Por obra y desgracia de la retórica alemanista, el FUAC -lo que de él ya ni existe- ha pasado a ser "protagonista" en la campaña electoral. Recordar, entender y encuadrar la historia de este grupo armado nos puede aproximar a la verdad.
José Luis Rocha
La historiadora norteamericana Barbara W. Tuchman describe en uno de sus más celebrados libros, The March of Folly, From Troy to Vietnam, varios bien conocidos eventos de la historia bélica de la humanidad, para poner en evidencia un notable fenómeno: los gobiernos acostumbran adoptar políticas contrarias a sus propios intereses. Se demuestra así que la especie humana ha tenido, en el ámbito gubernamental, un desempeño más pobre que en casi cualquier otro campo de sus actividades. En la esfera del gobierno, el juicio, el sentido común y la información disponible han sido menos operativos de lo que podrían esperarse.
Esta tesis se comprueba una y otra vez a lo largo de la historia y se remonta, al menos, a aquel episodio en que los gobernantes troyanos permitieron la entrada a su ciudad de un colosal caballo de madera, a pesar de que todos los indicios hacían sospechar que se trataba de un colosal truco griego. Siglos después, Carlos XII, Napoleón y Hitler invadirían sucesivamente Rusia a pesar de los aplastantes fracasos de quienes los precedieron en ese intento. El fiero guerrero azteca Moctezuma, gobernador de una ciudad de 300 mil habitantes, sucumbiría pasivamente al dominio de unos cientos de conquistadores españoles que ya habían dado suficientes muestras de ser humanos y no dioses. El Rey británico Jorge III optaría por una política coercitiva en sus colonias americanas, en lugar de buscar la conciliación, aunque había sido sobradamente advertido por muchos de sus consejeros de que la represión le traería daños superiores a cualquier ganancia. Los Papas del Renacimiento mantendrían un tren de vida ostentoso y tomarían decisiones que catapultaron a la iglesia católica hacia el cisma que a toda costa ellos mismos querían evitar. Y así sucesivamente. El curso de la historia humana parece estar dominado por la obstinación y la necedad más que por cualquier otro rasgo de la conducta humana.
FUAC: revelación de un desatino
La historia de Nicaragua no es menos rica en necedades y desatinos, en ese género de desaguisados históricos que Tuchman define como políticas contraproducentes para el grupo social cuyo bienestar o ventaja pretenden procurar. Fruto de esta escasez de sentido común de la que hacen ostentación los gobiernos de la especie humana ha sido la recurrente activación de grupos armados que hemos vivido en Nicaragua aun después del cambio de gobierno y de "mundo" ocurrido en 1990, y a pesar de las negociaciones de paz con que se inauguró esa década. La historia del último de estos grupos armados, el Frente Unido Andrés Castro, el FUAC, que operó en los municipios del Triángulo Minero -Siuna, Bonanza y Rosita- es una muestra palmaria de cómo una serie de pésimas opciones produjeron el efecto contrario al pretendido. La historia de los grupos armados en Nicaragua -en especial, la del FUAC- revela cómo un proyecto presuntamente democratizador y antimilitarista multiplicó y exacerbó las opciones belicistas. Toda la estrategia seguida para reducir el aparato militar reforzó la convicción de que las ráfagas de fusil son el único lenguaje al que presentan oídos atentos los gobernantes.
