profundamente motivador de su militancia revolucionaria y que, además, la militancia revolucionaria acrecenta su fe.
La fe ha mostrado ser un elemento dinámico y creativo que además de reconstruirse a través de la militancia revolucionaria, es capaz de realizar aportes valiosos tanto para la destrucción de la vieja sociedad como para la construcción de otra donde impere la justicia, el amor, la solidaridad y la esperanza en el futuro.
Todo esto plantea nuevos problemas a la crítica marxista de la religión, la cual de ninguna manera debe pasar por la negación del derecho que se han ganado los cristianos a hacer la revolución, derecho más legítimo que el de aquellos que en el nombre del marxismo permanecen cómodamente sentados tras sus escritorios. La unidad entre cristianos y marxistas se ha dado en las cárceles fascistas y se está dando en las trincheras de las guerras de liberación nacional y por el socialismo. Esto es lo que debe recoger la teoría, la que tendrá siempre presente que la unidad cristiano-marxista parte de la práctica revolucionaria.
Los marxistas no ocultamos a los cristianos que somos materialistas, es decir, que sabemos que las condiciones de existencia determinan a la conciencia. Esto significa que concebimos a la religión como un producto humano, determinado por las condiciones materiales en que se desarrolla la sociedad. Tampoco ocultamos que al triunfo de la revolución el pueblo vencedor creará un Estado que garantice la más completa libertad religiosa, la cual conlleva la libertad de no profesar ninguna religión; este Estado será obviamente laico. También es cierto que estamos contra las iglesias que se desempeñan como enemigas del pueblo. Todos estos elementos, ya viejos y sabidos ¿obstaculizan de alguna manera la alianza estratégica entre cristianos y marxistas? La respuesta es NO. No por dos razones: En primer término porque es más lo que nos une que lo que nos separa; tal es el caso de nuestra búsqueda común de la justicia y nuestro común compromiso con los pobres, es decir, con el pueblo trabajador de la ciudad y del campo. Y en segundo lugar porque la única posibilidad históricamente viable de destrucción de la vieja sociedad para liberar al cristianismo de sus trabas es precisamente el socialismo, al cual arribaremos si aplicamos correctamente la ciencia de la historia, que no es sino el marxismo-leninismo.
El esfuerzo que han realizado los cristianos por acercarse al marxismo ha sido considerable a pesar de los obstáculos arriba descritos, al grado que no pocos teólogos progresistas han leído la obra de Marx con mayor seriedad y profundidad que muchos autoproclamados marxistas. Estos cristianos han realizado una admirable autocrítica, originada en la crítica marxista de la religión, han comprendido la lucha de clases y se han involucrado en ella reinterpretando su compromiso a la luz del Evangelio.
No obstante, queda entre los cristianos revolucionarios una reserva, un obstáculo por superar desde el punto de vista teórico. Plantean que la teología política desacraliza la naturaleza y las instituciones, relativizando las nuevas instituciones creadas por la revolución triunfante. La liberación es concebida como un proceso (al que califican de dialéctico pero que es concebido mecánicamente) de desinstitucionalización, de modo que una vez liberada una formación social hay que comenzar a liberar a la siguiente. El argumento incluye al socialismo, pero se abstiene de analizar lo que sucederá en la sociedad sin clases.
Otra vertiente del mismo problema es la lectura deshistorificada de la obra de Marx, en la que existe la tendencia a tomar frases sueltas, a manera de versículos, otorgándole a cada una de ellas un valor independiente del contexto en que fueron expresadas. La obra de Marx se convierte así exactamente en lo opuesto a lo que quiso su autor: en un texto dogmático con “verdades” absolutas.
De este tipo de lectura se deriva, bajo la influencia del anticomunismo reinante, una crítica más o menos superficial de los “seguidores” de Marx, que no son sino los constructores de las vanguardias revolucionarias de los países que han logrado liberarse del imperialismo. Marx está bien, dirán de buena fe estos teólogos, pero Lenin se equivocó. Añaden a su argumento que actualmente no hay sociedades de verdad socialistas tal y como las imaginara Marx (como si las sociedades se construyeran con la idea) porque han caído en el “materialismo ateo”, en la “burocracia” y en el “capitalismo de Estado”.