Grandes perdedores: quiénes se jugaron el pellejo
La de Nicaragua en los años 80 fue una guerra con muchos vencedores. Los nicas de Miami, que pudieron retornar tras una década de exilio a recuperar sus propiedades y recibir abultadas indemnizaciones, metamorfoseados muchos de ellos en ciudadanos norteamericanos que el pueblo apoda "gringos caitudos". Los altos mandos -militares y civiles- del FSLN, que llenaron sus baúles antes de abandonar los ministerios, en un proceso que el pueblo bautizó como "la piñata". Los grandes empresarios, que pudieron volver a hacer negocios en paz y a descremar el mercado de nuevos servicios en galopante expansión: televisión por cable, telefonía celular y satelital, shopping centers y demás clones del american way of life. Los banqueros, que se pusieron la botas con la reactivación de la banca privada y el colapso de la banca estatal. Los ciudadanos de clase media, que pudieron retomar la ruta de la capitalización a un ritmo razonable, sin privarse del consumo de las exquisiteces de la"civilización occidental" y sin verse ya obligados a limpiarse el fundillo con papel periódico, comer enlatados búlgaros y endulzar las bebidas con azúcar morena de Cuba, costumbres obviamente plebeyas y que durante los 80 debían compartir en oprobiosa igualdad con el populacho... Todos estos vencedores fueron absueltos por la historia y bendecidos por el ingreso de Nicaragua a la democracia y al libre mercado.
Los perdedores netos de esa guerra fueron quienes arriesgaron el pellejo durante más de tres mil días de combates, cada uno de ellos con sus muertos y sus heridos, sus minas estallando, sus acechanzas y tensiones y la acumulación de enemigos. Ellos viajaron en el pescante, la parrilla o el remolque del carro de la historia -nunca en la cabina- y resultaron los grandes perdedores. Hubo otros. Los primeros perdedores al llegar "la paz" fueron los miles de funcionarios vomitados por el aparato estatal y lanzados al desempleo, sacrificados en el altar del ajuste estructural que demandaba reducir el gasto público, y que provocó miles de tragedias familiares cuyos pormenores son de poca monta cuando se trata de aplacar al FMI. El ajuste y la compactación estatal habían empezado en 1988, con los sandinistas, pero se agudizaron a partir de 1990, cuando Violeta Chamorro llegó a la Presidencia. Las elecciones de 1990, con las que el FSLN pretendía legitimarse en el poder se convirtieron en la plataforma de su destronamiento. Sin embargo, más temprano que tarde se revelaron las debilidades del manojo de partidos que había destronado a los sandinistas.
Reducción del Ejército sin precedente histórico
El tema militar fue prioridad inmediata. Encabezando al sector de más radical antisandinismo en la UNO, Alfredo César -ex-miembro del Directorio de la contrarrevolución y en el 90 Presidente de la Asamblea Nacional, siempre apodado Siete Puñales por su inveterada propensión a traicionar a sus amigos más cercanos- lideró muy pronto las demandas de destitución de Antonio Lacayo como Ministro de la Presidencia y de Humberto Ortega como Jefe del Ejército. Su estrategia tuvo el apoyo del afamado por su ultraderechismo senador republicano Jesse Helms y alcanzó un punto culminante al congelarse los desembolsos de ayuda estadounidense, condicionándolos a la práctica disolución del Ejército Popular Sandinista (EPS). Una facción de la UNO llegó a reclamar su desaparición total. En ese grupo llevaba la voz cantante Enrique Bolaños, entonces Presidente del Consejo Superior de la Empresa Privada y totalmente opuesto a la línea de reconciliación de Chamorro, hoy candidato presidencial del PLC alemanista. Otros sectores hacían contrapeso a la propuesta de liquidar el EPS. Al final, doña Violeta y su yerno Antonio Lacayo -nunca vistos con buenos ojos por los políticos más beligerantemente antisandinistas de la UNO- debieron ceder: el EPS se reduciría sustancialmente, pero no sería eliminado. El Ejército era una de las pocas piezas que daba estabilidad al barco de la nueva administración, un navío que sufriría de amotinamiento crónico durante siete años.
La despilfarrante generosidad que el gobierno estadounidense mostró en la guerra financiando a la contrarrevolución armada se agotó en la paz. El gobierno Bush no apoyó económicamente la reconversión militar que tanto había reclamado. El proceso de reconversión, concebido inicialmente para unos cinco años, duró apenas poco más de dos por las presiones del gobierno estadounidense y del ala más recalcitrante de la UNO. El número de efectivos del Ejército pasó de 86,810 en enero 90 a 16,200 en 1992, descendiendo hasta 14,553 en 1994. En cuatro años el Ejército de Nicaragua se convirtió en el más pequeño de Centroamérica, con menos efectivos incluso que los cuerpos armados de Costa Rica, aunque muy bien armado. Según el experto nicaragüense en asuntos militares Roberto Cajina, con una tasa global de reducción del 86% y una tasa de reducción anual del 21.5%, la reducción del ejército nicaragüense no tiene precedentes en la historia militar contemporánea. Más insólito resulta este hecho teniendo en cuenta que la correlación de fuerzas que quedó al concluir la guerra no justificaba semejante reducción. El Ejército Popular Sandinista había controlado militarmente a sus adversarios de la Resistencia. El partido a cuyos intereses estaba ligado, el FSLN, había convocado a elecciones legítimas y había entregado el gobierno a un variopinto grupo de políticos no enteramente identificados con los intereses de la Resistencia.
De ninguna manera podía establecerse una simetría entre el desarme de la Resistencia -lógico con el cambio de gobierno- y tan abrupta reducción del Ejército nacional. Las presiones políticas y las urgencias económicas arrastraron al nuevo gobierno a tan drástica reducción, que debería haber sido último peldaño de una escalinata edificada sobre una reforma constitucional.
Planes de reducción y licenciamiento: un juego de todos perdedores
El atarantado proceso de licenciamiento de oficiales del EPS, escalonado en tres planes, se hizo con una caótica mezcla de parámetros de indemnización. En unos planes privó el de la antigüedad y en otros el del rango alcanzado. También las modalidades de indemnización (casas, tierras, dinero, periodización de los desembolsos) variaron de un plan a otro. Lo más grave es que nunca se esclarecieron los criterios para determinar quién permanecería activo en el Ejército y quién pasaría a retiro. Esta confusión, sumada a la desigualdad en las indemnizaciones y a los ulteriores incumplimientos del gobierno por carecer de recursos suficientes, fueron abonando un resentimiento que aseguraba subir de tono.
Entre abril y diciembre de 1992 un buen grupo de retirados del ejército, hartos de promesas, protagonizaron protestas y huelgas de hambre reclamando al gobierno que cumpliera los acuerdos suscritos en los tres planes de licenciamiento. Ponían énfasis en la legalización de propiedades y en el acceso a crédito y asistencia técnica. En febrero de 1992 apareció la Coordinadora Nacional de Oficiales en Retiro (CNOR), concebida inicialmente como un movimiento de capitanes y rangos inferiores en defensa de sus intereses. Su rechazo a la Asociación de Militares Retirados (AMIR) -de evidente subordinación al FSLN- puso en evidencia la reivindicación de clase que enfrentaba a este grupo de militares de rangos medios y bajos con las cúpulas del Ejército y del FSLN. Los de más bajo rango, quienes habían combatido y quienes habían gozado de la máxima confianza durante la guerra, estaban siendo relegados.
De acuerdo a los datos de CNOR, la adjudicación de tierras a los militares retirados se había hecho con criterios elitistas y había favorecido exclusivamente a la alta oficialidad: a sólo 582 militares (2 coroneles, 25 tenientes coroneles, 97 mayores y 458 capitanes), que representaban apenas el 5.84% de los oficiales licenciados. Muchos militares retirados estaban siendo también afectados por la modalidad de indemnización con desembolsos de largo plazo. Por muchas vías, la vertiginosa reducción del Ejército estaba construyendo una bomba de tiempo. Lo que se suponía reforzaría la democracia y desmilitarizaría a Nicaragua fue el mejor aliciente para comenzar a activar decenas de bandas de rearmados y perpetuar la actividad bélica. La urgencia por pacificar el país acabando con los dispositivos institucionales de la guerra condujo a un activismo militar en el que participaban grupos de todo color político y también incoloros. La reducción del Ejército fue una muestra más del desatino histórico, de esas políticas que resultan contraproducentes para todos sus supuestos beneficiarios. Ni los militares sandinistas ni los de la Resistencia ni la UNO ni Bush consiguieron imponer sus intereses y la voluntad cerril del Congreso de los Estados Unidos y del sector más antisandinista de la UNO fabricó un juego de todos perdedores.