La objeción al socialismo real conduce a la negación de los referentes históricos de la lucha por el socialismo, con la consiguiente negación del camino que ha de llevar a nuestro pueblo a la toma del poder (y que obviamente no puede ser el mismo que siguiera la Unión Soviética, Cuba o cualquier otro país socialista). Mediante este esquema se relativiza a tal grado al socialismo, que se oculta su origen en el capitalismo; se veía también el papel del imperialismo beligerante que actúa contra las sociedades socialistas recién constituidas estorbando su desarrollo.
La mencionada objeción al socialismo real conduce necesariamente a posiciones anticomunistas; la historia ha demostrado que quienes toman ese camino (en Polonia o Nicaragua por ejemplo) terminan militando en las filas contrarrevolucionarias. Esto no quiere decir que estemos contra la crítica; muy por el contario, sin la crítica no es posible la revolución misma. Solo que debe hacerse en términos concretos, históricos, y desde una perspectiva comprometida con la revolución. De nada sirve el uso de adjetivos como “totalitarismo” u otros por el estilo; dejemos que el enemigo sea quien haga ese tipo de crítica que solamente es propaganda ¿Cómo es posible que critiquemos al vaticano o a los voceros del gobierno norteamericano por sus posiciones y acciones reaccionarias y al mismo tiempo les demos crédito cuando nos endilgan historias sobre la persecución religiosa en la Unión Soviética o acerca del “heroísmo” del “sindicato” Solidaridad y sus dirigentes en Polonia?
Buena parte de la discusión entre marxistas y cristianos se dio en el marco de la euforia post-franquista en España y durante el breve gobierno de la Unidad Popular en chile. Parecía entonces que era posible la “vía democrática” al poder, que no haría falta la dictadura del proletariado, que se podría alcanzar la “sociedad plural”. Pero la lucha de clases no se resuelve con tanta facilidad. No nos engañemos: La revolución de nuestra sociedad, la mexicana, requiere de un proceso particularmente cruento y prolongado. La alianza estratégica entre revolucionarios cristianos y marxistas se inscribe necesariamente en el reconocimiento de que nuestro camino es la guerra popular prolongada.
Si mencionamos la guerra, evidentemente estamos hablando de muerte; ya no sólo de morir, sino de matar. ¿No nos han dicho desde que éramos niños, que lo cristiano no es matar, sino poner la otra mejilla? Este argumento ha sido superado con creces, tanto por los marxistas como por los nuevos lectores del Evangelio. Los opresores llaman violencia a las acciones que el pueblo toma contra ellos; su propia violencia la llaman justicia, a la vez que ocultan la violencia cotidiana inherente al sistema: A la tortura le llaman “confesión”, a la cárcel “reeducación” y al secuestro “desaparición”. Las fuerzas represivas no asesinan, sino que “cumplen con su deber”. La muerte lenta por hambre se llama “desnutrición” y la violencia en el trabajo sobreexplotado “accidente”. La violencia oculta del imperialismo es mucho más terrible que la evidente, porque nos deja indefensos y deja impunes a los genocidas.
Una vez reconocida la necesidad de la guerra justa, queda sólo por determinar el momento histórico en que se hace posible e imperioso para el pueblo pasar a la ofensiva. La crisis irreversible en la que se ha precipitado el imperialismo, con toda su secuela de miseria y represión, señala que se ha llegado ese momento, que ni cristianos ni marxistas tenemos derecho a posponer.
4. La alianza como cuestión práctica
Cuando una organización revolucionaria convoca sin aventurerismo, sin la manipulación de quienes buscan votos u otros beneficios oportunistas, mostrando un trabajo constante y tenaz, a luchar por un proyecto histórico en que tenga necesaria cabida todo el pueblo para hacer la guerra contra el enemigo común que es el imperialismo, los religiosos y creyentes honestos se muestran dispuestos a integrar su esfuerzo a la revolución.
Esa organización debe mostrar un respeto irrestricto a las creencias religiosas del pueblo, por lo que no puede objetar el credo religioso de los que en ella militen. Deberá ser la lucha revolucionaria la que defina el carácter verdaderamente revolucionario de quienes en ella participen, y no la improductiva discusión entre materialistas e idealistas.