Polos de Desarrollo: utopía de papel
El siguiente match de este juego ponía la pelota en la cancha de la Resistencia. Tampoco ahí el gobierno de doña Violeta tuvo mayor capacidad para arrancarle al Congreso de Estados Unidos los niveles de financiamiento que había derrochado en la guerra. En Tegucigalpa, el 23 de marzo de 1990 se firmó el Acuerdo de Toncontín. El acuerdo tuvo un adendum suscrito en Managua el 18 de abril para hacer efectivo y definitivo el cese al fuego entre la Resistencia Nicaragüense y el Ejército de Nicaragua. El 29 de mayo se firmó el protocolo sobre el desarme y el establecimiento de los llamados Polos de Desarrollo. Según el acuerdo suscrito por la Resistencia Nicaragüense y el Gobierno de Nicaragua, Polo de Desarrollo es la unidad de producción definida para beneficio de los miembros de la comunidad y del país que sirva como centro de servicios y desarrollo de la región adyacente, por medio de proyectos individuales y/o colectivos, el que debe contar con las siguientes estructuras básicas: Área municipal: escuelas, bodegas, servicios de agua potable y luz eléctrica, hospitales, calles y caminos; Área de vivienda para los pobladores del polo o centro de desarrollo; Parcela de propiedad privada para cultivos y ganadería de subsistencia; un Área comunal y un Área de proyectos para beneficio de todos los miembros de la comunidad.
El gobierno se comprometía a garantizar la seguridad física de los desmovilizados de la Resistencia, su acceso a tierras productivas y asistencia material y social para que se reinsertaran a la vida civil. También serían beneficiados sus familiares y las víctimas de guerra -viudas, huérfanos y lisiados-. Este programa consiguió que en un año 10 mil 493 desmovilizados accedieran a 370 mil 912 manzanas de tierras productivas, un promedio de 35 manzanas por desmovilizado.
Los problemas en esta"cancha" fueron el estancamiento del proceso de titulación de esas tierras y las devoluciones de tierras e indemnizaciones asumidas como prioridad en el acuerdo No.2 del protocolo de desarme. Ambos elementos resultaron detonantes: por todos lados estallaron conflictos por la propiedad agraria y urbana, y siendo ésa la prioridad no aparecieron por los "polos" ni las carreteras ni la energía eléctrica ni los servicios sociales ni los proyectos. Magros recursos gotearon para el amparo de lisiados, huérfanos y viudas. Míseras pensiones. Para justificar el incumplimiento, se empezó a hablar de una "frontera social" que no permitía que los servicios llegaran hasta las regiones en que se encontraban asentados los desmovilizados de la Resistencia. En esa frontera se multiplicaron las disputas por tierras y emergieron cientos de rencillas. Fueran o no de origen político, cada quien buscaba resolverlas haciendo uso de los poderes de su bando: superioridad numérica, respaldo policial, jueces amigos...
Un país militarizado con una cultura de violencia
Un año después de haber sido firmados los acuerdos con la Resistencia, una evaluación mostró que unos 65 desmovilizados y sus familiares habían sido asesinados. Se presentaron 1 mil 400 denuncias por violación a los derechos humanos de los desmovilizados de la Resistencia por civiles armados y militares. Los hechos sangrientos ocurrían en las zonas donde la actividad bélica había sido más intensa. Los desmovilizados de la Resistencia se quejaban de la parcialidad de los jueces, que dejaban impunes a los agresores. Y pidieron: El Gobierno deberá prestar mayor atención al problema del personal politizado e ineficiente en las instituciones del Estado, educándolos o reubicándolos, y colocando otro personal con actitudes positivas y espíritu de eficiencia y servicio a la comunidad. La Comisión de Seguridad de la Resistencia propuso dar seguimiento al compromiso del FSLN, reiterado el 24 de junio de 1991, de desarmar a sus bases y a la población civil, poner plazos a la recepción de armas de guerra, legalizar todas la armas que estaban en manos de civiles y no eran armas de guerra, y solicitar al Ejército y a la Policía que las armas requisadas fueran puestas a disposición de la Comisión Nacional de Desarme para intercambiarlas con organismos internacionales por equipos productivos o para destruirlas. Estas justas demandas de la Resistencia fueron teniendo menos eco a medida que el país se internaba en otros asuntos más prioritarios y que la nueva coyuntura ponía en evidencia el carácter minoritario -aunque de mucho impacto en determinadas circunstancias- de los grupos que se mantenían armados o se rearmaban.
Se olvidó así que Nicaragua era todavía un país militarizado, que la población civil mantenía en su poder muchas de las armas que el FSLN había distribuido como dispositivo de seguridad en caso de renuencia de la Resistencia a desarmarse y antes, en caso de una invasión norteamericana, amenaza que se consideró más que hipotética tras la invasión a Panamá de 1989. Se olvidó también lo peligrosas que eran tantas armas en un país con una cultura política donde se aprende que los conflictos se resuelven por la violencia y no por la negociación.
Recontras, recompas, revueltos
Con su política, los ganadores (UNO, gobierno estadounidense) consiguieron el efecto inverso: dispararon la militarización. En poco tiempo se activaron grupos de recontras (ex-miembros de la Resistencia) y de recompas (retirados del EPS) y el gobierno se vio inmerso en un mar de negociaciones disgregadas donde la demanda principal de todos era la legalización de las tierras concedidas a los desmovilizados de ambos bandos. Aunque al inicio algunos grupos de recompas se activaron como reacción ante los abusos de los recontras, muchas veces recontras y recompas identificaron intereses comunes y se unieron en bandas de revueltos. Los revueltos fueron un intento de mejorar la correlación de fuerzas a favor de quienes habían luchado en el campo de batalla ante vencedores sin más mérito que el oportunismo político.
Como estos grupos de rearmados -con un rango de 16 a 800 miembros- estaban atomizados, los desarmes se producían a cuentagotas e implicaron múltiples negociaciones. La socióloga Angélica Fauné -que ha estudiado a fondo estos grupos- concluyó que el arme y desarme se convirtió en un mecanismo excelente para arrancarle "tucos" al gobierno, para hacerle cumplir sus principales demandas y para recordarle los compromisos adquiridos. Algunos dirigentes de rearmados coincidieron en señalar que la política del gobierno Chamorro de comprar fusiles con dinero enviaba una pésima señal a hombres que no tenían otro medio de ganarse la vida que no fuera el ejercicio de la guerra.
Aunque la demanda de tierras debidamente tituladas era denominador común en los reclamos de todos los grupos, éstos tenían un modus operandi diverso. Las demandas de grupos de ex-EPS eran más comunitarias y no se agotaban exclusivamente en las tierras. Quizás el elemento diferenciador más obvio fue un rasgo aparentemente superficial, pero que se revela como una declaración de principios: los sobrenombres empleados por grupos y cabecillas. Los de los recompas aludían a celebridades de las luchas revolucionarias: Bolívar, Ernesto Che Guevara, Camilo Ortega.