La búsqueda de unidad de todas las fuerzas revolucionarias del país definirá a la organización revolucionaria como laica, ya que proselitismo religioso dentro de sus filas rompería la unidad. A su vez, a ningún militante de la organización le sería dado opinar en el nombre de esta sobre la interpretación de las cuestiones religiosas que sólo competen a las distintas iglesias.
El marxismo-leninismo ha mostrado su validez en todas las revoluciones triunfantes de este siglo. Por ello todos los militantes, religiosos o no, de una organización revolucionaria como la que estamos planteando, tendrán la obligación de capacitarse teóricamente en el marxismo-leninismo. Además, no debe permitirse que el clero reaccionario se apropie de algunos elementos del marxismo-leninismo para dar explicaciones no científicas de la realidad, derivadas de la lectura fragmentaria de los clásicos, substituyendo la unidad de la teoría y la práctica revolucionarias por un simple discurso de apariencia revolucionaria.
El respeto a la religión debe asumir formas concretas: Permiso a los militantes para celebrar sus ritos, prohibición de que sean objeto de críticas o burlas, existencia de capellanes en la organización, y cabida de escritos y argumentos de los religiosos a favor de la revolución en las publicaciones abiertas o clandestinas.
La revolución ha de recibir el aporte cristiano al igual que todos los demás aportes del pueblo. Los trabajos que esperan a ser realizados son de una variedad enorme y tienen como única limitación las posibilidades creativas del pueblo, habida cuenta del grado de avance de la lucha. Para algunos de esos trabajos, los cristianos –particularmente los religiosos y religiosas- tienen el compromiso específico de lograr que los creyentes caminen por la senda revolucionaria. Para la realización de los más, se requiere la conciencia de la necesidad de la revolución y de que esta es posible.
El germen de esa conciencia ya existe entre los cristianos honestos de nuestro país.
---------------------------------------------------------------------- * Una aclaración necesaria:
“Quien no conoce la historia de su patria, es un extranjero en su propia Patria”; el apotegma iniciaba el libro de texto de historia Patria en las escuelas de México en la segunda mitad del Siglo XX. Éramos el fruto de la larga lucha revolucionaria de México. Teníamos historia, himno y bandera. Poco a poco, se fueron excluyendo los cursos de historia de la educación básica. Pero nosotros no olvidamos. Las “Tesis Políticas” escritas por las FLN a principio de los años 80’s del siglo pasado nos muestran que el deber de estudiar y llevar salud física y mental a nuestro pueblo ha sido una constante en sus esfuerzos emancipatorios. La creación de escuelas y hospitales no son preocupación exclusiva del ahora: ante la carencia evidente de las mismas, el que lo hiciera una organización ‘política y militar’ en forma clandestina, sin usar las armas aún siendo perseguida, forma parte de ésta historia Patria.
Hoy presentamos la “Tesis política sobre la Religión”, escrita por las FLN para uso público, no clandestino. En ella no se habla de las FLN, pero sí de la necesidad de avanzar en las relaciones entre militantes revolucionarios y religiosos honestos. Con la próxima visita del Papa Francisco a México, consideramos pertinente expresar nuestro punto de vista histórico sobre las religiones. Además, consideramos importante seguir participando en la construcción de la “ciencia de la historia”, a partir de documentos fidedignos que han sido crisol en la concreción de los esfuerzos y luchas de nuestro pueblo por su liberación; de poco sirve hoy, para este propósito y a nuestros ojos, rebobinar la mitología, mistificar procesos o hacer de la historia, cuento.
Son estas tesis políticas serias, escritas con el debido respeto a quien las lee, las que hicieron que la “Cra. Bárbara” decidiera participar activamente en la lucha por la liberación de su pueblo y de su Fe. La Compañera Bárbara era oriunda de Santa Bárbara, Chihuahua, miembra de una congregación religiosa francesa adscrita a la diócesis de San Cristóbal de las Casas, y militante comprometida de las Fuerzas de Liberación Nacional desde principios de los años ochentas, y después de ella muchas otras y otros siguieron su ejemplo. Sean ustedes testigas de la historia y, como hizo ella, elija ahora o “calle para siempre”.