Los recontras usaban otros apelativos. Algunos procuraban inspirar pánico (Terror, Ciclón, Bravo, Puñalito, Viernes 13, Pantera, Culebra, Mano Negra, Indomable), otros eran personajes de la farándula (Dyango) o nombres anglosajones (Mike, Jackson). Pese a que ambos grupos perpetraban asaltos y secuestros y sembraron el terror en muchas zonas rurales, podía adivinarse en ciertos grupos de recompas una apuesta por resucitar una mística ideológica, rasgo totalmente ausente en los grupos de recontras.
El Plan Helms-César: un trozo de historia indispensable para entender
Ninguna negociación logró erradicar totalmente el problema de los rearmados. Surgían nuevos grupos que, aprovechando su experiencia militar y los buzones de armas que habían ocultado durante la guerra, buscaban sucesivas recompensas financieras. El escenario nacional era de permanente confrontación entre las fuerzas políticas que habían integrado la UNO y el gobierno de Violeta Chamorro. El conflicto mostró su capítulo más virulento en marzo de 1992, cuando el gobierno parecía haber controlado la situación. El plan Helms-César pretendió desestabilizar el gobierno. Alfredo César, que había asumido la Presidencia de la Asamblea Nacional con el apoyo del FSLN y un sector de la UNO, se rebeló pronto contra sus aliados y tras una visita a Washington, y ominosas conversaciones con el hoy Secretario de Estado del Gobierno Bush jr, el General Colin Powell y Jesse Helms, propuso reformar la Ley Militar y remover a Humberto Ortega de la jefatura de las Fuerzas Armadas. Cuando la confrontación subió de tono, la propuesta también: se convocaría a un plebiscito para recortar el período presidencial de doña Violeta, se realizarían elecciones para una Asamblea Constituyente, se redactaría una nueva Constitución, se nombraría una Junta de Gobierno y se adelantarían las elecciones de 1996. Helms cumplió con su parte del plan consiguiendo que el Congreso de Estados Unidos congelara un desembolso de 100 millones de dólares de ayuda para Nicaragua. En este contexto, se multiplicaron las tomas de oficinas estatales y las huelgas de los retirados del Ejército, eventos que incluyeron la toma pacífica de la ciudad de Ocotal por más de medio millar de revueltos el 5 de marzo de 1992.
El plan Helms-César se tradujo en una nueva escalada de violencia. Como expresión armada de dicho plan surgió el Frente Norte 3-80, integrado por ex-miembros de la Resistencia -los comandantes Pajarillo, Charro, Chacal, Caminante y Zapoyol-, vinculados a la facción más visceralmente antisandinista de la UNO. Su número -500 a 800 hombres- y el financiamiento y apoyo logístico que recibieron de las organizaciones anticastristas de Miami lo convirtieron en el más serio peligro militar que enfrentó el gobierno de Violeta Chamorro. Sus primeras demandas fueron el desmantelamiento total del Ejército y la sustitución de todo el alto mando de la Policía Nacional. Además de su actividad en Siuna, cubrieron el Cuá-Bocay, Waslala y Wiwilí. La desmovilización y reinserción del Frente Norte 3-80 le costó al gobierno casi 2 millones de dólares.
Como reacción al FN 3-80, surgieron varios grupos de recompas. No es descabellado suponer que al inicio gozaran de la simpatía y apoyo del Ejército, porque implícitamente estaban defendiendo a las fuerzas armadas institucionales y compensando su debilidad numérica. Para entonces, todos los ingredientes del cóctel molotov de los rearmados estaban servidos al gusto del consumidor: incumplimientos del gobierno, manifiesta inestabilidad política, rearme como fuente de ingresos que no se obtenían en el reino del desempleo en que se estaba convirtiendo Nicaragua, amenazas de grupos de distinto signo... Fue en este muy explosivo contexto que Edmundo Olivas -quien después se haría llamar Camilo Turcios- emprendió su labor de reclutamiento para crear el FUAC, un trabajo que se extendió a lo largo de cinco años.
El pecado original del Ejército en el origen del FUAC
Nacido en Quilalí, de familia muy pobre, Olivas se integró a la lucha contra Somoza a los 9 años. En el Frente Norte Carlos Fonseca tuvo como maestro nada menos que al Comandante sandinista Germán Pomares, el legendario Danto. Ese hombre sí representaba los intereses reales del pueblo -diría años después-. Si hoy él estuviera vivo no estarían sucediendo las cosas que hoy tenemos que ver con dolor: una dirección sandinista que le ha dado la espalda a su pueblo. Se hubiera opuesto a las medidas de doña Violeta y hoy estaría en la montaña, luchando por su pueblo. Edmundo Olivas alcanzó el grado de Capitán tras años de permanecer en los frentes de batalla antisomocistas. Siempre en la primera línea de fuego. Conocer la vida acomodada y suntuosa de la dirigencia sandinista, tan lejos de los ideales pregonados, aún antes de la derrota electoral de 1990, lo decepcionó.
A esa incoherencia Olivas la llamó el desclasamiento de la dirigencia. Posteriormente, una vez licenciado del Ejército, los reclamos de Olivas coinciden totalmente con los de la Coordinadora Nacional de Oficiales en Retiro (CNOR): incumplimiento con las indemnizaciones, beneficios desproporcionados para una élite militar y falta de claridad en los criterios de selección de los militares que quedaron con el Ejército. En una entrevista inédita concedida a Angélica Fauné, Olivas expuso así sus quejas: Hay mucha división y mucho resentimiento con nuestra institución armada por la forma en que nos corrió. Los criterios con los cuales se hicieron los retiros fueron muy arbitrarios. Ahí unos cuantos decidieron, sin pensar en los años de servicio, ni en los méritos o capacidades. Se corrió al montón. La cuestión era reducir al ejército a como fuera. Consideramos que la institución nos ha pagado mal, que no merecemos ese trato después de haber servido a la patria y a la revolución. Los gobiernos tampoco nos han cumplido. Prueba de ello es que ahora estamos sin trabajo, sin vivienda, sin poder ofrecerle a nuestras familias una vida digna, una educación a nuestros hijos.
FUAC: crítico del FSLN y reivindicador del sandinismo traicionado
Este cuestionamiento de Camilo Turcios fue constante y explica la particular inquina del Ejército de Nicaragua contra el FUAC. No hay peor cuña que la del mismo palo. Testigos de las negociaciones entre el Ejército y el FUAC hablan de una confrontación anímica, emocional, permanente durante los diálogos entre Camilo Turcios y los delegados del Ejército cuando en 1997 negociaban la desmovilización del FUAC. Y muchos de los pobladores de Siuna están convencidos de que el Ejército siempre fue más beligerante en combatir al FUAC que en perseguir al FN 3-80.
El FUAC surgió en una coyuntura delicada desacreditando uno de los tres pivotes en que asentaba su poder el FSLN tras la derrota electoral: el Ejército. Los otros dos eran su peso en la Asamblea Nacional y su capacidad de cooptar la manifestaciones de descontento popular -por razones sociales y económicas- orientándolas hacia objetivos políticos. El FUAC se convirtió en una expresión de descontento no manipulable por el FSLN. Una expresión -militar por añadidura- que cuestionaba al FSLN y que se erigió como ejército regional y policía paralela, ante la insuficiencia de las instituciones armadas de un Estado que estaba siendo desmantelado por el ajuste estructural.
Apelar al mito del hombre nuevo y del paraíso recobrado, no dejaba de ser un discurso atractivo en una zona en la que la simple oferta de volar tiros es ya un poderoso imán y en un momento en que el "sentido" del movimiento armado se había perdido. El FUAC se presentó como reivindicador de los ideales sandinistas traicionados por sus dirigentes y acudió a la gente en la que podía calar ese discurso. El seudónimo de Camilo Turcios resume el proyecto: Camilo por Camilo Ortega y Turcios por Oscar Turcios, dos héroes de la lucha antisomocista de los 70, mártires de la década de oro del Frente Sandinista, patrimonio ideológico dilapidado por la cúpula del FSLN en los 80 y en los 90.
Según Turcios, el FUAC lucha contra esa nueva burguesía que se ha ido formando y de la que nosotros fuimos arquitectos; una burguesía peor que la somocista porque aquella mataba de hambre, pero esta nueva burguesía que nace del sandinismo utiliza todos los medios para hacernos desaparecer: no le importa quitarle a los que fueron sus hermanos de lucha las tierras que les dio la reforma agraria, una reforma agraria que dejó a miles de campesinos sin sus títulos. A esos nuevos burgueses lo único que les interesa es el"bisnes", hacer negocio no importa con quién, buenos negocios aunque eso signifique dejar más hundido al pueblo.
El bandolerismo social: "¡Sólo justicia para el pueblo!"
Al reivindicar unos ideales traicionados el FUAC aspiraba al retorno a un paraíso primigenio: la reinstauración de la moral revolucionaria y el restablecimiento de una tensión mística no absorbida por institución alguna. Ésa fue la diferencia fundamental entre el FUAC y otros grupos de rearmados de origen ideológico sandinista.
No podemos -decía Camilo Turcios- dar la lucha al interior del partido sandinista, no tenemos cabida. Nuestra lucha no es partidaria. Nuestras raíces son sandinistas, nuestro proyecto es revolucionario, pero no enarbolamos ninguna bandera política; sólo justicia para el pueblo. A la mística primigenia se apela constantemente. Camilo Turcios le recuerda al Teniente Coronel del Ejército de Nicaragua, Leonardo Guatemala: Sé que usted es un hombre de bolsillo del General Carrión y su presencia en este lugar sé de qué se podría tratar. Tampoco me atemoriza. Fui un discípulo de Pomares, de Carrión, de Francisco Rivera (el Zorro), del Comandante Cristóbal Vanegas (el Monimboseño). Lo que nuestros maestros olvidan es que a veces algunos alumnos salen muy buenos o se tomaron la lección muy en serio.
El FUAC combinaba la invocación de los mitos revolucionarios con los reclamos para hombres y mujeres concretos. La restricción de sus demandas a un ámbito regional -el Triángulo Minero- facilitó el reclutamiento de nuevos miembros y también marcó su diferencia con otros movimientos revolucionarios en sentido estricto. El FUAC no pretendía cambiar el sistema nacional en su conjunto, sólo aspiraba a que funcionara mejor y extendiera sus beneficios a los sectores marginados de la región donde operaba. En este sentido, el FUAC compartió rasgos con el bandolerismo social estudiado por el historiador inglés Eric J. Hobsbawm, que lo define así: Fenómeno universal y que permanece virtualmente igual a sí mismo, es poco más que una protesta endémica del campesino contra la opresión y la pobreza: un grito de venganza contra el rico y los opresores... Sus ambiciones son pocas: quiere un mundo tradicional en el que los hombres reciban un trato de justicia, no un mundo nuevo y con visos de perfección.
El FUAC no luchaba contra un sistema que pudre -aunque estuviera o esté lleno de funcionarios podridos-, sino contra su escasa cobertura. Como también observó Hobsbawm sobre este tipo de movimientos, dada la total imposibilidad de una revolución triunfante, estos revolucionarios pueden convertirse en reformistas de facto. Las demandas del FUAC estaban orientadas a reformas locales -carretera, agua, energía eléctrica, crédito- y que dejaban incólume el sistema -bajos salarios, irracional extracción de madera-, salvo en lo que tocaba a la redistribución de tierras o a la legalización de tierras en litigio, únicas demandas genuinamente revolucionarias en el sentido moderno y cuyos beneficiarios serían exclusivamente los miembros del FUAC y su base social.